Contar la vasta dimensión de nuestra tragedia
Héctor Torres
La literatura se alimenta de la existencia de dos mundos, opuestos en su naturaleza pero forzosamente complementarios: el de la creación artística, esquivo a toda sistematización, y el de la industria editorial, regido por las pragmáticas leyes del mercado.
La profesionalización de la literatura de un país pasa por la consolidación de un mercado y de una industria editorial. En el nuestro, la historia de esa industria ha estado directamente relacionada con los avatares del Estado. Y ha sido una historia plagada de ironías y contradicciones.
Los autores de los años 80 y 90 del siglo pasado, por ejemplo, contaron con valiosas políticas estatales de difusión, pero tenían un mercado más bien exiguo. En la decena de años ubicados más o menos entre el 2005 y el 2015, en cambio, teniendo al Estado dedicado casi exclusivamente a usar la literatura como vehículo de propaganda ideológica, esa industria (y, por ende, la creación literaria) gozó de un floreciente crecimiento y de un mercado entusiasta.
Dado que la historia contemporánea de nuestra industria editorial ha estado, para bien y para mal, ligada a la presencia del Estado, y montados sobre la actual devastación del panorama literario en general, trataré de esbozar unas notas que me permitan, revisando esa historia reciente, tantear un posible escenario del futuro inmediato.
La anécdota que relataré a continuación la refirió Andrés Boersner, propietario de la reconocida librería Noctua, ubicada en el Centro Plaza, en Caracas. Eran los últimos años del siglo XX. Como todo librero que se haya ganado ese título en base a su prestigio, los clientes de Andrés confiaban ciegamente en sus recomendaciones literarias. Solían llevarse todo libro que él pusiese en sus manos. Era un asunto incuestionable hasta el momento en que él recomendaba un autor venezolano. En esos casos, la reacción usual de sus clientes era arrugar el ceño y decir, más o menos de forma invariable: “¿Venezolano?, no, no me interesa”.
Contaba Boersner que era difícil persuadirlos argumentando la calidad literaria y la hondura de las reflexiones del autor. La sólida barrera del prejuicio solía ser infranqueable, incluso para su prestigio de librero.
Y sí fue hasta la llegada del chavismo al poder. Entonces, esos lectores tan reacios a consumir autores locales, entendieron que aquello que nos estaba ocurriendo a una velocidad mayor de lo que éramos capaces de asimilar, requería algunas claves proporcionadas por observadores acuciosos, que dieran un poco de orden a esa caótica realidad. Y, que esos temas, aún incipientes para el panorama mundial, solo se encontraban en la esfera de las reflexiones de los autores locales.
Libros de periodistas de investigación, de historiadores, de analistas políticos comenzaron a ser, primero leídos con atención, y luego buscados con avidez. Ese querer saber qué estaba ocurriendo y para dónde íbamos los llevó a buscar claves en nuestra historia. De dónde venimos, cómo no nos dimos cuenta, por qué desembarcamos aquí… Cuarenta años no habían hecho creer que esa breve y relativa calma abarcaba y explicaba nuestra historia presente y futura.
Y fue así como esos lectores, que se propusieron leer con interés libros de autores locales sobre periodismo e historia, comenzaron también a buscar claves de la críptica realidad en las novelas históricas, y en la creación novelística en general, intuyendo que esas voces que narraban su presente atisbaban en el horizonte algo que había permanecido oculto y que podía darnos pistas sobre ese lugar a donde nos estábamos desplazando.
Ya a mediados de esa primera década del presente siglo, comenzaría una breve pero febril relación de los lectores venezolanos con sus narradores, haciendo crecer su industria editorial a un ritmo que parecía augurar momentos de gran esplendor.
Pero, ¿qué ocurrió durante las décadas previas? ¿Cómo estaba la producción editorial venezolana en esos años? Había, sin duda, importantísimos proyectos, como la Editorial Monte Ávila, nacida en el año 1968. O la ambiciosa colección de la Biblioteca Ayacucho. Ambos proyectos eran hijos de una Venezuela petrolera que se sentía vanguardia en el continente. De allí que Monte Ávila publicara consolidadas firmas de la región y contara con excelentes traducciones de importantes autores mundiales; y Biblioteca Ayacucho realizara acuciosas investigaciones y sistemáticas compilaciones de los nombres que conformaban el corpus de la literatura latinoamericana. Y existía, además, Fundarte, editorial dedicada a difundir la obra de las voces en proceso de consolidación de la Venezuela de entonces.
Y así, cada ministerio, cada gobernación, tenía su sello editorial
¿Por qué entonces los clientes de Noctua miraban con desconfianza a los autores locales que les recomendaba Boersner? ¿Podríamos tomar eso como un perfil de los compradores usuales de libros de esa época? En todo caso, ¿por qué, salvo un puñado de valiosos nombres, la obra contemporánea venezolana no era, no digamos comprada, sino en muchas ocasiones desconocida por la gran masa de los lectores? ¿Era un asunto de calidad o de prejuicio? ¿De mercadeo o de clima?
No es fácil aventurar una respuesta a esas preguntas. Lo cierto es que, con su necesidad de polarizar e imponer su relato histórico, la insurgencia del chavismo en el panorama venezolano agitó las aguas de nuestra sociedad y, de forma indirecta, contribuyó al volcamiento de los lectores venezolanos hacia libros que le explicaran lo que estábamos viviendo.
Durante ese decenio, no solo se consolidaron o florecieron diversas iniciativas locales, sino que además algunos importantes sellos trasnacionales, como Planeta, Alfaguara, Mondadori, Norma y Ediciones B, se establecieron en nuestro país, con números de ventas cercanas a la media de la región.
Al chavismo se le hizo cuesta arriba, por esa vía, consumar su agenda de apropiación del relato nacional. La literatura, como todas las artes, debe seducir, no imponerse. Proponer diversidad, no uniformidad. Ofrecer el deleite de leer, no el deber de “prepararse para la batalla de las ideas”. Por eso todos sus esfuerzos por ideologizar a través de su oferta editorial, tropezaron con un público que se había encontrado con sus autores y con el goce lúdico de construirnos como sociedad a partir de la diversidad de las miradas.
De hecho, en 2009, la Cámara Venezolana del Libro, la Alcaldía de Chacao y la Embajada de España en Venezuela, basándose en la tradición de Saint Jordi, se unieron para organizar un Festival de Lectura en la Plaza Francia, de Altamira, el cual se extendió por cinco días.
En adelante, y en medio de ese incipiente aunque animado reencuentro de los lectores venezolanos con sus autores, la tradición de Saint Jordi siguió siendo la excusa para convocar en ese espacio actividades a partir del 23 de abril, dando nacimiento al Festival de Lectura de Chacao. Al año siguiente, bajo el lema “Palabras al vuelo”, el festival no sólo aumentó su capacidad de convocar editoriales y público, sino también el número de días dedicados a ese evento, llevándolo a diez, que fue el formato que mantuvo durante varios años.
Ya en la cuarta edición, en 2013, la organización esperaba la asistencia de unos 130 mil visitantes, y al cierre de la jornada, contabilizaron cerca de 200 mil, los cuales caminaron entre stands, compraron libros, asistieron a presentaciones, charlas, eventos infantiles y conciertos musicales, en cada uno de los cuatro espacios dispuestos en la Plaza.
El año 2014 ocurrió el segundo punto de inflexión de nuestra historia reciente, luego del 2003 (año del paro petrolero), dentro de esa determinación del chavismo de aferrarse al poder a cualquier precio. Ese otro punto de inflexión se daría con la marcha del Día de la Juventud del 2014 cuando, en el centro de Caracas, cayeron asesinados el joven Bassil Da Costa y el dirigente chavista Juancho Montoya, a manos de pistolas disparadas por funcionarios del Sebin (según lo demostró la unidad de investigación del diario Últimas Noticias).
Ese año, que marcó el inicio del recrudecimiento de la represión en Venezuela, propició fracturas en nuestra sociedad. Una de ellas fue la que se produjo entre quienes sentían que eventos como la feria del libro eran actos de resistencia al deseo del chavismo de copar todos los espacios públicos, y los que lo veían como una indolente fiesta que irrespetaba el dolor de las víctimas de la represión.
La visión militar y la épica con la cual se amamantó a nuestra sociedad, comenzaron a tomar las riendas del discurso. Algunos se desesperaban y se volvían intolerantes a toda forma de organización de la sociedad que no estuviese orientada al desplazamiento del chavismo del poder. Eso de cambiar el sistema desde abajo, de desarrollar la vida en la verdad y otros conceptos que requieren tejerse en paciencia, se reñían con la desesperación por salir de la pesadilla.
El Festival de lectura tenía sus años contados. La última edición, en medio de tropiezos, exacerbación del ánimo colectivo y una enorme frustración por todas las luchas dadas sin resultados, fue en diciembre de 2017, y cerró el ciclo volviendo al formato de cinco días de la primera edición.
Luego vendría la tierra arrasada. Hiperinflación, pauperización del ingreso, éxodo de editoriales y autores (y de millones de ciudadanos, por supuesto), cierre de librerías, emergencia humanitaria… Eso fue asfixiando ese breve momento en que la literatura venezolana dialogaba con sus lectores. En la actualidad, solo cinco librerías se mantienen abiertas en Caracas. Y las editoriales no corrieron con mejor suerte. En ese marco, los autores jóvenes no solo carecen de espacios de difusión, sino que desconocen a las voces que, hace apenas diez años, abrían el camino para las generaciones siguientes. Hoy por hoy, el grueso de nuestros narradores vive fuera del país, tratando de hacerse espacios en mercados en donde no son conocidos.
Como nuestros autores de los ochenta, que no tenían un público al cual hablar, nuestros escritores en la diáspora se dejan colar por mínimas rendijas de las industrias editoriales de España, en mayor medida, y de Miami, México o Colombia, sin demasiada visibilidad ni capacidad de incidir en los imaginarios de su momento.
Es un comenzar de nuevo. Para los que están afuera y para los que están adentro.
Durante décadas, la literatura venezolana fue la gran ausente de los mercados internacionales. La explicación que nos dábamos entonces era que, a diferencia de los países del Cono Sur, el venezolano no tenía tradición migrante. Muchos migrantes sureños llegaron a universidades y editoriales de países con tradición editorial, como España y México, desde donde facilitaban la publicación y la difusión de sus compatriotas, irradiando sus nombres hacia otros mercados.
Buena parte de nuestros escritores viven fuera del país. Y muchos dan clases en universidades e, incluso, trabajan en editoriales de países con una industria sólida. Sin embargo, a pesar de ser un hipotético espejo en el que podrían mirarse los países de la región, y de ese número cada vez mayor de autores que consigue su espacio en esos mercados, aún el asunto es bastante incipiente.
¿Qué diferencia nuestra migración, nuestra tragedia sociopolítica, de aquellas que vivieron en su momento los países del sur? Posiblemente no se trate solo (o tanto) de un asunto de estrategias como de nuestra ubicación en el espectro político. Las dictaduras del Cono Sur eran de derecha. El mundo estaba atento a sus autores, a sus denuncias. Los movimientos dentro de las universidades estaban prestos a denunciar las atrocidades de esas dictaduras, a difundir las luchas de esos pueblos y a lamentar las historias de sus desaparecidos.
La venezolana, en cambio, padece la misma doble tragedia cubana: no solo sufrir regímenes atroces que pisotean los Derechos Humanos, sino que, además, sus tragedias no son “mercadeables” en los ámbitos culturales y académicos, tanto latinoamericanos como del mundo. Es la tragedia de la diáspora que huye de un gobierno “de izquierda”: No es “tan cierto” lo que se dice de Maduro. “Ustedes salieron porque son parte de la clase privilegiada”. “Los gringos lo que quieren es meterle mano al petróleo venezolano”… Viejos mantras de los que parece imposible sacar a opinólogos que no conciben un resquebrajamiento en sus anquilosados sesgos.
De hecho, los grandes nombres de la crónica latinoamericana actual, tan visibles y con tanto mercado, no parecen sentir mucho interés en venir a enterarse y contarle al mundo nuestra increíble realidad. En nuestras calles pululan historias de desaparecidos, de asesinatos en las barriadas populares por parte de los cuerpos policiales, de niñas esclavas que son apostadas en las minas del sur, de abuelos que mueren de mengua porque sobreviven con siete dólares al mes. Pero, en esa decadente lógica binaria que aún hace vida en ambientes universitarios y culturales, los buenos no pueden ser los malos. Aunque el mundo se siga moviendo, ellos se mantienen deambulando en sus circuitos, dirigiéndose a sus audiencias de siempre, departiendo en los espacios en los que siempre han hecho vida.
Le ha tocado, entonces, a los venezolanos abrirse paso solos. Y parece un buen momento para la literatura testimonial. Esa urgente literatura que deja registro de lo vivido. Esa que será insumo para las obras del futuro, pero que necesita, por temor al olvido, dejar plasmados sus gritos heridos por los tiempos que se atraviesan. Es en la literatura testimonial de estos tiempos que están los insumos de lo que escribiremos durante las próximas décadas.
Es una de las tantas paradojas que nos ha tocado vivir: la época más difícil para ser publicado es la más febril y potente para ser escritor. Es el peor, pero a la vez el mejor sitio para ejercer el periodismo y la literatura. A los que asuman el reto quizá nadie los publique en lo inmediato, pero en ningún otro lugar del mundo podrán estar tan cerca de los límites a los que se expone la condición humana, que es la materia prima de la literatura.
Parece temprano para la gran novela de la dictadura. Parece temprano para las conclusiones. El dolor apenas comienza a ceder. Apenas se asienta, no se cierra un ciclo. La literatura de un país es más larga que la vida de sus protagonistas. En esta dramática atomización que estamos viviendo, en medio de este tormento y esta nostalgia (combustibles clásicos de la literatura de todos los tiempos) está la semilla de la obra que emergerá en un futuro. Después de todo, los dos grandes poemas que dan inicio a la literatura occidental cuentan una historia de guerra y un viaje de regreso a casa.
Derrotada en todos sus intentos de expulsar al chavismo del poder, nuestra sociedad asume una nueva realidad, como primer paso hacia una manera distinta de vernos, y comienza a amalgamar un nuevo relato (de país, en principio). Comenzamos a reubicarnos en un mapa. Aceptar la pérdida, entender que no bastó la lucha que dieron millones de ciudadanos, enterrar a nuestros muertos y curar nuestras heridas es parte de la lenta mistura de un nuevo imaginario social, ajeno a ese impaciente de la épica con la cual nos amamantaron.
Es una vuelta de tuerca que nos hace mirar más adentro. No ya del país, sino de ese desconcierto, de esa rabia y esa desesperanza, de esa fatiga y esa apatía por todo lo que nos han dejado estas convulsas, dolorosas e inolvidables primeras décadas del siglo.
La experiencia de Venezuela es valiosa para el continente. Es la historia de un país lleno de recursos y posibilidades que fue expoliado hasta hacerlo quebrar. La historia de una paz pactada convertida en pesadilla colectiva. Del populismo, de la corrupción, de un poder capaz de todo por sostenerse a toda costa. Pero también de una sociedad que combatió en todos los escenarios que pudo. Y que mantuvo, con todo en contra, silenciosas gestas de asistencia al prójimo. La historia de gente que recoge los pedazos y trata de ver qué hace con lo que tiene.
Nos toca asimilar la terrible historia que nos ha tocado vivir. Y, asimilándola, usar esa materia prima para producir historias que sepan expresar eso que estamos viviendo. La vara es alta, porque tenemos que enfrentar el descreimiento y la suspicacia de los ámbitos culturales del continente y la apatía de un mundo que va perdiendo la capacidad de asombro. Y a ese carácter efímero que las redes sociales le están dando a toda tragedia.
Visto en perspectiva, a cinco años del declive de un florecimiento sin paralelo en nuestra historia editorial (aunque luzca como si fuesen décadas), nos toca entender que tal florecimiento no era el destino final, sino una estación en el camino. El nuevo reto es el de contar, a un público entumecido, la vasta dimensión de nuestra tragedia. Y en esa indescifrable lotería que es el talento para narrar, ya recaerá sobre algún nombre esa claridad para articular y sintetizar esto que aún no tiene nombre, que nos ha tocado padecer.
Ya supimos hacer un mercado. Ya tendremos una economía que hará los reajustes que nos permita ir recuperando espacios perdidos. Habrá espacios y habrá lectores. Y cuando logremos asimilar y contar esta historia emergerá un gran momento de nuestra literatura: ese que cuente al mundo, finalmente, la dimensión de lo que nos ha tocado vivir.