Las nuevas reglas del juego. Cambio y continuidad en la lucha por la redemocratización de Venezuela – Miguel Ángel Martínez Meucci

Las nuevas reglas del juego. Cambio y continuidad en la lucha por la redemocratización de Venezuela – Miguel Ángel Martínez Meucci

Las nuevas reglas del juego. Cambio y continuidad en la lucha por la redemocratización de Venezuela

    Miguel Angel Martinez Meucci

El país enfrenta un desafío de proporciones gigantescas. Lo que se plantea no es solo un cambio de gobierno, ni un cambio de régimen, ni tan siquiera la recuperación del Estado; se plantea un cambio de proyecto nacional, una idea renovada de la nación. No es otra cosa lo que ameritan las consecuencias del colosal naufragio colectivo al cual nos ha conducido el chavismo, así como también las consecuencias no deseadas de la larga lucha acometida por una buena parte de la sociedad venezolana del régimen.

A pesar de la necesidad urgente que experimenta el país, la dimensión del reto es tal que difícilmente se puede avanzar sin dedicar, de modo paralelo, suficiente tiempo, energía y paciencia a una reflexión general, enraizada en las causas más profundas de la situación actual y orientada al largo plazo. Una reflexión que, dicho sea de paso, no puede salir de dos o tres cabezas. Necesariamente se trata de una reflexión nacional, un debate de amplias miras del que han de participar todas las fuerzas vivas de la Nación. No cabe duda de que requerimos respuestas y lineamientos para la acción, pero para ello es necesario hacernos las preguntas adecuadas y comprender a cabalidad los dilemas fundamentales.

A intentar contribuir con dicho propósito se orienta el presente ensayo, en el que primeramente se abordan las principales pérdidas que, como nación y sociedad democrática, ha experimentado Venezuela en los últimos años. En segundo lugar y con base a lo anterior, se intenta sostener el argumento de que nos encontramos ahora ante nuevas reglas generales del juego, al tiempo que se intenta caracterizar el perfil básico de estas. Posteriormente se pondera la importancia tanto de los factores internos como del contexto internacional en este cambio general de las reglas del juego. Queda así abonado el terreno para, en una próxima entrega, abordar algunos lineamientos para la acción a  mediano y largo plazo.

I. De las pérdidas sufridas

  1. Democracia liberal: de lo conculcado a lo que está por hacerse

Los cambios drásticos de las últimas décadas han acarreado pérdidas importantes en lo que concierne a nuestro perfil como  sociedad y como nación. Dichas pérdidas son en algunos casos subsanables, a veces incluso en su totalidad, pero en otros aspectos lucen eventualmente como definitivas, confrontarnos con la necesidad de innovar. ¿Qué cosas perdidas podemos recuperar y cuáles no? De igual modo, ¿qué cosas conviene recuperar, y cuáles conviene más bien dejar atrás? Un rápido repaso a este tipo de preguntas nos mostrará que, posiblemente, y como sociedad que lucha por un cambio, no contamos con consensos mínimos a la hora de darles respuesta, con lo cual mal podremos dibujar un horizonte de futuro hacia el cual encaminar un proyecto de reconstrucción nacional.

La primera pérdida, la más evidente desde todo punto de vista y sobre la cual existe ya un amplio consenso, es la pérdida progresiva  sostenida de la democracia y las libertades. El avance del chavismo se ha traducido, inexorablemente, en la implantación  de un régimen cada vez más autocrático, donde al individuo y a la sociedad civil se le han restringido sistemáticamente todos los espacios que le corresponden para el libre ejercicio de su autonomía. El carácter pretendidamente popular, mayoritario, plebiscitario o “democrático” del chavismo, celebrado durante muchos años desde la confusión o el interés compartido por multitud de políticos, académicos y toda clase de comentaristas, luce ahora, con toda claridad, agotado e inexistente. Prueba suficiente de ello proporcionan todos los índices de medición de la democracia (V-Dem, Polity IV, The Economist, etc.), los cuales coinciden en señalar al régimen chavista como un autoritarismo hegemónico desde 2016 en adelante.

Así como existe un claro -y a estas alturas, indiscutible- consenso en torno a la pérdida de la democracia y las libertades, existe también un claro consenso con respecto a la necesidad de recuperarlas. Obviamente, nos referimos aquí al consenso que hace falta entre los demócratas , en estricto apego a la búsqueda del bien, y no al consenso entre -o con- sus adversarios. Para los demócratas no es aceptable una Venezuela que, bien entrados como estamos en el siglo XXI, pueda edificarse en torno a un régimen autocrático. El norte, el objetivo fundamental en este sentido, es la recuperación de la democracia moderna, liberal, representativa, característica de las sociedades occidentales de nuestro tiempo.

Los disensos comienzan -a menudo inadvertidamente- cuando intentamos ir más allá de los puntos absolutamente generales señalados hasta ahora, cuando tratamos de conceptualizar tanto el tipo de democracia liberal que se nos ha conculcado como la que deseamos consolidar a partir de ahora. El disenso emerge, en buena medida, como resultado de la ausencia relativa de un léxico mínimo común, de preguntas que aún no consideran oportunas y de una oferta pública de ideas bien articuladas con respecto a estas problemáticas. Con frecuencia se justifican estas ausencias como consecuencia de la necesidad de mantener una unidad absoluta en la lucha contra la dictadura. No obstante, al tratarse de asuntos fundamentales, es inevitable que las discrepancias e incongruencias emerjan una u otra vez ante las exigencias que impone la realidad, mientras que la consecuencia de diferir estos debates es su tratamiento banal en las redes sociales, donde la simplificación, la ofensa y la polarización a menudo conducen el debate hacia estériles derroteros.

Al dejar de evadir la cuestión se constata que el debate se plantea, grosso modo, entre quienes fundamentalmente proponen la recuperación del modelo de democracia liberal anterior a 1998 y quienes se plantean su renovación. Mientras algunos asumen que es posible y deseable volver a la Venezuela de los años 70, 80 y 90, restaurando los mecanismos y las prácticas que imperaban durante aquellos años, otros pensamos que esa no es  ya una posibilidad a nuestro alcance  y que ni siquiera es deseable en toda su extensión. Si la opcion de recuperacion pasa, en resumidas cuentas, por implantar un orden fundamentalmente socialdemócrata en el que el Estado se erige como amortiguador universal de los conflictos sociales, operando como gran redistribuidor de las rentas y como “gran pagador de cuentas” de la sociedad venezolana, un modelo distinto – si lo es en realidad- pasaría en cambio por una democracia liberal en el que el Estado sea, ante todo, árbitro institucional y relativamente imparcial entre las disputas sociales, así como un gestor de las condiciones mínimas que permiten el ejercicio de una verdadera y libre autonomía individual.

Lo anterior no quita, por supuesto, que sea deseable la recuperación de los mejores aspectos del sistema que logró triunfar durante las décadas anteriores. Esto, no obstante, no implica una repetición de la receta anterior. Un sistema institucional distinto, capaz de generar resultados similares o mejores pero en términos más firmes y sustentables, contará con amplio apoyo popular. En este sentido, si tuviéramos que identificar cuales son los resultados más importantes que obtuvo la «Republica civil» (1958-1998), posiblemente me inclinaria por señalar los que cuentas, el saludable espíritu de moderación que el periodo democratico logró insuflar a nuestra sociedad. Esa moderación es considerada, desde la antigüedad más remota como una importante virtud republicana, una condición mínima necesaria para la vida armoniosa de la polis. Quizás no sea una exageración señalar que lo más sano, lo más importante y lo que más añoramos hoy de esas décadas sea ese espíritu singular, nada fácil de alcanzar por el cual lo venezolano llegó a constituirse -o por lo menos a consolidarse- como sinónimo de apertura, generosidad, pacifismo, afabilidad y convivencia.

A menudo se considera esa moderación como un atributo inamovible del temperamento o identidad nacional, un rasgo característico del modo de ser y existir del venezolano. No obstante, me parece un error identificar un determinado modo de ser – en términos antropológicos, sociológicos o culturales- con el difícil logro político que implica la concordia civil. A pesar de que la tendencia general ha sido la de creer que los venezolanos simplemente somos así, mi posición personal se inclina más bien hacia la idea de que la moderación sobre la concordia civil – ante cuya progresiva ausencia nos sentimos extrañados y nostálgicos, al menos quienes tenemos edad suficiente para recordarla- ha sido una difícil y progresiva conquista de la sociedad venezolana, un logro profundamente atado a ciertas coyunturas y procesos históricos que se combinaron favorablemente en la segunda mitad del siglo XX, en buena medida como consecuencia de la labor de un liderazgo preclaro, pero también de circunstancias estructuralmente favorables.

Por una parte, la labor incansable del liderazgo político que protagonizó los pactos políticos de los años 50 y 60 -especialmente el de puntofijo- fue, durante muchas décadas, el motor a partir del cual se edificó una sociedad que no estaba en absoluto «condenada a ser democrática». Sin la presencia de un liderazgo virtuoso como aquel, Venezuela perfectamente podría haberse inclinado por una sucesión de sangrientas dictaduras como las que proliferan en el resto de América Latina, o como las que habían abundado en su propio pasado. Por otro lado, la consolidación progresiva de dicha democracia se valió también del uso – razonable para aquel entonces, en las condiciones en que tuvo lugar, y a juzgar por la impresionante modernización de la sociedad venezolana- de un recurso providencial como fue el de la renta petrolera. La ciencia política se ha hecho cargo de esta realidad a través de los estudios de investigadores entre los que resaltan Karl¹ y Rey², quienes enfatizaron el papel esencial de la renta en el establecimiento de pactos y reglas de juego, limando asperezas hasta entonces irreconciliables y cargando al Estado con los costos de los distintos acuerdos intersectoriales de la sociedad democrática venezolana. En efecto, la presencia de este recurso, inesperado a principios del siglo XX, le permitió a la sociedad venezolana eludir el pago directo de una serie de bienes, decisiones y transacciones que, en otras sociedades, o bien corren por cuenta propia de cada quien, o bien son impuestos conflictivamente a ciertos sectores. Los venezolanos eludieron y conjugaron esos conflictos gracias a la riqueza común.

Después de todo, antes de que la renta petrolera se consolida y se emplea para sostener un amplísimo y generalizado sistema de beneficios y subsidios, la amabilidad del venezolano no le llevó a excluir de manera sistemática, por ejemplo, la violencia política recurrente durante las guerras del siglo XIX, esas guerras en las que tanto se asemejo Venezuela a otros países de la región y quizás por eso a día de hoy, cuando nuestro país ha caído a la posición de sexto productor de petróleo de América Latina, volvemos a ver como la cuenta ya no la puede pagar el Estado y los conflictos sociales recobran su virulencia, mientras la intolerancia parece ganar progresivamente el terreno que había ido perdiendo durante la República Civil. En consecuencia , pensar la democracia del futuro pasa por pensar cómo gestionan la sociedad y el Estado venezolanos estos conflictos sociales naturales en el marco de una gran incertidumbre con respecto al volumen y control de la renta.

  1. ¿Fin del “siglo petrolero” en Venezuela?

Lo anterior nos lleva a abordar otra de las importantes pérdidas eventualmente sufridas durante las últimas décadas: la condición de país con clara vocación petrolera. Señalar que Venezuela ha dejado de ser un país petrolero puede constituir aún, hasta cierto punto, una exageración. A fin de cuentas, la principal fuente de ingresos nacionales sigue siendo el petróleo, en un país que cuenta con, posiblemente, las mayores reservas de crudo del planeta. No obstante, podríamos  bien estar afrontando el fin del «siglo petrolero venezolano», al menos en los términos en los que lo hemos conocido hasta ahora. Bajo lo que Carrera Damas denomino el «proyecto liberal-democratico» venezolano³, implantado a partir de Punto Fijo, el petróleo fue empleado como herramienta, no solo de desarrollo y modernización cultural -como venía sucediendo ya en décadas anteriores-, sino también de democratización y concordia social. Dicha tarea no estuvo exenta de desviaciones populistas, pero el desarrollo del país durante la República civil es sencillamente innegable.

Muy por el contrario, durante los primeros años del proyecto chavista, el petróleo pasó a ser la herramienta del más descarado populismo, para luego convertirse, definitivamente, en instrumento de política exterior antidemocrática, de consolidación autoritaria, control totalitario y expolio generalizado. Hoy en día la industria petrolera nacional está destruida, con todos  sus taladros paralizados, los pozos abandonados, la infraestructura en decadencia y la proyección internacional de sus mercados completamente sometida a una política exterior de la que ha sido secuestrada la soberanía nacional. La frase atribuida a Milton Friedman, según quien «si pones comunistas a cargo del desierto del Sahara, en cinco años habrá escasez de arena» se ha cumplido para el caso de Venezuela con respecto a la producción petrolera (al chavismo le tomó 20 años).

Se trata de dos décadas de políticas económicas ocupadas en profundizar subsidios masivos con el propósito de establecer una amplísima clientela política, desquiciar el sistema de precios, quebrar al empresario criollo autónomo, lesionar el poder adquisitivo de la moneda nacional y restarle todo el valor al trabajo productivo. Después de semejantes políticas -desarrolladas paradójicamente durante el mayor boom de precios del petróleo-, la repentina y desordenada dolarización experimentada durante el año 2019 ha obligado al país a afrontar la más brutal  «sinceraciones de precios». viéndose así obligada la sociedad venezolana a aceptar  repentinamente las duras reglas de los mercados globales en los peores términos posibles. Tal como señalaremos más adelante, el país ha venido a experimentar ahora las consecuencias de una acumulación de muchos años de decisiones políticas -anteriores incluso al chavismo, algunas de ellas- por las cuales se negó obstinadamente a transformarse en una sociedad distinta y menos dependiente del Estado.

En las deplorables condiciones actuales, los costos y sacrificios que acarrea la negociación civil, democrática e institucional de los conflictos sociales ya no puede endosarse al Estado rico, petrolero benefactor. Muy por el contrario, la onerosa cuenta que se acumulo como consecuencia de querer diferir hasta lo imposible un más razonable reparto de los costos la ha terminado pagando -y no podía ser de otra manera- el grueso de la población. En condiciones trágicas, de hecho, tras haber entregado la dirección del Estado a una camarilla depredadora y autocrática. Se trata de una cuenta a tal punto impagable que son ya más de 5 millones los venezolanos que viven en el exterior, a menudo trabajando en las más difíciles circunstancias y sosteniendo a sus familiares en Venezuela con el envío de remesas en dólares.

De este modo, al romperse los insostenibles diques y amarras que el rentismo se empeñó en implementar -sobre todo tras la desquiciada gestión de los últimos 20 años-, el país se encuentra en pésimas condiciones para afrontar el peso de la realidad, al punto que su mismísima integridad como Estado soberano se encuentra en riesgo. Para el sistema político y de partidos, esta situación se tradujo en una progresiva pérdida de la coexistencia democrática. Así, la parcial pero relativamente operativa coexistencia política entre gobierno y oposición que se establece en los regímenes híbridos -Como el que privó en Venezuela entre 2003 y 2015, en parte financiada por las rentas públicas- dio finalmente pasó a un sistema plenamente autoritario, en el cual el sector que controla el Estado ya solo acepta convivir con un oposición leal y totalmente inofensiva para la dictadura, mientras persigue o anula a la que realmente apuesta por una democratización del país.

La renta petrolera dejó de ser así un instrumento de progreso y conciliación democrática para convertirse en herramienta de un proyecto autoritario, tal como sucede en la inmensa mayoría de los petroestados. No obstante, la gestión del recurso petrolero se corrompió de tal modo que la misma continuidad de la industria petrolera ha terminado comprometida, dando paso a un sistema de actividades económicas improductivas, en buena medida vinculadas con la acción del crimen organizado (contrabando, narcotráfico, lavado de capitales, extracción y comercialización ilegal de minerales preciosos, etc). En definitiva, tal parece que estamos ante el derrumbe progresivo de la economía política del rentismo petrolero , y ante el surgimiento de nuevas lógicas que se alimentan de una economía puramente extractiva, impropia de naciones en vías de desarrollo y por lo general asociada a países pobres, marcados por la presencia de estados frágiles y conflictos armados prolongados. En tales condiciones, ¿resulta factible retornar a la economía política que imperó durante la República Civil, o será necesario establecer las bases de un modelo sustancialmente nuevo, en el que el petróleo cumpla un papel distinto dentro de un Estado y una sociedad distintos? Aunque nos inclinamos por la segunda opción, la pregunta queda abierta, y su respuesta pasa en buena medida por comprender el tipo de Estado con el que contamos ahora.

  1. Las capacidades estatales

Un elemento central en esta dinámica es la pérdida de capacidades del Estado venezolano, al punto de que en la opinión  pública nacional se ha hecho objeto de debate la cuestión en torno a su carácter eventualmente fallido o particularmente frágil. Ahora bien, no hay claridad absoluta acerca de lo que son las capacidades estatales ni la fragilidad estatal. En ese contexto, ¿que hemos de entender por «capacidad estatal»? ¿Que se puede concluir con respecto al régimen venezolano al estudiar la evolución de las capacidades del Estado? semejantes dudas invitan a repasar tales conceptos.

Según la teoría política tradicional, de fuerte inspiración hobbesiana y weberiana, un estado fallido o frágil -y por ende, de bajas capacidades estatales- sería esencialmente aquel que se muestra incapaz de ejercer el monopolio legítimo de la violencia sobre la población que habita un territorio dado. No obstante, en el contexto de la democratización liberal del último siglo, la idea de capacidad estatal se ha ido asociando a los conceptos de gobernabilidad e incluso de gobernanza democrática; esto es, ha ido sumando -al control mediante el uso de la violencia- la idea de que las capacidades estatales implican tanto la eficacia en la implementación de servicios públicos básicos como la legitimidad de los gobernantes, e incluso el carácter democrático de dicha legitimidad.

Así, de acuerdo con la Crisis States Research Network (CSRN) un estado frágil es aquel particularmente propenso a experimentar crisis en uno o más de sus subsistemas, entendiéndose por crisis estatal una situación por la cual las instituciones vigentes son objeto de severas disputas y resultan potencialmente incapaces de manejar conmociones o conflictos⁴. A su vez, un estado fallido es aquel que experimenta un colapso por el cual resulta ya incapaz de preservar su seguridad básica, ejecutar sus funciones más elementales ni proteger su territorio y fronteras. Por su parte, Fund for Peace maneja funciones similares y elabora un índice anual de fragilidad estatal sobre la base de indicadores agrupados en varias categorias⁶, mientras que de acuerdo con la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE):

«una región o estado frágil tiene capacidades débiles para llevar a cabo funciones básicas de gobernanza y carece de capacidad de desarrollar relaciones mutuamente constructivas con la sociedad. Las regiones o estados frágiles también son más vulnerables a shocks internos o externos como ser crisis económicas o desastres naturales.

Otro modo de abordar el problema de las capacidades estatales lo ofrece Charles Tilly, quien -en el marco de su teoría sobre la democratización- la asocia tanto a la sujeción de las decisiones estatales a la voluntad popular como a la capacidad de los órganos del Estado para alterar las correlaciones de poder que existen entre los distintos grupos que conforman la sociedad. En consecuencia, literalmente define capacidad estatal como:

«The extent to which interventions of state agents in existent non-state resources, activities, and interpersonal connections alter existing distributions of those resources, activities, and interpersonal connections as well as relations among those distributions⁸».

Por su parte, Joel Migdal explica que esa estructura político-administrativa que es el Estado lucha siempre, frente a otras organizaciones sociales, por implantar una «imagen de una organización dominante coherente en un territorio»⁹ que pretende encarnar «una moralidad singular, una manera estándar, de hecho, la manera correcta de hacer las cosas». Esta pretensión, que pudiéramos denominar como de “hegemonía moral”, implica la identificación de lo legal con lo moral, lo cual a su vez conlleva la identificación de cualquier conducta social que contravenga las disposiciones del Estado como «delictiva» o «criminal»; esto es, «implica una conducta que no solo es ilegal sino también moralmente incorrecta”¹⁰. Desde este punto de vista, podríamos afirmar que la noción de capacidad estatal involucra, además, esa facultad más o menos efectiva de establecer los parámetros de la moralidad pública y del bien común. En este sentido, tanto Migdal como Fukuyama¹¹ señalan que, desde su génesis, la capacidad del Estado para ejercer su papel hegemónico depende en buena medida de la percepción que tenga la gente de que dicho aparato de gobierno realmente procura su bienestar, y de que en tal función es más eficaz que diversos tipos de «hombres fuertes» que, en una escala menor, suelen cumplir similares en sociedades pre-estatales. También Tilly se ha referido a este particular cuando señala que una función o atributo primordial del Estado es su capacidad para integrar, dentro de la política pública, a las redes personales de confianza -religiosas, económicas, culturales- que se desarrollan en la sociedad¹².

En definitiva, no todos los autores entienden lo mismo por capacidad estatal, con lo cual incluso pudiera darse la paradoja de que un Estado frágil de acuerdo con cierta definición pudiera no serlo desde otra. La diferencia es relevante a la hora de estudiar el caso venezolano actual, tan paradójico en lo que a capacidades estatales se refiere. Está claro que la debacle económica, social y administrativa de la Venezuela contemporánea no se explica por falta de recursos, ni por la presencia de situaciones particularmente comprometidas o de amenazas excepcionales. No deja de ser paradójico  que tras contar con un gobierno sumamente popular entre 2004 y 2012, así como con ingresos que se multiplicaron durante la década de altos precios de las materias primas -permitiendo la considerable ampliación del tamaño de Estado¹³-, la deuda externa se haya triplicado, el país haya dejado de autoabastecerse en numerosos rubros alimenticios, haya estallado un  largo ciclo hiperinflacionario y visto caer a la tercera parte el número de compañías industriales¹⁴. Precisamente cuando más
creció el Estado, el país desarrolló cifras de pobreza superiores al 80%, experimentó el desplome casi absoluto del poder adquisitivo, se convirtió en uno de los dos o tres países con mayor tasa de homicidios en el mundo entero y vio emigrar a casi un 10% de su población. Para finales del año 2019, y desde que Nicolas Maduro asumió la presidencia de la república, el PIB de Venezuela se había contraído en más de un 60%.

De este modo se constata que, por un lado, parece haber de un Estado fuerte, en tanto no sólo es altamente capaz de ejercer el monopolio de la violencia legítima/legal sobre la población y el territorio (en sentido hobbesiano-weberiano), sino también de alterar la manera en que la sociedad maneja y distribuye sus recursos, actividades y conexiones interpersonales (en el sentido descrito por Tilly), al punto de que parece estar expresamente orientado hacia esa tarea, con un ánimo que oscila entre lo políticamente revolucionario y lo vulgarmente depredador. Desde estos puntos de vista, el Estado venezolano sería uno de alta capacidad.

Pero por otro lado, también se observan varias dinámicas que apuntan más bien hacia un Estado cada vez más frágil, sobre todo si lo consideramos desde parámetros propios de la Modernidad y de una gobernanza democrática. Tales dinámicas se relacionan con la pérdida generalizada de la soberanía -verificada tanto en la presencia de una situación de «soberanía múltiple»¹⁵ como en el peso abrumador de la injerencia extranjera-, la progresiva consolidación -al parecer voluntariamente implantada desde la dirección del Estado- de un sistema de co-gobernanzas criminales con clara vocación depredadora -como veremos más adelante-, y el colapso generalizado de la infraestructura y los servicios públicos. Todo esto evidencia una tendencia general que apunta hacia un Estado más débil -al menos en términos modernos-, menos soberano, más ajeno a la voluntad popular y menos capaz de ejecutar tareas que no estén expresamente orientadas a perpetuar la hegemonía de un grupo de poder. Un grupo que ,dicho sea de paso, parece sacrificar la función estrictamente estatal de imponer una clara identificación entre lo legal y lo moral al desdibujar con sus acciones las fronteras entre lo público y lo privado, lo moral y lo inmoral, lo legal y lo ilegal. No cabe duda de que el impacto de una situación como esta sobre la idea de Venezuela como nación y proyecto nacional es profundo, traumático y visible para la sociedad en su conjunto.

  1. Cambio social demográfico y crisis de la identidad nacional republicana

Como consecuencia de la pérdida progresiva que se registra con respecto a la democracia y el régimen de libertades, a la centralidad del rentismo petrolero administrado desde el Estado y a las capacidades del Estado desde un punto de vista moderno y democratico, Venezuela se encuentra sometida actualmente a profundos cambios socio demográficos. El impacto -psicológico, social, económico, cultural- del colapso económico y de la emigración masiva sobre los individuos y las familias es brutal. Proliferan fenómenos que hasta ahora habían resultado ajenos o poco familiares para la gran mayoría de los venezolanos, tales como la depauperación generalizada, la paralización progresiva de los servicios públicos, el marasmo de las redes institucionales de asistencia social, la hiperinflación  prolongada y forzada por las circunstancias, la adaptación a nuevos entornos sociales por parte de los emigrantes… Se trata de circunstancias relativamente desconocidas para nuestra sociedad, o que al menos parecen contravenir el rumbo del progreso al cual se habían acostumbrado los venezolanos del último siglo.

Si imaginamos, por ejemplo, la perspectiva vital y la visión del mundo que caracteriza a un ciudadano venezolano nacido hacia los años 20 o 30, veremos que su adolescencia y primera juventud coinciden no solo con el paso progresivo de al autocracia a la democracia, sino también con un conjunto de décadas (entre 1920 y 1980) durante las cuales Venezuela fue el país que mayor crecimiento experimentó en su PIB. Un país mayoritariamente rural y despoblado, sometido al control de hombres de armas, pasó a convertirse durante ese periodo en la democracia más vibrante y  próspera de la región. Es casi natural que, ante semejantes experiencias vitales, el ánimo y el carácter personal y nacional están marcados por el optimismo, la afabilidad y la firme confianza en el progreso. Venezuela era, al decir de muchos, “el mejor país del mundo” y los venezolanos lucían convencidos, no sólo capaces sino destinados a hacer grandes cosas. Pero es precisamente esa firme convicción la que se ha visto severamente afectada en las últimas tres décadas, sobre todo durante los últimos 5 años en los que se concentra el ciclo hiperinflacionario y el mayor número de emigrantes¹⁶.

Semejante naufragio nacional ha hecho que buena parte de la sociedad se pregunte -por primer vez en décadas- si la democracia y el progreso son nuestro destino nacional inexorable, o si por el contrario la Republica Civil constituye un efímero paréntesis en la historia de un país precariamente constituido. Nada menos que la identidad nacional-republicana comienza a verse seriamente comprometida de modos que aún es difícil comprender a cabalidad. En este sentido, no es difícil notar que mientras entre las generaciones mayores ha predominado un optimismo crónico, a veces desprovisto de motivos convincentes ante el peso abrumador de los hechos, entre los más jóvenes ha tendido a instaurarse un escepticismo generalizado, no siempre exento de cinismo. El tiempo ha seguido pasando, y ante la profundización de la tragedia, los más veteranos comienzan a flaquear en su confianza, mientras los más jóvenes van asumiendo como pueden las responsabilidades vitales que les corresponden, sin contar con un país medianamente funcional como sustento para sus sueños e iniciativas.

Una precariedad existencial de tales proporciones resulta incompatible con una nación capaz de prosperar, con lo cual el momento requiere, forzosamente, una revisión de sus fundamentos e identidad. No cabe duda de que la circunstancia es aciaga, pero constituye  también la oportunidad para una reflexión general profunda y de gran alcance. De cara a este propósito, ni la inercia chauvinista ni la indiscriminada importación de ideas lucen como hábitos saludables. Nos hace falta comprender lo singular que es nuestro drama actual en medio de la universalidad de la que también forma parte, y hacerlo con paciencia y altura, desde el respeto máximo a la pluralidad y con la profundidad necesaria para inspirar la acción. Los aspectos a repensar van mucho más allá de una estrategia política para la transición, y pasan, entre otras cosas, por una revisión -que no necesariamente un desmontaje- de los mitos consolidados a través de los cuales la nación se ve a sí misma. Mi opinión personal, en este sentido, es que el rumbo no cambiará mientras sigamos asentados en ciertos mitos perniciosos sobre los que opera la cultura política que nos condujo al presente atolladero.

II. Lo que tenemos ahora: las nuevas reglas del juego político

A partir de las pérdidas señaladas cabe referirse al establecimiento de nuevas reglas del juego político en la Venezuela de hoy. A las preocupantes dinámicas que ya existían en la sociedad venezolana -el rentismo petrolero, la cultura política clientelista que giraba en torno a la elección presidencial, los problemas inherentes al sistema de partidos políticos, nuestros mitos políticos-, el chavismo añadió un proyecto político revolucionario y antiliberal, con el cual se propuso desmontar las bases del régimen democrático anterior para así consolidar una hegemonía autoritaria de orientación socialista. Después de dos décadas, el efecto disolvente de dicho proyecto es tan profundo que la integridad misma del Estado nacional mismo se encuentra comprometida. Por ende, todo intento de democratizar el país que pretenda hacer caso omiso de la existencia de estas nuevas reglas del juego está destinado a fracasar; de ahí la importancia de intentar su caracterización.

  1. Lógica totalitaria y deriva cleptocrática

Nadie cuestiona a estas alturas el carácter autocrático del régimen chavista. En el ámbito de la ciencia política, la mayor parte de los especialistas indican que en Venezuela pasó de contar con un régimen democrático a un régimen híbrido o autoritarismo competitivo hacia el 2004, para convertirse después, desde 2016, en un autoritarismo hegemónico. Esta última diferencia es importante porque indica que, a partir de ese momento, el régimen autoritario ha tomado la decisión de no permitir la competencia electoral en términos mínimamente abiertos, justos y libres. Concretamente, tras la victoria de las fuerzas políticas integradas en la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) en las elecciones parlamentarias de 2015, que les permitió obtener dos tercios (2/3) de los escaños la Asamblea Nacional -con lo cual la Constitución las facultaba para nombrar poco tiempo una parte importante de las directivas del Consejo Nacional Electoral (CNE) y el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ)-, el régimen chavista tomó una decisión trascendental, difícilmente reversible y con profundas repercusiones en la estructura del Estado: impedir, a partir de ese momento, cualquier posibilidad de cambio político por vía electoral, asumiendo para ello todos los costos políticos que fuera necesario y reordenando su estructura interna para acometer tal fin.

Desde entonces, la cúpula del chavismo ha sabido solventar todas sus divisiones internas y dificultades externas, resistiendo así un nuevo y formidable ciclo de protestas de la sociedad venezolana (2017), las sanciones cada vez más graves de los Estados Unidos y otras naciones democráticas de Occidente, y la enorme presión diplomática que ha significado el reconocimiento -por parte de más de 50 democracias- de Juan Guaido como presidente legítimo de Venezuela. De igual modo, y ante la imposibilidad fáctica de mantener el colosal sistema clientelar por el que el Estado se garantizó el manejo casi total de la economía, el régimen no sacrificado el control económico de la población, sino que implementó una desordenada dolarización que le permite oxigenarse internamente. Asimismo, y ante el colapso de la industria petrolera nacional -por el que el ingreso petrolero puede terminar siendo inferior a los $2.000 millones a finales del 2020-, el chavismo ha optado por financiarse a través de la minería indiscriminada, y en buena medida criminal, que se ejerce a lo largo del llamado «Arco Minero del Orinoco»¹⁷.

Ahora bien, a pesar de que la caracterización del régimen como  autoritarismo hegemónico es particularmente útil para mostrar el deterioro de una serie de indicadores por los cuales se caracteriza a las democracias liberales modernas, así como para comparar el caso venezolano de acuerdo con estándares internacionales, no parece suficiente para comprender el tipo específico de dinámica autoritaria que ha venido teniendo lugar en nuestro país, ni el cambio sustancial que se ha operado en su economía política. En otras palabras, si bien el término en cuestión nos ayuda a entender en qué medida las instituciones democráticas han dejado de funcionar en Venezuela, no nos facilita directamente la compresión del tipo de autocracia que se ha venido gestando en el país. Y es en este punto donde -para poder entender las nuevas reglas del juego que se han impuesto en el país- se hace necesario reparar en el carácter revolucionario, socialista y totalitario que ha caracterizado al chavismo, y por el cual se distingue de otras modalidades de regímenes híbridos que actualmente pululan en el planeta.

 No ahondaremos demasiado en la descripción de los rasgos revolucionarios y totalitarios del régimen chavista, pues a ello hemos dedicado varios textos previos. Nos limitaremos aquí a indicar que ese carácter particular de la Revolucion Bolivariana ha generado un modelo de gobierno y dominación por el que 1) el régimen no termina nunca de consolidar una estabilidad institucional, sino que mantiene todo sometido a su permanente voluntad de cambio, asumida como una cruzada contra la realidad constituida y a favor de una utopía jamás alcanzada; 2) no se admiten límites a esa voluntad revolucionaria, que procede siempre con el ánimo de concentrar más y más poder, incluso fuera del territorio nacional; y 3) la sociedad civil es progresivamente sometida y desarticulada por el régimen totalitario, cuyo comportamiento gira siempre en torno al rechazo constante de los postulados más elementales del liberalismo político. Como consecuencia de lo anterior, no sólo se han cerrado las vías institucionales para dirimir el control del Estado -situación característica de todo autoritarismo hegemónico-, sino que todo el fundamento cultural, social y económico que opera como condición previa para la conformación de la voluntad política soberana (Politische Willensbildung) en términos propios de una democracia moderna¹⁹ ha sido sometido a la acción punitiva, disolvente y depredadora de las lógicas totalitarias que caracterizan al régimen chavista.

Esta ausencia total de controles y contrapesos a la voluntad/lógica totalitaria de dominio que ha venido ejerciendo el chavismo  desde el Estado ha llegado al punto de desmontar la racionalidad legal-burocrática típicamente moderna bajo la cual operan las instituciones públicas de nuestro tiempo, sustituyéndola por una racionalidad de corte más bien pre-moderno o, como ha llegado a señalar Gisela Kozak, «ex-moderno»²⁰. A tono con la afirmación arendtiana según la cual el totalitarismo termina por considerar superfluos  a grandes contingentes de la población²¹, el chavismo sencillamente se ha ido despreocupado del manejo del Estado en lo que concierne a la necesidad de mantener el funcionamiento de la infraestructura y los servicios públicos, abstrayéndose al control ciudadano y concentrándose únicamente en la prerrogativa estatal del monopolio de la violencia. Ha desaparecido la responsabilidad que resulta inherente no sólo al ejercicio de la representación política en el ámbito de una gobernanza democrática, sino incluso a necesidad puramente factual y pragmática de mantener el funcionamiento del aparato del Estado.

De este modo, el totalitarismo chavista no se manifiesta primordialmente como perfeccionamiento del control social mediante el Estado, sino que llega a prescindir del Estado mismo en su acepción moderna más convencional -como entidad que aspira a encarnar la moralidad pública y como aparato de administración pública que responde a una lógica institucional racional-legal- para concentrarse en la pura dominación y expolio de la población. Mientras la ausencia total de controles sobre el régimen totalitario crea las condiciones idóneas para la depredación de los bienes públicos y privados, así como de los recursos naturales, el carácter propiamente criminal de dicha actividad disuelve las fronteras entre lo legal y lo ilegal – dado que es sistemáticamente ejercida por los propios actores estatales- y conduce al régimen hacia una lógica cada vez más cleptocrática o gangsteril²².

Como consecuencia de este deslizamiento progresivo hacia el terreno de la acción criminal generalizada, la función misma del ejercicio monopólico de la violencia va siendo, incluso, delegada en organizaciones que, más allá del confuso ejercicio chavista de la autoridad estatal -en los términos señalados por Migdal-, resultan a todas luces criminales. Si bien el chavismo ha compartido con el totalitarismo clásico la tendencia a generar una multiplicidad de cuerpos paraestatales, especialmente aquellos de carácter paramilitar o parapolicial, en su caso esta tendencia ha ido degenerando hacia la cooperación con lo que algunos autores han dado en llamar “gobernanzas criminales”²³ u “órdenes crimi legales”²⁴. O, para ser más precisos, lo que se ha establecido en Venezuela es, más bien, un sistema o régimen de co-gobernanza estatal-criminal del cual participan no solo los cuerpos de seguridad del Estado, sino también bandas y mas bandas criminales, colectivos armados, guerrillas/organizaciones terroristas extranjeras y contingentes militares de Estados Foraneos²⁵.

  1. Economía política de carácter extractivo y depredador

Toda esta dinámica de control y expolio se sustenta, tal como hemos apuntado previamente, en la implantación de una nueva economía política. En la medida en que la deriva totalitaria y cleptocrática del régimen chavista ha conllevado una mutación profunda del carácter y función de las instituciones del Estado, y en tanto el funcionamiento natural de una sociedad capitalista y democrática -basado en el ejercicio de la libre iniciativa individual, amparada por el respeto a la propiedad privada y la estabilidad de la moneda- es destruido por una dominación por la fuerza que no reconoce límites, y de la cual participan socios extranjeros usualmente vinculados a regímenes autocráticos, la relación entre esfuerzo, ganancia y respeto a la ley se corrompe por completo. Así, la economía deja de sustentarse en la acción productiva, cotidiana y legal del común de los ciudadanos, y pasa entonces a depender de la pura extracción de riquezas que proviene del expolio estatal-criminal de la población y del territorio, mientras la capacidad para prosperar o meramente sobrevivir dentro de un sistema semejante depende de la habilidad de cada quien para maniobrar y acomodarse dentro del mismo.

A pesar de los esfuerzos particulares que hace la gente para sobrevivir al colapso generalizado, la incapacidad ciudadana para defenderse de la voluntad depredadora y extractiva de los grupos estatal-criminales se ha hecho notable y generalizada que, en 30 años, el país pasó de contar con uno de los mayores ingresos per cápita de la región a experimentar una desnutrición cercana a la hambruna y protagonizar la mayor crisis migratoria que se recuerda en el hemisferio. El hecho es particularmente significativo si se observa a la luz de las afirmaciones de estudiosos como Amartya Sen, quienes afirman que las grandes hambrunas sólo tienen lugar en países controlados por regímenes autoritarios o totalitarios, y nunca en democracias liberales.

De ahí que los patrones del conflicto en Venezuela comienzan a parecerse cada vez más a los de esas sociedad estructuralmente precarias que, tras los procesos de descolonización del siglo XX, vieron deteriorarse las capacidades de sus Estados -los cuales a menudo eran ya bastante disfuncionales y autoritarios, debido a sus orígenes asociados a la dominación colonial- con las disputas protagonizadas por diversas facciones nacionales. Con harta frecuencia dichas disputas involucran la presencia de movimientos revolucionarios o contrarrevolucionarios amparados por potencias extranjeras, potencias cuyos intereses post-coloniales giraban en torno a la posibilidad de controlar -en complicidad con élites locales- la extracción de materias primas. En otras palabras, la economía política que ha alimentado este tipo de conflictos prolongados en países como Ghana, el Congo, Liberia, Mozambique o Somalia a menudo ha pasado por la presencia de estados muy corrompidos y de baja capacidad, en los que las agendas de lucha de los diversos grupos que controlan distintas partes del territorio están profundamente vinculadas a ideologías y potencias extranjeras que alimentan el conflicto armado y mantienen un perfil puramente extractivo de la economía.

Lo anterior reviste la mayor importancia si se tiene en cuenta que, mientras lo habitual es que las naciones que transitan a la democracia cuente con economías que vienen experimentando importantes procesos de modernización capitalista²⁷, los conflictos armados prolongados en el mundo de la post-Guerra Fría tienden a concentrarse en países con economías fundamentalmente  extractivas y monoexportadoras. Mientras la modernización económica parece acompañar los procesos de democratización, el retroceso de Venezuela hacia etapas más puramente extractivas o propias del crimen organizado transnacional indica una dinámica estructural que, más bien, apunta en dirección contraria a la democratización, entendida esta como un proceso mucho más complejo que la mera elección popular de una nueva autoridad política.

  1. El peso de lo internacional, ausencia de soberanía y autoimagen nacional

Ante semejante panorama, el papel de lo internacional no puede ser ignorado. Difícilmente puede pretenderse una solución puramente nacional cuando en el territorio venezolano operan ya agentes cubanos, rusos o iraníes, al igual que miembros de organizaciones como las FARC disidentes del proceso de paz, el ELN o Hezbolá, o cuando buena parte de las acciones desarrolladas por Juan Guaidó dependen de la capacidad coercitiva del gobierno estadounidenses, o cuando existe una situación de soberanía múltiple por la que ha dos jefes de Estado, reconocidos cada uno de ellos por más de 50 naciones distintas. En circunstancias como estas, aseverar que Venezuela sigue siendo un Estado soberano puede no ser más que un puro eufemismo.

En este sentido, una perspectiva de la debacle nacional que vaya más allá de los hechos coyunturales y de una visión parroquiana nos mostrará en qué medida esta tragedia emerge como resultado de la incapacidad general que demostraron nuestra sociedad, Estado y régimen democrático para adaptarse a las grandes tendencias globales de los últimos 40 años. Hay, por ende, fortísimos vínculos entre nuestra actual deriva y lo que acontece en el ámbito internacional, vínculos que pudieran haberse manejado de modo más acertado de haberse comprendido a tiempo por la mayor parte de nuestro liderazgo democrático. En este sentido, no cabe duda de que Venezuela fue uno de los grandes triunfadores de la región durante la vigencia del modelo de industrialización por sustitución de importaciones (ISI). Mientras las tendencias predominantes en el mundo entero apostaron por Estados voluminosos y protagonistas en la promoción del desarrollo, nuestro país contó con condiciones inmejorables para promover este modelo de gobierno. Así, y a través de los principales partidos políticos, el petroestado venezolano del siglo XX virtualmente moldeó el tipo de sociedad que finalmente prosperó en el país.

Pero al término de la Guerra Fría y el fin de la amenaza soviética generaron condiciones propicias para un mundo más interconectado, con fronteras más porosas para la movilidad de capitales, mercancías y personas. En la década de los años 90, cuando Venezuela ya venía experimentando problemas graves desde la nacionalización de la industria petrolera -tal como muestran las cifras relativas a la productividad, el PIB per cápita y la deuda pública como porcentaje del PIB anual-, el país en su conjunto se mostró profundamente reacio a adoptar una economia mas abierta y competitiva. La mayor parte de sus clase política, empresariado y trabajadores manifestaron reiterada y mayoritariamente, tanto durante la aplicación del Gran Viraje como de la Agenda Venezuela, su rechazo a las medidas orientadas a reducir y optimizar el gasto público. La muestra más palpable de ese rechazo la tenemos en la llegada del chavismo al poder, así como en el entusiasmo innegable que generaron sus políticas clientelares y estatistas, mientras los precios del petróleo aguantaron el irresponsable ritmo que se le imprimió al gasto público.

Por otro lado, no puede olvidarse que del festín no participaron solo los venezolanos. La izquierda revolucionaria global, huérfana de referentes y apoyos nacionales tras el desplome de la Unión Soviética, requiere reorganizarse para dar la lucha en el terreno de la democracia, de ese modelo de democracia liberal que tras la Tercera Ola Democratizadora (1975-1995) se extendió por casi todo Occidente. En este contexto, y tras la difícil década que los 90 representaron para la izquierda antisistémica, ésta no sólo consiguió en el chavismo un nuevo referente de lucha antiimperialista y tercermundista, sino que, sobre todo, se hizo con la caja chica necesaria para financiar buena parte de sus iniciativas hemisféricas. Si bien el tema no ha sido investigado en toda su extensión, los indicios disponibles hasta ahora son suficientes para saber que el chavismo ha financiado a una gran cantidad de organizaciones políticas de la izquierda en América, Europa y otros continentes, por no mencionar el modo en que ha sostenido a la dictadura castrista. Organizaciones como el Foto de São Paulo, y más recientemente el Foro de Puebla y la Internacional Progresista, dan cuenta de las acciones conjuntas que este tipo de actores vienen desarrollando en diversos países, donde la más clara e invariable de ellas es el amparo que se empeñan en brindar a las dictaduras venezolana y cubana. A día de hoy, cuando en la crisis que se experimentan en democracias como la española, la chilena o la colombiana -por mencionar sólo aquellos casos en los que los socios del chavismo se han hecho más visibles- se reconoce la influencia castrochavista, negarse a comprender este tipo de cooperación solo le hace un flaco favor a la lucha mancomunada que los demócratas de Occidente deben sostener por la recuperación de la democracia en Venezuela y Cuba, así como por su defensa en el resto de nuestros países.

En medio de todo lo anterior, la autoimagen nacional se encuentra seriamente afectada. La Venezuela de hoy ha visto entrar en crisis los mitos en torno a los cuales había articulado su idea de sí misma. El mito de Bolívar y de la nación libertadora, la idea de ser el faro de la democracia en la región, la imagen de nación afable, tolerante y progresista, la potencia petrolera, la gran familia unida… Todo eso se ve ahora sustituido por un pensar colectivo de grandes dimensiones, por la conciencia creciente de nuestras falencias, por nuestra aparente incapacidad para ponernos de acuerdo, por una intolerancia que parecía olvidada, por un patrimonio y una economía en ruinas, por un éxodo gigantesco que nos fractura y nos obliga a afrontar grandes dificultades en tierras ajenas. Los retos para la organización ciudadana son ahora, si cabe, superiores a los que hemos conocido durante más de un siglo, y no cabe ya seguir actuando como si nada hubiera pasado. Es necesario pensar en un punto de inflexión.

Para concluir

En las páginas anteriores se ha intentado ofrecer un perfil del cambio profundo operado en las reglas del juego político tras dos décadas de hegemonía chavista. A modo de conclusión, podemos sintetizar lo ya dicho mediante los siguientes puntos. En primer lugar, sólo ahora, después del gran colapso, se comienza a constatar que Venezuela, es probablemente, el mayor perdedor en Occidente de la ola globalizadora de finales del siglo XX, todo ello como consecuencia de la profunda vocación estatista que el país desarrolló durante décadas y de una cultura política en la que los conflictos intersectoriales de la sociedad eran amortiguados mediante la renta petrolera. Apenas ahora comienza a reconocerse la necesidad de ir en una dirección similar a la que hace 30 años fue rechazada por el conjunto de la sociedad venezolana, una dirección enfocada en realizar reformas políticas y económicas que hicieran descansar el peso del progreso y el desarrollo en la sociedad civil y no en el Estado, a fin de evitar la sumisión ciudadana a lógicas clientelares que siempre resultan peligrosas para la democracia.

En segundo lugar, la presencia no sólo de un autoritarismo hegemónico, sino también de una lógica de poder totalitaria que disuelve el tejido social y que se hace cada vez más gangsteril mediante el desarrollo de una co-gobernanza estatal-criminal, se ha venido traduciendo en un sistema político que excluye la posibilidad de competir con alguna garantía en elecciones democráticas. Si el sistema de partidos durante el periodo 2004-2016 corresponde al perfil clásico de un régimen híbrido o autoritarismo competitivo -por el cual la oposición política cuenta con espacios para competir electoralmente con un régimen autocrático que también acepta medirse en las urnas, aunque disponiendo de ventajas ilegítimas y antidemocráticas-, a partir de ese último año el sistema ha sido cada vez más depurado y modelado por parte del régimen autocrático, que ha fabricado así una oposición a su medida (mediante represión, persecución política, inhabilitación de partidos y candidatos, y cooptación indebida de cuadros políticos) que impide cualquier posible cambio por esta vía mientras no cambie la correlación de fuerzas políticas en Venezuela.

En tercer lugar, lo anterior implica que lo jurídico-institucional ya no opera sino como burda fachada de una actividad política en la que simplemente impera la violencia. El régimen de co-gobernanza estatal-criminal que opera actualmente en el país no espera contar ya la aprobación de la voluntad popular expresada de modo autónomo y libre, e incluso le importa ya bastante poco la apariencia de democracia, sino que simplemente se garantiza la aceptación pragmática de su hegemonía por parte de la población. Desde la lógica de poder totalitaria-gangsteril que impone el chavismo, quienes controlan el régimen se dan el lujo de prescindir el mantenimiento de los servicios públicos más elementales, reduciendo las prerrogativas del Estado al control territorial que le permite el expolio sistemático de las riquezas públicas y privadas de la nación. El impacto continuado de esta lógica de poder se traduce en una profunda mutación del carácter del Estado y sus capacidades básicas.

Cuarto, el perfil sociodemográfico de la nación ha venido mutando considerablemente como consecuencia del colapso de la economía capitalista, la hiperinflación, la desnutrición y la migración. La sociedad venezolana de hoy es menos libre, menos autónoma, más enferma, más envejecida y más fracturada que en décadas anteriores. En vez de avanzar en la senda del desarrollo y de la modernización cultural, nos hemos involucrado. Por ende, debemos tener presente que la lucha política que podemos dar en semejantes condiciones seguramente requiere, no solo el diagnóstico adecuado, sino también el desarrollo de nuevas destrezas.

Quinto, todo lo anterior queda plasmado en un cambio profundo en la economía política del conflicto venezolano, en el cual el país ha pasado de contar con un petroestado de alta capacidad a un Estado cada vez más precario y violento, incapaz de ejercer plenamente la soberanía sobre el territorio nacional. Tal como muestran las experiencias de otros países, las lógicas puramente extractivas y depredadoras favorecen la desintegración de la sociedad y de la nación como tal, al tiempo que tienden a perpetuar conflictos armados por el control territorial.

Finalmente, todo lo anterior se relaciona con el masivo e indiscriminado incremento de la influencia extranjera en los asuntos venezolanos. Venezuela no opera ya como un Estado soberano, sino más bien como un territorio en el que se disputan grupos de poder que, con demasiada frecuencia, no responden a un perfil institucional formal. Al ser tan preponderadamente la influencia externa, cabe también pensar que la salida del atolladero histórico en el que nos encontramos requerirá de una máxima y efectiva cooperación entre fuerzas democráticas internas y externas.

La existencia palmaria de estas nuevas reglas del juego -que bien pudieran resumirse, a su vez, en un retroceso generalizado en la senda de la modernización nacional- conduce a las siguientes interrogantes, a las que intentaremos dar respuesta en una próxima entrega: ¿es factible y conveniente reproducir el mismo modelo de democracia que funcionó durante la República Civil, o necesitamos innovar? ¿Es posible emplear  el petróleo del mismo modo, o debemos repensar por completo el papel del petróleo en la vida nacional? ¿Es la sociedad venezolana la misma que funcionó bajo las reglas de punto fijo, o ha cambiado sensiblemente? ¿Es posible recuperar la democracia en Venezuela haciendo lo mismo que se hacía en épocas anteriores, o debemos pensar en el diseño de nuevas estrategias y el desarrollo de nuevas capacidades? ¿Es este un problema exclusivamente nacional, o se trata de algo más complejo? ¿Es posible recuperar la democracia liberal prescindiendo de un sólido esquema de cooperación entre los demócratas de Occidente, o se requiere conformar un frente común y transnacional de lucha?

 1 Terry L. Karl, The paradox of plenty. Oil booms and petro-states (Berkeley Los Angeles, California: Universtuy of california Press,1997)

2 Juan carlos Rey, Problemas sociopolíticos en América Latina (Caracas: Facultad de Ciencias Juridicas y Politicas, Universidad Central de Vemezuela, 1998).

3 Germán Carrera Damas, Una nación llamada Venezuela (Caracas: Monte Ávila Editores, 1997 [1980]).

4 Ver documento del Crisis States Workshop – London, March 2006 (recuperado el 11/04/19)

5 Idem

6 Ver: https://fragilestateindex.org/methodology/ (recpuerado 11/04/19)

7 OECD 2014: «Domestic revenue mobilisation in fragile states»: citado en https://nsdsguidelines.paris21.org/es/node/291 (recuperado el 11/04/19)

8 Charles Tilly, Democracia (Madrid: Akal, 2010), 16

9 Joel Migdal, Estados débiles, estados fuertes (Mexico: Fondo de cultura Económica, 2011), p. 34.

10 Migdal, Estados debiles, estados fuertes, 39-40

11 Francis Fukuyama, The Origins of Political Order (Nueva York: Farrar, Straus and Giroux, 2011) XII

12 Charles Tilly, Democracia (Madrid: Akal, 2010), 23

13 Se estiman actualmente 3 millones de empleados publicos en un pais con 30 millones de habitantes

14 Gerver Torres ofrece algunas cifras reveladoras en The Venezuelan Drama in 14 Charts. Center for strategic and international Studies (Publicado 16 enero,2019; recuperado 11/04/19)

15 Charles Tilly define una situacion de «soberania multiple» como aquella en la que «dos o mas bloques tienen aspiraciones, incompatibles entre si, a controlar el estado, o ser el Estado. Ello ocurre cuando los miembros de una comunidad anteriormente subordinada […] proclama su soberania, o cuando grupos que no estan en el poder se movilizan y constituyen un bloque que soncisuge hacerse con el control de una parte del Estado […] y cuando un Estado se fragmenta en uno o mas bloques, cada uno de los cuales controla una parte importante del mismo». En las revoluciones europeas, 1492-1992 (Barcelona: Critica, 1996) 27-28

16 Segun Susana Raffalli, nutricionista en seguridad alimentaria que trabaja para caritas: «el 63% de los migrantes venezolanos se fueron por hambre”. La Nación, 19 de diciembre, 2018 (recuperado 11/04/19).

17 Ver por ejemplo los trabajos de crisis group, «73 Report Latin America And Caribbean – Gold and Grief in the Venezuela’s Violent South» 28 de febrero 2019; y Antulio Rosales, «Venezuela’s Deeping Logic of Extraction», NACLA Report on the Americas 49 (2): 132-135, 2017.

18 Miguel Á. Martínez Meucci, Apaciguamiento. El referéndum revocatorio y la consolidación de la Revolución Bolivariana (Caracas: Alfa, 2012); «La revolucion iliberal venezolana y su politica exterior», Analisis politico 77, 1 (2013): 211-231; «Democracia totalitaria: apuntes desde el caso venezolano”, en El lugar de la gente. Comunicación, espacio público y democracia deliberativa en Venezuela, comp. Carlos Delgado Flores (Caracas: Ediciones de la UCAB, 2014), 15-31

19 Recordemos en este sentido la tesis de Lipset sobre los requisitos sociales de la democracia. De acuerdo con esta tesis, la democracia moderna dificilmente puede implementarse en sociedades que aun no cuentan con ciertos elementos basicos, que caracterizan a la modernizacion cultural. Ver Seymour M. Lipset, «Some Social Requisities of Democracy: economic Development and Political Legitimacy”, American Political Science Review 53 (Marzo 1959): 69-105

20 «Las voces de la literaturaque profundizan en la figura femenina en Venezuela», reportaje de Jose Ferrer, publicado en El Diario/ Medium, 6 de noviembre 2019 (consultado el 1 de agosto de 2020). https://medium.com/@ElDiariodeCCS/las-voces-de-la-literatura-que-analizan-la-figura-femenina-en-venezuela-592fd3b1f127

21 Hannah Arendt, Los origenes del totalitarismo (Madrid: Alianza, 2006 [1948])

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