Escribir y leer desde y sobre una dictadura
Grisel Guerra
Dice el profesor Rafael Tomás Caldera que hablar de Rómulo Gallegos es “necesariamente hablar de Venezuela”¹, característica que comparte con autores como Teresa de la Parra, Arturo Uslar Pietri y Mariano Picón Salas. Porque aunque no se pueda decir con rigor científico, nuestra literatura, tan “realista”, en tanto nuestros autores comparten una sincera e ineludible preocupación por la realidad, nos muestra quiénes somos. Cualquier lector desprevenido bien podría decir que en cada una descubrimos y reconocemos el alma de nuestro pueblo.
Los intelectuales y artistas del continente, durante el siglo XX, generalmente reunidos en un variopinto grupo de actores políticos, concentraron sus intereses en el devenir histórico de una realidad que se evidenciaba viva y cambiante. Los americanos vieron y vivieron la historia de su continente en primera fila, y escribieron, pintaron, cantaron y produjeron ideas alrededor de ello.
En el caso de Venezuela, es una idea generalizada y aceptada que nuestra literatura responde a esa preocupación. El crítico Juan Liscano hace ver que, independientemente de la tendencia literaria a la que se adscribe tal o cual escritor, o que caracteriza su producción, es una constante en la literatura venezolana la mirada fija en el proceso histórico por el que atraviesa el país en el momento particular del literato.
Este realismo fue naturalista, satírico, con Pocaterra; luego idealista con Gallegos; intimista con Teresa de la Parra; vanguardista con la gente del 28; subjetivista con los narradores actuales. En ningún momento nuestra literatura se desvinculó del medio ambiente, si bien dejó de ser reformista, idealista y paisajista².
Esta permanente atención a la realidad³, que no deja de lado necesariamente el cuento y la novela fantástica ni los primeros pasos del realismo mágico, apunta sobre todo a un modo de ser que tiende a estar preocupado por la venezolanidad. Sobre todo si se tiene en cuenta el momento histórico del fin de las dictaduras, o la inminente explotación petrolera y la consecuente modernización. No ha habido una década en la historia de Venezuela en la que no haya tema suficiente para despertar la atención de escritores genuinamente interesados por su país:
La preocupación por el acontecer social ha sido una constante en la literatura venezolana contemporánea. Lejos de plantear temas relacionados con la problemática individual, la novela de los 30 estuvo dirigida hacia el cuestionamiento de los valores nacidos de una sociedad rural, que progresivamente se veía forzada a modificar sus patrones debido, entre otros motivos, al auge de la explotación petrolera, que había traído consigo un acelerado proceso de modernización. Pero, por otra parte, la preocupación por los problemas sociales se expresa también en el cuestionamiento político que enfrenta al gomecismo y se hace abiertamente crítico a partir de 1930⁴.
Esto se hace mucho más evidente en el siglo XX, porque los vertiginosos cambios traen consecuencias inmediatas en todos los ámbitos de la construcción nacional. El fin de la economía agraria, la caída de los gobiernos militares y/o militaristas –como los de Juan Vicente Gómez y, años más tarde, de Marcos Pérez Jiménez–, la instalación de la democracia, la participación política, el crecimiento de la población urbana, la creación de nuevas ciudades y la muerte inesperada de las antiguas poblaciones (al estilo de Comala). Tal cantidad de cosas sucedidas dentro del mismo siglo, en un país cuya literatura es empecinadamente observadora de lo real, explica los innumerables modos de periodizar la producción cultural de la época⁵.
En la primera parte del siglo XX el cambio es determinante: se salta de golpe del esquema económico rural y agrario a uno liberal, pautado por el ritmo del crecimiento petrolero; se establecen las bases para cambiar la costumbre del gobierno paternalista y de caudillo, a una democracia institucionalizada –que se vería amenazada posteriormente por la dictadura perezjimenista y su doctrina del Nuevo Ideal Nacional–. Esta brusca transformación no puede sino impactar la cotidianidad del venezolano, y generar, como es lógico, una dinámica cultural alrededor de ello.
La respuesta nos la da el acontecimiento clave del siglo XX venezolano: la agricultura, que constituía la base material del sistema en crisis, ya se mostraba incapaz, como factor endógeno, de suministrar el ingreso necesario para financiar su propia transformación, lo cual explica la escasa movilidad del crecimiento en las dos primeras décadas. Por esta vía el país caminaba hacia la agudización de aquella crisis y hacia su estallido violento, cuando el petróleo vino a resolver el problema por arriba. Nadie, ni Gómez, contaba con el petróleo, que vino, como los guisantes mágicos del cuento, a resolver, por yuxtaposición, los problemas de productividad y de ingreso planteados por la agricultura pre capitalista⁶.
Esa conexión recurrente entre realidad y espacio textual, que pareciera ser signo de la literatura venezolana, y señal de proximidad con la del resto del continente, aún permanece en las más recientes producciones literarias venezolanas. Ya lo advierte de modo determinante Liscano cuando califica de “atormentada pero firme” la relación que se da entre la realidad social, histórica y geográfica con la de la ficción, que no se apoya tanto en la imaginación como en la propia realidad⁷.
En medio de este escenario de la literatura venezolana, podemos acercar la mirada a la figura de Miguel Otero Silva y concretamente a sus obras: Casas Muertas y Oficina Nº1, a fin de identificar cómo a través de este discurso se plantea una denuncia no solo a los gobiernos dictatoriales de Juan Vicente Gómez y de Marcos Pérez Jiménez, sino también a cómo marcaron el devenir del pueblo a través de sus personajes y sus espacios. En tal sentido, haremos primero un breve reconocimiento de cómo vivimos lo que llamamos la “modernidad petrolera”, luego, revisaremos brevemente el lugar de enunciación del autor y su desempeño como político y escritor -además de sus muchas otras facetas- y finalmente identificaremos en qué momentos concretos de las ficciones se deja ver la denuncia que se plantea a través del discurso.
1. La Venezuela moderna
El siglo XIX es en Venezuela, como en el resto del continente, el de la modernidad anunciada y no concretada. Pero este siglo es todavía más llamativo si se tiene en cuenta que es un período de dictaduras y revoluciones recurrentes. Se puede tomar la adaptación histórica que hace el profesor Guillermo Morón, al decir que el “siglo XIX de la modernidad” se da en Venezuela de 1830 a 1936.
El Estado venezolano, la nación venezolana, la república y el pueblo venezolano histórico actual, ya debidamente configurado, se conforma en ese período que tendría que haber sido el de la historia moderna. Pero en la práctica, en esos 105 años, desde la toma del poder de José Antonio Páez hasta la muerte de Juan Vicente Gómez, no hay modernidad. Sólo una vasta y áspera lucha por sobrevivir como Estado y como pueblo⁸.
Gómez gobierna directa e indirectamente al país por un lapso de 27 años; solo su muerte lo separa del poder. Construye un régimen sólido, soportado por la elite y la oligarquía caraqueña. Rodeado de intelectuales que permitieron darle un barniz legal a muchas de sus ejecutorias, al tiempo que justificaban su poder.
En estos años Venezuela sufre importantes transformaciones. Finaliza el caudillismo al imponerse él como único caudillo en un país que entiende como su hacienda. Se empiezan a construir vías de comunicación para que sus tropas puedan circular, lo que facilita la integración territorial. El surgimiento de Venezuela como país explotador de petróleo empieza a impulsar años más tarde un proceso de transformación de una economía agrícola y pecuaria a una en la que la energía será, a la postre, su gran soporte. Esto genera una migración del campo a la ciudad, en busca de mejores trabajos y condiciones de vida, lo que cambia las estructuras sociales del país. En este marco se ambientan las novelas de Miguel Otero Silva Casas muertas y Oficina Nº1.
Es un periodo de falsa paz, conseguida a través del miedo y la persecución; el silencio que un solo hombre impone a un país entero. La limitación de la libertad de expresión y de opinión y la represión obligan a muchos intelectuales a ir al exilio e impiden al país recibir la influencia del mundo y de las nuevas ideas. Es una etapa de retraso cultural y aislamiento para Venezuela, por lo que el progreso le queda muy lejos en un momento de grandes cambios en el mundo.
El gobierno de Gómez instala un sistema de represión que coarta la libertad de prensa y genera un número importante de presos políticos, además de hacer de la tortura su arma más eficaz para acallar voces rebeldes. Emerge la Generación del 28, y se planta en críticas contra la dictadura⁹. Miguel Otero Silva recrea las acciones de este grupo de activistas, al que perteneció, en su novela Fiebre (1940).
La dictadura de Gómez, véase por donde se vea, fue un momento largo y determinante de la historia reciente que estableció una serie disparadores para lo que sería el desempeño posterior de la sociedad venezolana:
Parece como si toda la historia anterior hubiera preparado los elementos para que terminara Venezuela con esa montura de 27 años, clave en su destino pasado y clave en su destino futuro. Gómez termina un proceso de consolidación nacional, profundizando las raíces del país, pegando a su suelo todos los componentes sociológicos, claveteando en una sola mesa nacional todas las regiones, recogiendo en un solo curso la diversidad y la anarquía. La Venezuela que comenzó en 1830 llega, unificada, como dominada y sometida, a 1936. Y al mismo tiempo de esa unidad severa, de esa domesticación, de ese duro remache, surgió el nuevo destino contemporáneo¹⁰.
También se desarrolla durante estos años, gracias al trabajo inhumano de los presos –entre los que se hallan muchos opositores del régimen– parte de la red de carreteras que hoy –con ciertas mejoras– sigue comunicando todo el territorio nacional. A esto se hace referencia en el recorrido de alguno de los personajes de Casas muertas y Oficina Nº1.
2. Miguel Otero Silva: un político prestado a las letras
Miguel Otero Silva nace el mismo año que Juan Vicente Gómez se instala en el poder e inicia la dictadura más larga de la historia de este país. Bajo este régimen vive los primeros veintisiete años de su vida. Tanto su abuelo materno como el paterno fueron activos críticos del gobierno de Cipriano Castro y de los demás políticos de la época, lo que les vale años en una prisión devastadora de la que salieron prontos a morir.
Miguel Otero Silva se muda a Caracas tras la muerte de su madre. Allí tiene contacto con la juventud de la generación del 28 y quienes serán la clase política de los años venideros. En 1925 ingresó a la UCV para estudiar Ingeniería, por exigencia familiar, pero muy consciente de su vocación literaria que ya se había manifestado en la escritura de poesías a los 14 años. Años después, Otero Silva declara que no ejercerá otro oficio que el de periodista y literato. A partir de entonces publica en la revista Elite y en los semanarios Fantoches y Caricaturas.
Su vida universitaria no lo convierte en el ingeniero que no quería ser, pero le da la ocasión para comprometerse con la política. En 1927, se hace parte de la Junta Directiva de la Federación de Estudiantes de Venezuela, que será el punto de partida para los sucesos de la Semana del Estudiante en 1928.
Otero Silva figura entre quienes se entregaron a las autoridades para solidarizarse con los líderes que caen presos después de la revuelta de la Semana del Estudiante. Esto le significa doce días de cárcel en el Castillo Libertador de Puerto Cabello, en el que se consolida aún más el grupo de jóvenes que asumirían la lucha contra la dictadura Gomecista.
Este contundente grupo de intelectuales, políticos, artistas, escritores, poetas y periodistas, son los mismos que construyen el campo cultural, al punto de que la novela, el ensayo, el cuento –como ya hemos sugerido– se produzca con los ojos siempre atentos al devenir histórico, a la realidad en la que viven activamente los escritores. Miguel Otero Silva es un excelente representante de esta condición: se hace periodista, escritor, humorista, y toda su obra viene determinada por su ideología política, por la denuncia ante gobiernos dictatoriales e injusticias sociales.
Después de un largo exilio y tras la muerte de Gómez, vuelve al país en 1936, ansioso “no a disfrutar de una libertad democrática que apenas asomaba hipócritamente con inmensas limitaciones, sino a poner a prueba lo que consideraba un modelo de redención de los males de su país”¹¹, para lo cual se ha formado a profundidad durante su estadía en Europa y Trinidad.
Como consecuencia de su consolidación como líder de izquierda, desde 1937, Otero Silva pasa a la clandestinidad y luego al exilio. Se consolida como escritor de ficción y poesía desde la profunda preocupación por una realidad injusta: “dos tendencias [que] rara vez estarán ausentes en su escritura: el carácter testimonial y el realismo social (que no es sinónimo, sino acaso un hermano bastardo de lo que el estalinismo llamó realismo socialista)”¹².
Para el autor, desarrollarse en la prosa o en la poesía son ocasiones para hacer llegar su ideología a la gente, él mismo lo dice en una misiva a su futura esposa María Teresa Castillo, recogida por Argenis Martínez: “para mí sería de mucha mayor importancia triunfar en la novela que triunfar en el verso. Las razones son claras: mayor alcance de género, mayor número de lectores, mayor autoridad, mayor facilidad de tratar diversas cuestiones fundamentales”¹³.
Miguel Otero Silva produce en 1937 su primera versión de la novela Fiebre¹⁴, fundamentada en las experiencias de la Generación del 28, y recibe la crítica favorable desde varios países del continente. Esta novela será reescrita cuarenta años más tarde, incorporando en ella las distintísimas opiniones de veintiocho de los protagonistas de las historias que en ella se relatan. Según Manuel Caballero, este es “el primer y casi único testimonio literario de una de las hazañas civiles más importantes de la historia venezolana, que señaló el rumbo que ella habría de seguir una vez muerto el tirano”¹⁵.
La intensa participación de Otero Silva conjuntamente en el ámbito político e intelectual se manifiesta también en la creación del diario El Nacional, en 1943:
la literatura y el periodismo siempre han navegado juntos en mi sangre, nunca se han diferenciado de un todo dentro de mi cabeza. Cuando he trabajado como periodista, he procurado hacerlo sin escamotear mi condición de escritor; y cuando escribo novelas o poesía, no logro arrancarme, ni deseo arrancarme mis mañas de periodista¹⁶.
Posteriormente rechaza el golpe de Estado que dan militares y civiles para instalar la Junta de Gobierno que terminará propiciando la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Esta dictadura significa para Otero Silva y su periódico un período de ataques y represiones contra un espíritu crítico y reaccionario.
La producción literaria de Otero se reduce a su proyección periodística y a una sola novela hasta el año de 1955 cuando se publica su segunda novela Casas muertas, manifestación de una preocupación por el profundo cambio económico que experimenta Venezuela. En 1961 aparece la secuencia de Casas muertas: Oficina Nº1, que en conjunto reflejan el fin de lo agrario y el nacimiento de la nueva economía petrolera. Estas dos novelas están referidas a los últimos años de la dictadura de Gómez y las primeras explosiones petroleras con su determinante impacto.
Este aumento de la producción literaria se mantiene al punto de que en 1964 publica La muerte de Honorio, con la que traslada la mirada a los reprimidos de la dictadura perezjimenista y escribe una novela con la rigurosidad periodística de un reportaje. Seis años más tarde, Otero Silva mantiene su preocupación por la Caracas violenta y en esta oportunidad, con un estilo mucho más novedoso de lo que había logrado en sus obras anteriores, hace una fotografía viva de la Caracas de los 60 con su nueva configuración social y su ya caótica dinámica de capital del mundo. Esta novela se inscribe entre las que relatan la llamada “década violenta”¹⁷.
Pero lo más característico de Otero como novelista es que es un verdadero representante de la tesis de que la literatura venezolana es profundamente realista. Es un escritor y político que no puede dejar de hacer una cosa cuando hace la otra: “llevar la experiencia de vida a la literatura va a ser uno de los objetivos fundamentales de Miguel Otero Silva (…) Creía que podía comunicar los sucesos que le ocurrieron a través de la novela, que muchas veces intenta calcar la realidad”¹⁸.
3. Literatura y dictadura: Casas muertas y Oficina Nº1
En el complejo panorama de la dictadura de Juan Vicente Gómez, con el fin de la economía agraria y un incipiente desarrollo petrolero e industrial, se inscribe la historia de Casas Muertas (1955)¹⁹. La ficción, en la que apenas sucede algo, muestra a través de la decadencia de un pueblo de los llanos venezolanos un momento de la historia reciente del país en la que –por decirlo de modo resumido– la sociedad apenas sobrevive al cambio.
Del total de siete novelas que escribe el autor, cinco –Fiebre (1939)²⁰, Casas Muertas (1955), Oficina N°1(1961), La muerte de Honorio (1963) y Cuando quiero llorar no lloro (1970)–, responden a “una voluntad manifiesta de crear un fresco ficcional de la historia de Venezuela, entendiendo ésta como decurso de los distintos agentes (la política, el acontecer social, la cultura, etc.) que conforman una realidad nacional”²¹.
Otero Silva escribe y publica en una época de otra dictadura, de otra crisis política, en la que persiste su actividad como actor contrario al régimen. Las novelas que estudiamos, publicadas entre 1955 y 1961, recrean la Venezuela de la dictadura gomecista al tiempo que autor y lector se hallan en medio del fin de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez (1952-1958)²². El lugar de enunciación de Otero Silva es muy particular porque para ese entonces ya ha fundado el periódico y en el ejercicio del periodismo mantiene activa su lucha política. No cuenta la historia del pasado desde su retiro, sino que lo hace en medio de una realidad determinada por fuertes presiones políticas, en la que se mantiene en completa vigencia sus ambiciones de liberar a la población de las recurrentes injusticias.
Para el lector ocurre lo mismo. Vale la pena tener en cuenta la lectura que hace Marcotrigiano, quien asegura que en su primer acercamiento a la obra la calificación de dictador “sólo la tenía más o menos clara con la referencia al general Pérez Jiménez”²³. Esta singularidad contribuye a convertir estas novelas más en discurso político que en meras ficciones, puesto que naturalmente las separan de su desprevenido carácter de “reseña histórica” desde que el lector se ve naturalmente orientado a entenderlas como narración de lo que la dictadura le ha hecho al pueblo venezolano y de lo que éste ha tenido que hacer para defenderse. Se establece un entramado de tensiones entre la realidad perezjimenista y la gomecista y cualquier otra –como la actual–, en la que apelar a las ansias libertadoras sea posible y necesario.
Esto responde a la intención que mencionábamos antes del autor a hacer cierta de “propaganda” en el discurso narrativo. Hoy en día leer Casas Muertas y Oficina N1 nos toca la misma fibra que tiene sensible el que vive un régimen dictatorial.
Como el mismo Otero Silva lo declara, sus novelas están ambientadas en determinados momentos históricos que a él mismo le tocó vivir y en los que participó protagónicamente, de manera que no pueden leerse sin tener en cuenta que las referencias de tiempo y espacio están sujetas a la realidad que el autor estudió y documentó con vocación periodística²⁴. Son en definitiva, herramientas de crítica:
Todas mis novelas son literatura de denuncia. Fiebre es una denuncia del sistema y del terror gomecistas; Casas muertas es la denuncia del mal morir de una ciudad aniquilada por el paludismo, el gamolismo y las guerras civiles; Oficina N°1 es la denuncia del mal nacer de una ciudad al rescoldo de la explotación minera imperialista²⁵.
Casas muertas y Oficina N° 1 pueden ser leídas en conjunto puesto que relatan la historia del tránsito de Carmen Rosa Villena, que sale de un pueblo agrícola moribundo –alejado ya de la referencia de la naturaleza fecunda– a un recién fundado poblado alrededor de un pozo petrolero –semilla incipiente de las nuevas ciudades–. La primera ficción relata la muerte del pueblo agrícola, mientras la segunda, el nacimiento del petrolero.
Estas novelas son historias de los lugares: Ortiz y Oficina N°1²⁶, que son presentados, construidos, recreados y levantados en la ficción por un autor profundamente comprometido con el quehacer nacional:
Una descripción del espacio revelaría el grado de atención que el novelista concede al mundo y la calidad de esa atención: la mirada puede detenerse en el objeto descrito o ir más allá. La descripción hace expresa la relación, tan fundamental en la novela, del hombre, autor o personaje con el mundo que le rodea: huye de él, lo sustituye por otro o se sumerge en él para explorarlo, comprenderlo, cambiarlo o conocerse a sí mismo²⁷.
3a. Casas Muertas: el fin del relato del llano
La ficción se ubica en un pueblo real, Ortiz, que aún existe en medio de los llanos venezolanos. Esta condición puede asociarse a la todavía presente influencia del regionalismo de Rómulo Gallegos, donde el llano es el ambiente propicio para la representación de la nación, y para –inclusive– valorar desde allí el ingreso a la vida urbana que ya empieza a ocupar la atención de los literatos. No es casual que Otero Silva haya elegido la llanura para recrear Casas Muertas:
Pues esa realidad geográfica de la tipología paisajística venezolana, estrechamente vinculada a la agricultura nacional, se vio en extremo sacudida por el giro que toma la economía de Venezuela bajo la presión de las extracciones petroleras. El llano se erige, entonces, en símbolo de la realidad –telúrica y económica– de Venezuela²⁸.
Se separa sin embargo de las ficciones regionalistas en el hecho de que su planteamiento no presenta soluciones ni posibles salidas a la difícil situación del llano, sino que a través de lo que puede referir de ello problematiza una realidad y la hace crítica social. El mismo Otero Silva declara que sus obras no presentan soluciones –como Gallegos, que crea una propuesta de país– “porque eso sería meterme a moralista, predicador social o algo por el estilo (…) mis novelas no aportan soluciones por la sencilla razón de que nuestra historia todavía no las ha encontrado”²⁹.
Y así, en el discurso de quien cuenta el pasado de gloria comienza Ortiz a derrumbarse: “Llegó la fiebre amarilla en el 90. En seguida aparecieron el paludismo, la hematuria, el hambre y la úlcera. Se esfumaron los airosos contornos del padre Franceschini. La espléndida iglesia quedó a medio construir, desnudos los ladrillos de las paredes, arcos sin puertas, ventanas sin hojas”³⁰.
Es recurrente no sólo el epíteto “la flor de los Llanos”, también lo son las referencias históricas y geográficas que concuerdan con el pasado y la constitución de la Venezuela del siglo XX:
–La última gran fiesta de Ortiz –precisaba el viejo Cartaya– fue en el 91, cuando Andueza preparaba el continuismo. Carlos Palacios, primo de Andueza, lanzó su candidatura a la presidencia del Guárico y lo festejó con bailes y terneras que hicieron época (…) Y ni Andueza pudo reelegirse, ni Carlos Palacios llegó a presidir el Guárico, porque no se lo permitió mi general Joaquín Crespo, de Parapara³¹.
Joaquín Crespo, uno de los principales caudillos de la historia de Venezuela es llanero, nada más y nada menos que de Parapara. Su importancia se deja ver en la voz de un personaje: “–Y desde que lo mataron –concluía Cartaya– hubo que borrar del lenguaje venezolano la palabra ‘caudillo”³².
El autor no desperdicia ocasión para fijar posición frente a los gobiernos y rumbos que ha tomado la historia de Venezuela. Su obra es una plataforma de denuncia y un ámbito propicio para promover sus ideas. La muerte de Ortiz es la muerte del pueblo venezolano que agoniza frente al fin de la economía agraria y a la ineficiencia de un gobierno autoritario. No pierde ocasión de relacionar el momento de esplendor del pueblo con la época de gobierno del caudillo, que como en todo gobierno personalista hace girar los recursos en torno a sus predios. Así se cuenta la historia:
Ya había pasado la fiebre amarilla pero el paludismo comenzaba a secarle las raíces a la ciudad llanera. Sin embargo, bajo la presidencia de Crespo, parapareño que es casi como decir orticeño, vivió Ortiz horas de fugaz esplendor, debatiéndose contra un destino que estaba ya trazado. El doctor Núñez, secretario general de Crespo, había nacido en el propio Ortiz. En su casa, ‘La Nuñera’, se celebraron grandes banquetes a los cuales asistió Crespo en persona en más de una ocasión. Cartaya recordaba al caudillo lanero, montado en un caballo blanco, resuelto a colear un novillo entre los tranqueros de la calle real³³.
Otero Silva se inscribe –aunque la crítica no siempre lo califique así– en la corriente del realismo social, en el que lo más importante es hacer denuncia sobre la realidad. Esta tendencia se canaliza hacia la construcción del nuevo cronotopo de Arcadia que está en decadencia y del que deben participar todos los escritores de la época. Casas muertas y Oficina N°1 son parte de esos primeros intentos de construir la nueva referencia al campo.
El autor hace uso de la imagen real de los pueblos abandonados para asociarla con la muerte –a diferencia de Gallegos o Lazo Martí que cantan a la vida en la llanura– y la usa de imagen de fondo para mostrar el momento del éxodo rural por la crisis del campo, además del terrible abandono sanitario al que estaba sometida la población en manos del dictador.
A lo largo de la novela, es muy evidente que el autor está interesado en presentar críticamente la realidad y muy limitadamente en reivindicar causas y propuestas de nación. La muerte de Ortiz es una abierta denuncia al abandono en el que ha caído un amplio sector de la población a manos de un gobierno dictatorial, autoritario y personalista que no ha podido canalizar convenientemente el fin de la economía agraria.
Así lo dice, de modo lapidario, uno de los presos que pasa por Ortiz en el autobús que viene de Caracas: “Yo no vi las casas, ni vi las ruinas. Yo sólo vi las llagas de los hombres”³⁴: la frase deja en evidencia la metáfora; las casas muertas son las vidas que terminan. Es un símbolo de una denuncia política: “se están derrumbado las casas, como el país en que nacimos”³⁵. Con cada casa que cae, con cada pueblo que muere, muere el país.
Y con la muerte de Ortiz también se sugiere el fin del cronotopo de la llanura triunfante, de la tierra prometedora de Bello y Gallegos, del mito de la civilización del campo, para dejar paso –en el marco del realismo social– a la verdadera modernización del país: la malnacida modernidad petrolera.
3b. El umbral: la puerta del Llano
Ortiz adquiere carácter de símbolo cuando, en determinado momento de la ficción, se le otorga la denominación de puerta del Llano, lo que le da carácter de lugar de paso: “Ortiz derrumbada seguía siendo el hito forzoso en el camino de los Llanos”³⁶. Es un punto de cruce obligado en el que se presenta la muerte y la desolación.
Para comprender este símbolo conviene definir los espacios que separa: en primer lugar llama la atención que no existe una “puerta” para ingresar a Ortiz, sino que es Ortiz un umbral entre el camino recorrido desde Caracas –la capital en la que se dan las rebeliones– y el camino hacia la cruenta realidad de Palenque, en el que se encuentran los presos políticos. Ortiz no es un portal que se quiera cruzar, puesto que no señala un camino agradable; es, tristemente, un pueblo convertido en nada más que un lugar de paso.
En el tránsito de los estudiantes presos es cuando se deja explícita la calificación de Ortiz como puerta del Llano. Los presos ignoran el destino del autobús. Se trata de un recorrido que parte de un lugar reconocido y bien identificado, hacia un destino recóndito que no puede significar sino el horror y la muerte. En esa ruta está como punto medio Ortiz, un lugar que aunque podría funcionar de terreno neutral, pronto se convierte en el presagio de un destino funesto: “Tan sólo vislumbraron el destino que les aguardaba cuando el autobús abandonó la carretera que iba en busca del mar y torció bruscamente hacia los llanos. Entonces uno de ellos dijo simplemente: –Éste es el camino de Palenque”³⁷. Esta es también una condición propia del umbral, la de advertir un peligro por venir.
El recorrido del autobús en el que viajan los presos permite también ampliar la perspectiva hacia lo nacional, porque se describen con detalle los sitios reales por los que transita:
Era la primera parada desde la víspera, cuando salió de Guatire, mucho más allá de Caracas con su cargamento de presos. Había atravesado en la noche y a gran velocidad las desiertas calles mudas de la capital. Tomó después el rumbo de los Valles de Aragua, hasta caer en los Llanos dando tumbos, con el motor a toda marcha³⁸.
El fenómeno particular de la insurrección, con el que se renueva el espíritu de Sebastián, concreta la idea de la pequeñez del pueblo frente a las empresas nacionales. La insurrección nace de modo caricaturesco. Ortiz muere y apenas puede participar, en su agonía, de la realidad nacional. Cuando Sebastián se hace consciente de la injusticia que se comete, se reconoce poca cosa en el medio de la nada que es Ortiz “¿Qué podía hacer Sebastián solo, desarmado, habitante de una región palúdica y sin gente, contra la implacable, todopoderosa, aniquiladora maquinaria del gobierno?”³⁹. Como el resto de los estudiantes, Sebastián debería representar ese futuro prometedor que amenaza al sistema imperante y que por eso significa un peligro que el dictador enfrenta de modo tan retador. Esta idea de justicia conquista su alma, pero verdaderamente no tiene ninguna posibilidad de emerger de su realidad para incorporarse en una lucha patriótica.
Como afirma Ana Teresa Torres: “Lo interesante de esa lectura del país que aquí se propone es que la narración se centra en una insignificante y minúscula población, a la que llegan lejanos ecos de que el poder está en otra parte, en un lugar que casi no tuviera que ver con ellos, del que poco o nada saben”⁴⁰.
Las ansias de Sebastián por hacerse héroe no pueden tener más peso que el propio de un pueblo llanero moribundo y abandonado; la política no puede ser el centro de la poquísima vida de aquel lugar: “Las conversaciones de Cartaya, la señorita Berenice, Carmen Rosa y Sebastián no trascendían un metro más allá de los helechos de la casa Villenera”⁴¹.
Que el pueblo se presente de modo tan insignificante justamente cuando se hace referencia al imponente poder del gobierno es ocasión para denunciar la honda injusticia que está viviendo en la Venezuela de su época -el momento en el que se publica y lee la novela-, la de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez.
No deja de ser contradictorio que los estudiantes, que van camino a la tortura, presten preocupada atención a la agonía de Ortiz. Es tan impresionante la realidad del pueblo que termina siendo objeto de la compasión de los jóvenes. Esto no es más que una paradoja: en el autobús de los insurrectos, después de pasar por Ortiz, ya “no se hablaba de la propia desventura sino de la ya consumada desventura de Ortiz y su gente”⁴². La pena que les espera a los estudiantes condenados no es nada frente a la muerte que día a día va acabando con Ortiz; o quizá es más bien que ven allí una manifestación de su realidad futura:
–¡Qué espanto de pueblo! Está habitado por fantasmas⁴³.
Y el del sincero rostro redondo:
–¿Y las casas? Más duelen las casas. Parece una ciudad saqueada por una horda.
Y el mulato corpulento, estudiante de medicina:
–Una horda de anofeles. El paludismo la destruyó.
Y el de nariz respingada y ojos burlones:
–¡Pobre gente! Y se les nota que son buenos.
Y el que llevaba el sombrero de Sebastián:
–La gente siempre es buena en esta tierra. Los malos no son gente⁴⁴.
Es una desgracia frente a otra: un país en ruinas frente a la injusticia de la dictadura torturadora. Y de alguna manera realidades que dialogan entre sí reconociendo su conexión de que una es consecuencia de la otra y también causa. La figura de los estudiantes también le da sentido a la idea de miniatura frente a inmensidad, porque solo es posible establecer la relación entre lo grande y lo pequeño si hay alguien desde afuera que pueda apreciarlo. La dictadura luce fuerte y poderosa frente a unas fuerzas debilitadas de un país que clama de hambre y muerte.
Las noticias que llegan a Ortiz sobre los revolucionarios están todas asociadas a lugares, un más allá, un afuera que pareciera tener más posibilidades que las propias para enfrentarse: “El general Gabaldón se alzó en Santo Cristo”; “Norberto Borges respondió en los Valles del Tuy”; “Los desterrados venezolanos tomaron Curazao e invadieron Coro”; “Se espera una expedición en grande, con barco y todo, que viene de Europa”⁴⁵. Son noticias con nombres y apellidos, con referencias reales, no es un levantamiento anónimo.
No estamos en presencia de grandes gestos heroicos, ni de complejas intrigas políticas; sino de pequeños seres, que en la soledad de un pueblo en estado de desaparición, han escuchado hablar de que hay gente que se está alzando contra el dictador. Lo han escuchado de la misma manera lejana y maravillada con la que han escuchado hablar de todo lo que no conocen: Caracas y el mar⁴⁶.
3c. Fin de la dictadura
La muerte del general Gómez y el fin de la dictadura se “cuenta” en Oficina Nº1. Estando las Villena instaladas en el emergente pueblo petrolero, llegan las noticias. Dado que la novela se desarrolla en el primer tercio del siglo XX, la muerte del general Gómez aparece como un momento determinante dentro de la ficción. Pero se plantea también en términos que conviene rescatar para la valoración de la confección de los microcosmos en el momento de tránsito que vive la democracia venezolana.
La noticia viene, como siempre, desde afuera, cargada en un carro desde Maturín, en un camión desde Ciudad Bolívar:
“–¡Se murió!
–¡Se murió el general!
–¡Se murió el general Gómez!”⁴⁷.
Los datos aparecen en boca de estudiantes y liberados que recuerdan la figura de Sebastián. Toda la noticia se centra en la libertad, en la liberación de los presos, en despojar espacios –con violencia– y hacerlos propios…
Ante la posibilidad de que los estudiantes, con su discurso, vengan a irrumpir también en Oficina N° 1, míster Taylor define todo el lugar no como ciudad, sino como “sitio de trabajo”. Los demás no son ciudadanos, políticos; son “un grupo de técnicos, geólogos y obreros, venezolanos y extranjeros, que estamos realizando una labor industrial, totalmente apartada de la política”⁴⁸. Oficina N° 1 no es ni tiene intenciones de ser una ciudad, tanto así que su comisario no depende de la Gobernación, sino de la propia Compañía. Quieren ser –en este momento particular– un sitio neutral, donde el trabajo –la explotación– sea el único régimen de vida. Eso explica la inexistencia de tradiciones, de ritos. El poco sentido de las vidas de quienes llegan a poblar el lugar depende únicamente de la utilidad que representan en el orden que ha establecido la Compañía. Por eso, solo quiere participar como espectador: “la Compañía se complacerá mucho en presenciar esa transformación”⁴⁹.
El autor muestra la caída de la dictadura y la utiliza para mostrar la lejanía que hay entre los intereses particulares de los extranjeros explotadores y el devenir político nacional. No es que para Otero Oficina Nº1 esté desligada de la historia, sino que quienes vinieron a desarrollar la industria petrolera son tan ajenos a nuestra idiosincrasia que bien pueden vivir a espaldas de los cambios en los ámbitos políticos, mientras con ello se aseguren su participación “pacífica” en el negocio.
En este pueblo –que aún no es pueblo y parece no querer serlo– la autoridad, quien representa a todos los pobladores no es un alcalde, un gobernador, un concejal… es míster Taylor, representante de la Compañía, que en definitiva tiene el control sobre el lugar.
Nada ocurre, a pesar de la mirada incrédula de Secundino Silva, Luciano Millán y Pancho Marcano: “¿Y eso es todo lo que va a pasar en este lugar mientras el país se sacude de un extremo a otro, mientras la muerte del tirano cambia decisivamente el rumbo de nuestra historia?”⁵⁰. Venezuela vive un hito dentro de su historia y Oficina N°1, sea lo que sea, no participa de ello. Mr. Taylor quiere dar a entender –por interés económico– que es un espacio neutral, pero la misma novela denuncia que no existen los espacios neutrales: el cambio está servido.
Pero la ciudad petrolera emergente sigue en el plano de lo insignificante. Así responde Millán: “¿Y qué quieres tú que pase? Esto no es sino un puñado de chozas de bahareque y moriche, que no llegan a treinta, cuatro casas portátiles de los americanos, un campamento de lona y un taladro”⁵¹.
No son éstas historias que atiendan particularmente el aspecto psicológico de los personajes, sus maneras de ver el mundo; son ficciones que se fundamentan en hechos reales y que le dan carácter protagónico a esos hechos y a su repercusión en la vida de los colectivos. Como ya se ha sugerido, a Otero Silva le interesa presentar el “reflejo de la realidad venezolana más o menos vivida o presenciada”⁵². De manera que su valor como testimonio no nos interesa, pero sí la noción de que los microcosmos fueron construidos para ser consistentes con la realidad, y con el propósito de que se constituyan en elementos críticos de ella.
4. A manera de conclusión
Son estas dos obras una manifestación muy evidente de cuatro ideas centrales:
La primera, que para literatura venezolana -y me atrevería decir que para todo el discurso cultural-, la realidad y el devenir histórico ha sido un elemento siempre presente. Nuestra historia, tan rica en eventos, tan dura y cruel en ciertos momentos y tan radiante en otros, es la historia de nuestras almas, de cada hombre y mujer que a fin de cuentas son los personajes que se recrean para vivir cada ficción. Tenemos una historia muy viva que querámoslo o no se refleja en las vidas de tantos personajes y de tantos ambientes y espacios recreados en nuestras ficciones.
En segundo lugar, que tenemos políticos literatos y literatos políticos, que tenemos expresiones artísticas llenas de la vida de nuestra historia y tenemos una historia contada muy artísticamente. La vida de un autor como la de Miguel Otero Silva nos muestra un ciudadano completo que no solo respondió a su vocación política y social, sino que viendo que tenía vocación de escritor, quiso y supo encaminarla a la defensa de sus ideales y a la comprensión del momento histórico que le tocó vivir.
En tercer lugar, que la literatura funciona como un discurso que bien puede hacer crítica de la realidad a través de los mecanismos que le son propios. Se ve concretamente en las novelas estudiadas y el autor al que hacemos referencia. El autor se encuentra en un momento histórico posterior al que narra, pero ambos momentos son momentos de dictadura. Entonces el texto hace alusión a un momento pasado concreto y al mismo tiempo llama la atención y de alguna manera denuncia y llama la atención sobre el momento actual. Este es una especie de metadiscurso que refiriendo un momento, señala a otro a través de su propia esencia.
Y finalmente, podemos plantear una posible respuesta a la interminable inquietud sobre si la literatura cuenta o no cuenta la historia de un país. Ciertamente la literatura no puede asumirse como testimonio, ni como relato histórico; es una verdad que conviene asumir y repetir ante la recurrente confusión que suele darse entre estudiantes y jóvenes lectores que sienten que han descubierto la historia de Venezuela al encontrarse con relatos más bien literarios. Sin embargo, hay que reconocer que en obras como estas, en las que además hay una previa investigación periodística y una intención de cierta propaganda, se puede reconocer la preocupación de un hombre de su época. Y se puede reconocer en sus personajes, en sus ciudades construidas y destruidas, en sus jardines nacientes y moribundos, en sus calles y en sus nuevas generaciones, el alma de un pueblo representada en una ficción.
Nuestras ficciones son parte importantísima de la construcción de la cultura de nuestro pueblo, de nuestra venezolanidad. Animar a las nuevas generaciones a descubrir en ella, destellos de nuestra historia reciente es un ejercicio valioso y muy constructivo en este momento en el que ocurren tantas cosas que de alguna manera los textos denuncian, deconstruyen y critican.
Referencias al pie de página
¹ Rafael Tomás Caldera, En busca de nuestra expresión (Caracas: Centauro, 2006), 39.
² Juan Liscano, Panorama de la literatura venezolana actual (Caracas: Publicaciones españolas, 1973), 35.
³ Esta preocupación por la realidad es calificada por Liscano como “realismo” pero no se corresponde con la estética realista.
⁴ Montero, La crítica social en la novela venezolana contemporánea (1936-1939) (Caracas: Tesis de maestría no publicada. USB, 1994), 58.
⁵ Juan Liscano, por ejemplo, sugiere tres períodos: “uno de inquietud soterrada y de ahogo que se extiende desde 1918 hasta 1928; otro de toma de conciencia revolucionaria que puede ser comprendido entre 1928 y 1958, y un tercero, hasta nuestros días, de acción, de activismo, de intentos de imponer soluciones extremas, de violenta disconformidad, de intransigencia literaria y política en los grupos más empeñados en destruir el sistema imperante” (Panorama de…, 13).
⁶ Orlando Araujo, Narrativa venezolana contemporánea (Caracas: Monte Ávila, 1988), 162.
⁷ Liscano, Panorama…, 30.
⁸ Guillermo Morón, Breve historia contemporánea de Venezuela (México: Fondo de Cultura Económica, 1994), 199.
⁹ Destacan de esta generación Jóvito Villalba y Rómulo Betancourt –además de Miguel Otero Silva-, quienes luego se incorporarán activamente en la vida política del país. Betancourt como presidente y miembro fundador del partido Acción Democrática. Villalba como fundador del Partido Unión Republicana Democrática y candidato a la presidencia en varias oportunidades.
¹⁰ Morón, Breve historia…, 227.
¹¹ Argenis Martínez, Miguel Otero Silva (Caracas: El Nacional, 2006), 50.
¹² Manuel Caballero, «Miguel Otero Silva» en Miguel Otero Silva: una visión plural, ed. Rafael Arráiz Lucca (Caracas: El Nacional, 2009), 11-19
¹³ Martínez, Miguel Otero…, 76.
¹⁴ La primera de sus novelas que inicia la escalera de títulos que a manera de juego va en ascenso continuo según el número de palabras: Fiebre (1); Casas muertas (2); Oficina Nº 1 (3); La muerte de Honorio (4); Cuando quiero llorar no lloro (5);
¹⁵ Caballero, Miguel Otero…, 15.
¹⁶ Miguel Otero Silva, Prosa completa (Barcelona: Seix Barral, 1976), 40.
¹⁷ Nieves María Concepción Lorenzo, La fabulación de la realidad en la narrativa de Miguel Otero Silva. Tesis de doctorado no publicada (Tenerife: Universidad de La Laguna, 2001), 32.
¹⁸ Laura Febres, “Miguel Otero Silva y una nueva generación” en Miguel Otero Silva: una visión plural, ed. Rafael Arráiz Lucca (Caracas: El Nacional, 2009), 46.
¹⁹ Según aclara Isidoro Requena, el tiempo de la novela puede calcularse entre 1909 y 1929 (1992, pág. 65).
²⁰ En 1971 el autor revisa y corrige el texto de Fiebre y vuelve a editarla con importantes cambios.
²¹ Concepción Lorenzo, La fabulación…, 8.
²² La dictadura de Marcos Pérez Jiménez empieza en 1952, después de cuatro años de gobiernos militares que se inician en 1948 desde que derrocan al último presidente electo democráticamente: el escritor Rómulo Gallegos.
²³ Miguel Marcotrigiano, M. (2012). Casas Muertas: circunnavegando islotes de memoria o de la lectura como actividad iniciática, 3. Recuperado el 15 de marzo de 2022, de https://www.academia.edu/427843/De_orilla_a_orilla._Estudios_sobre_literatura_espa%C3%B1ola_y_venezolana
²⁴ Otero Silva cuenta cómo se preparó para escribir Casas muertas: “Me fui a Ortiz, que para entonces estaba al borde del derrumbe total, busqué a los sobrevivientes de la época terrible, que eran muy escasos, y ellos me contaron cómo eran en esa época los árboles y los pájaros, qué se comía, cómo se vestían, qué canciones cantaban, y yo comencé a llenar cuadernos con sus confidencias” (Otero Silva, 1976, pág. 45).
²⁵ Miguel Otero Silva, Prosa completa (Barcelona: Seix Barral, 1976), 55.
²⁶ Dado que el nombre del pueblo es el mismo que el de la novela, se distinguen al presentar el de la obra en letras cursivas y el del poblado en formato normal.
²⁷ Roland Bourneuf y Râeal Ouellet, La novela (Barcelona: Ariel, 1975), 141.
²⁸ Concepción Lorenzo, La fabulación…, 113-114.
²⁹ Otero Silva, Prosa completa, 55.
³⁰ Otero Silva, Prosa completa, 20.
³¹ Otero Silva, Prosa completa,, 26.
³² Otero Silva, Prosa completa, 26.
³³ Otero Silva, Prosa completa, 26.
³⁴ Otero Silva, Prosa completa, 85.
³⁵ Otero Silva, Prosa completa, 85.
³⁶ Otero Silva, Prosa completa, 94.
³⁷ Otero Silva, Prosa completa, 79.
³⁸ Miguel Otero Silva, Casas muertas (Barcelona: Seix Barral, 1980), 78.
³⁹ Miguel Otero Silva, Casas muertas (Barcelona: Seix Barral, 1980), 88.
⁴⁰ Ana Teresa Torres, «Casas muertas», en ed. Rafael Arráiz Lucca, Miguel Otero Silva: una visión plural (Caracas: El Nacional, 2009), 87.
⁴¹ Lorenzo considera que la razón por la que la política no interesa a los habitantes de Ortiz es la “censura, el sistema represivo y de espionaje político instaurados por el absolutismo gomecista, que a su vez contribuía a la paz y orden anhelado por las empresas extranjeras” (Lorenzo, 2001, pág. 138).
⁴² Miguel Otero Silva, Casas muertas (Barcelona: Seix Barral, 1980), 83.
⁴³ La idea de pueblo fantasmal introducida por los estudiantes asocia este pueblo con la propuesta estética de Juan Rulfo, persistente en sus relatos, en particular en El llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955), en los que denuncia el mismo proceso migratorio en México.
⁴⁴ Miguel Otero Silva, Casas muertas (Barcelona: Seix Barral, 1980), 84.
⁴⁵ Otero Silva, Casas muertas, 90.
⁴⁶ Ana Teresa Torres, «Casas muertas», en ed. Rafael Arráiz Lucca, Miguel Otero Silva: una visión plural (Caracas: El Nacional, 2009), 88.
⁴⁷ Miguel Otero Silva, Oficina Nº1 (Caracas: El Nacional, 2001), 67.
⁴⁸ Otero Silva, Oficina Nº1, 68.
⁴⁹ Otero Silva, Oficina Nº1, 68.
⁵⁰ Otero Silva, Oficina Nº1, 69.
⁵¹ Otero Silva, Oficina Nº1, 69.
⁵² Miguel Otero Silva, Prosa completa (Barcelona: Seix Barral, 1976), 41.