El régimen chavista-madurista, instaurado por la llamada Revolución Bolivariana, ha cumplido ya un cuarto de siglo en el poder. El saldo está a la vista de todos y difícilmente podría ser más catastrófico: instituciones destruidas, economía arruinada, familias separadas. De estas terribles consecuencias no se libran los demás países del hemisferio, receptores de casi 8 millones de migrantes venezolanos y objeto de injerencia indebida por parte del régimen que preside Nicolás Maduro.
Sin embargo, Venezuela no es el único país que ha pasado por un colapso semejante, y tampoco es la primera vez que lo experimenta. A lo largo de la historia, casi todas las sociedades han sufrido procesos críticos que tarde o temprano alcanzan un punto de inflexión, lo cual, en los mejores casos, se relaciona con algún tipo de aprendizaje político que permite establecer las bases de un largo período de desarrollo.
En función de lo anterior, son muchas las preguntas que surgen con respecto al caso venezolano, especialmente cuando las elecciones presidenciales del 2024 emergen como oportunidad para el cambio político. ¿Podría esta coyuntura electoral convertirse en un punto de inflexión en medio de la actual deriva nacional? ¿Hemos desarrollado como sociedad algún tipo de aprendizaje político que nos permita aprovechar esta coyuntura? ¿Hay elementos para pensar que estamos ante un eventual cambio político? ¿Cuál es la importancia que revisten para nuestro hemisferio las próximas elecciones presidenciales en Venezuela?
En las próximas páginas procederemos a ensayar algunas respuestas a tales interrogantes, en el orden inverso al enunciado en el párrafo anterior. El presente artículo no le ofrece al lector un análisis de escenarios; no es un ejercicio de prospectiva política, ni mucho menos procura responder, a través de una aproximación metodológicamente rigurosa, una pregunta de investigación de carácter formal. Solo una cosa se pretende con este artículo: explorar las razones (eventualmente activas a día de hoy) de lo que podría pasar a corto y mediano plazo si, contra todo pronóstico, las cosas llegaran a salir relativamente bien en este 2024, o un poco más adelante.
a) Relevancia internacional del caso venezolano: un proceso nacional con repercusiones externas.
Una cuidadosa mirada retrospectiva permite constatar hasta qué punto la llamada Revolución Bolivariana ha ejercido una notable influencia en América Latina. Así lo demuestran algunos de los cambios más relevantes acaecidos en la región durante el último cuarto de siglo, especialmente en el plano de las instituciones multilaterales. En dicho plano se constata hasta qué punto la Venezuela chavista-madurista ha contribuido directamente a propiciar dichos cambios.
Cuando Hugo Chávez asumió la presidencia de la república en 1999, los principales esquemas de cooperación e integración regional eran el Mercado Común del Sur (MERCOSUR), la Comunidad Andina de Naciones (CAN) y el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (TLC-NAFTA), mecanismos que se fortalecieron o surgieron al calor de la ola liberal de los años 90 del siglo pasado. Adicionalmente, el Área de Libre Comercio para las Américas (ALCA) venía perfilándose como una iniciativa de cooperación comercial que en teoría estaba destinada a abarcar todo el hemisferio. A tales esquemas cabía sumar la Organización de Estados Americanos (OEA), que desde 1948 ha sido el principal foro político de la región por iniciativa principal de los Estados Unidos.
25 años después, el panorama ha cambiado sustancialmente. MERCOSUR ha perdido mucho del peso específico que logró ejercer en Sudamérica, mientras la CAN ha quedado reducida a su mínima expresión. El TLC, por su parte, ha sido revisado por la administración Trump hasta reconvertirse en el T-MEC, mientras que la OEA parece jugar un papel bastante atenuado con respecto al pasado. Como esquemas a menudo contrapuestos han emergido nuevos foros políticos regionales, tales como Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR), la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC) o la Alianza Bolivariana de las Américas (ALBA), y aunque estos esquemas no necesariamente gozan de buena salud, sí han contribuido a restar poder e influencia a los anteriores.
En todos estos casos, la Venezuela de Chávez y Maduro ha jugado un activo papel en la modificación del sistema de organismos multilaterales que preponderaban en la región. Chávez se movió enérgicamente para hundir el ALCA en 2005 y sacar a Venezuela de la CAN en 2006, mientras se apresuraba a fundar el ALBA en 2004 y la CELAC (junto a Cuba y Bolivia como los tres estados promotores) en 2010-2011. De igual modo, Chávez apoyó al gobierno de Luiz Inácio “Lula” da Silva en la creación de UNASUR en 2008. Maduro, por su parte, anunció el retiro de Venezuela de la OEA en 2017. En pocas palabras, la Revolución Bolivariana ha sido determinante para que el sistema de mecanismos de cooperación regional haya experimentado cambios muy significativos.
La Venezuela de Chávez y Maduro también ha ayudado de modo entusiasta a que países como China, pero sobre todo Rusia e Irán, incrementen sus niveles de operación en América Latina. Cerca de una decena de países iberoamericanos compran armamento a Moscú, pero en el caso de Venezuela está claro que Rusia se ha convertido en su principal surtidor de armamento. Y en cuanto a las redes del chiísmo en Sudamérica, las evidencias de la cooperación que Irán le brinda al actual gobierno venezolano parecen ir en aumento.
La Revolución Bolivariana también ha influido notablemente en el deterioro de la democracia en el continente. Cuando Chávez llegó al poder en 1999, en todo el hemisferio sólo se mantenía en el poder un régimen autoritario: el castrista en Cuba. A día de hoy, dicho régimen no sólo se ha fortalecido con apoyo del chavismo-madurismo, sino que el gobierno de Daniel Ortega en Nicaragua también ha contado con una ayuda similar para apuntarse como una dictadura; en Bolivia impera un autoritarismo que gana elecciones y Venezuela misma presenta hoy un régimen autocrático.
Otros países gobernados por socios de la Revolución Bolivariana, tales como Honduras y Ecuador, también registran retrocesos importantes en la calidad de sus democracias, mientras cunden las sospechas de que estallidos sociales como los registrados en Chile en 2019 o en Colombia en 2021 hayan sido instigados o potenciados por el régimen de Nicolás Maduro. Incluso los procesos constituyentes que se han saldado con resultados variables en varios países de la región (Bolivia, Ecuador, Chile) parecen encontrar en el caso venezolano una pauta a seguir y un respaldo diplomático indudable.
Sin embargo, la consecuencia más notoria que la Revolución Bolivariana parece estar ejerciendo en la región es la cantidad de migrantes venezolanos que se desplazan por toda América Latina, Norteamérica y Europa. Los países sudamericanos reciben a más de seis de los casi ocho millones de venezolanos que viven hoy fuera del país, circunstancia que ha alterado las dinámicas sociales y políticas de sus sociedades de forma más que relevante. En varios casos, la penetración de organizaciones criminales venezolanas (con el Tren de Aragua a la cabeza) levanta animadversiones que, por desgracia, terminan penalizando a toda la población migrante en general.
Por si esto fuera poco, la influencia chavista-madurista en la región no cesa de hacerse cada vez más compleja. El reciente asesinato en Santiago de Chile del teniente venezolano Ronald Ojeda, asilado en dicho país tras haber pasado por las mazmorras venezolanas, no hace sino aumentar las dudas y sospechas en torno al tipo de operaciones que vienen desarrollando en toda la región, tanto las organizaciones venezolanas del crimen organizado como el propio régimen vigente en Venezuela.
Es importante señalar que todo lo anterior emerge como consecuencia del carácter revolucionario del régimen chavista-madurista. Un estado revolucionario es aquel que pretende subvertir las normas ya consolidadas que regulan el comportamiento de los actores del sistema internacional. Por lo general, los estados revolucionarios no sólo manifiestan una y otra vez su disconformidad radical con el orden internacional vigente, sino que además procuran “exportar la revolución” que vienen desarrollando en su propio país, recurriendo para ello a mecanismos convencionales y no convencionales.
En virtud de todo lo anterior, unas elecciones en Venezuela serán importantes para el hemisferio en la medida en que verdaderamente sean capaces de propiciar un cambio. Y así como muchas dictaduras comunistas se desplomaron con la Unión Soviética, devenida en pilar insustituible para todas ellas, un eventual colapso del régimen chavista-madurista probablemente tendría una influencia importante en toda la región, especialmente en aquellos países que como Cuba y Nicaragua están gobernados por dictaduras muy afines a la venezolana. Asimismo, recientes encuestas indican las dos tendencias migratorias contrapuestas que podrían derivarse de esta coyuntura: el eventual retorno de muchos emigrados en caso de producirse un cambio en Venezuela, o el aumento de la emigración si el régimen se consolida.
b) El liderazgo de María Corina Machado y el desequilibrio del sistema de partidos
Ahora bien, ¿cuáles son las oportunidades reales de que las elecciones de 2024 produzcan un cambio político significativo en Venezuela? Por un lado, las probabilidades parecen jugar claramente en contra, sobre todo si juzgamos a la luz de las “inercias antidemocráticas” que durante 25 años de chavismo-madurismo se han venido implantando en el país. Por otro lado, actualmente parecen estar emergiendo factores inéditos, dinámicas disruptivas que eventualmente podrían llegar a descarrilar tales inercias. Examinemos ambas tendencias y el modo en que se contraponen.
En primer lugar, ¿a qué nos referimos con “inercias antidemocráticas”? De entrada, cabe destacar que el chavismo siempre tuvo claro que su intención era quebrar la democracia liberal para perpetuarse en el poder. Desde un primer momento aprovechó su popularidad inicial para desmontar las bases del sistema democrático. Para ello insistió en la necesidad de cambiar todas las reglas fundamentales de la República Civil, comenzando por la Constitución, siguiendo luego con la automatización de las elecciones y la promulgación de leyes habilitantes, para finalizar con la represión y el control de PDVSA, el Consejo Nacional Electoral y el Tribunal Supremo de Justicia.
Ante la inoperancia de las instituciones políticas para detener esta arremetida en sus primeros años, amplios sectores de la sociedad venezolana iniciaron una resistencia tan tenaz como desordenada e infructuosa. Paros sectoriales y generales; marchas y concentraciones; elecciones y protestas; diversos esquemas unitarios; varios referendos; un efímero derrocamiento del presidente Chávez, y hasta un gobierno interino, han sido los principales mecanismos empleados para procurar un cambio político que, sin embargo, nunca terminó de producirse en la práctica.
Tal como ha señalado recientemente Steven Levitsky, la Venezuela de nuestro tiempo “desafía las leyes de la gravedad de la política”. A pesar de los denodados esfuerzos de los opositores, un gobierno impopular y autoritario como el de Maduro ha logrado perpetuarse en el poder durante más de una década. Este resultado se debe en parte al tipo de régimen político que Chávez le legó, expresamente preparado para controlar a la población a través de mecanismos de inteligencia y represión de raigambre castrista. Igualmente, la habilidad negociadora que el propio Maduro se ha visto obligado a desarrollar ha sido un factor decisivo para su continuidad en el poder.
Maduro no cuenta con el carisma de Chávez, si bien esto no constituye su principal hándicap. Más graves resultan dos factores que lo distinguen de su predecesor: no proviene de las fuerzas armadas, y tampoco ha contado con un alza similar en los precios del petróleo. El primer factor lo ha hecho notablemente dependiente de una figura como Vladimir Padrino López para controlar al estamento castrense, a diferencia de un Chávez que cambiaba con frecuencia a sus ministros de Defensa y altos mandos militares. Sin embargo, es probable que Maduro haya desarrollado una mayor independencia que su predecesor con respecto al rol ejercido por Cuba.
En cuanto al segundo factor, Maduro heredó una economía profundamente endeudada y dependiente de las importaciones y del alza continua en los precios del petróleo. Chávez se empeñó en doblegar y expropiar al sector privado mientras politizaba y destruía a PDVSA. Gracias al auge de los precios del crudo, y mediante la expansión del gasto público, favoreció un consumo interno que luego satisfizo con importaciones desde países con gobiernos aliados. Potenció un gigantesco aparato clientelar a través de las llamadas “misiones”, mientras que con abundantes subsidios y excesivos controles cambiarios se distorsionaba por completo el valor de la moneda y la relación trabajo-beneficio, hasta que el sistema colapsó al inicio de la presidencia de Maduro.
La consiguiente hiperinflación fue el principal detonante de largos ciclos de protesta en 2014 y 2017, fuertemente reprimidos por efectivos estatales y paraestatales. La administración Obama inició en esos años la aplicación de sanciones personales a altos funcionarios del régimen venezolano. En ese contexto tuvieron lugar la instalación de una asamblea constituyente (que al cabo de tres años no produjo ninguna constitución) y las elecciones fraudulentas de 2018, que a su vez llevaron a la oposición a tomar la decisión de conformar el gobierno interino de 2019. Para sortear estas difíciles tesituras, Maduro se acostumbró a manejarse con soltura a lo largo de diversos diálogos facilitados por actores foráneos, a lo largo de los cuales ganó tiempo sin ceder demasiado a cambio.
Por si lo anterior no fuera suficiente para generar un desánimo casi crónico en la población, a todos estos factores hay que sumar la enorme emigración que repuntó a partir de 2017 y la desmovilización política que propició la pandemia del covid-19. Terminó así de configurarse en el país una inercia de apatía y desesperanza generalizada. Los desesperanzados fueron proliferando en la misma medida en que se multiplicaron quienes predican la necesidad de adaptarse, aunque dicha adaptación resulte muy difícil de aceptar para esa enorme mayoría de venezolanos que vive en condiciones cada vez más desesperadas.
Pero por otra parte, y quizás justamente por la cantidad de atropellos e injusticias de las que ha sido objeto la sociedad venezolana, la coyuntura electoral del 2024 podría estarse configurando como una oportunidad inédita para un cambio profundo en Venezuela. Un cambio que podría no limitarse a las personas que ejercen el gobierno, o detenerse en un cambio de régimen político, sino extenderse hasta el sentido profundo de las relaciones Estado-Sociedad que durante mucho tiempo ha predominado en nuestro país. A fin de cuentas, la naturaleza no da saltos. Sólo cuando la mayor parte de los elementos que sostienen un sistema ha colapsado es cuando comienzan a afianzarse las condiciones y principios para el surgimiento de lo sustancialmente nuevo.
Señalaremos aquí algunos de los factores y dinámicas disruptivas que parecen estar en curso en estos momentos. Un primer factor que cabe destacar aquí es la crisis del sistema de partidos que se ha venido consolidando durante las últimas tres décadas, surgido a su vez de la crisis del sistema bipartidista que durante los treinta años anteriores protagonizaron Acción Democrática (AD) y COPEI. La debacle de estos dos grandes partidos en 1993 dio origen en un primer momento, durante los años 90, a un sistema relativamente atomizado, conformado por una pluralidad de liderazgos y organizaciones políticas provenientes del desmembramiento de AD y COPEI. A menudo esas nuevas figuras emergieron durante —y como consecuencia de— el proceso de descentralización que impulsó la Comisión de Reforma para el Estado (COPRE).
En medio de esa atomización, Hugo Chávez irrumpió como un outsider militarista y populista, congregando en torno a sí a múltiples actores políticos cuyo único común denominador era su deslealtad al sistema político anterior, al que dieron en llamar “puntofijismo”. A partir de 2006, Chávez impulsó la concentración de dichas fuerzas en una nueva organización, el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), convertido luego en partido hegemónico ante una pluralidad de organizaciones opositoras que, por lo general, compartían una común orientación socialdemócrata. En reiteradas ocasiones esa variopinta oposición ha realizado esfuerzos para funcionar mancomunadamente, tal como lo demuestra una sucesión de esquemas unitarios en la que destacan la Coordinadora Democrática, la Mesa de la Unidad Democrática y la Plataforma Unitaria.
Paradójicamente, la conflictiva interacción que durante más de dos décadas se ha desarrollado entre el chavismo y la oposición ha ido desembocando en un pluralismo polarizado cada vez más estable. Por un lado, el carácter autocrático del chavismo ha impuesto una disciplina férrea al interior del PSUV, donde los dirigentes principales imponen a dedo a sus candidatos para cada elección que se presente. Por otro lado, el mecanismo unitario ha terminado operando como un cartel, en donde la oferta política se restringe ante el ciudadano mientras queda supeditada a las negociaciones interpartidistas que se desarrollan en el seno de las coaliciones opositoras.
Dicho sistema evolucionó de modo tal que mientras el chavismo se reserva a cualquier precio la presidencia de la república (garantía de continuidad del régimen), las elecciones en los niveles sub-nacionales permiten un reparto de cargos entre ambos polos y generan los incentivos para una relativa estabilización del sistema en su conjunto. Sin embargo, los nefastos resultados cosechados en el plano de las políticas públicas, consecuencia principalmente del ejercicio autocrático y depredador que el chavismo hace del poder estatal, pero también de la percepción generalizada de que la oposición se ha hecho incapaz de modificar dicha situación, han hecho que la confianza de los ciudadanos en este sistema decaiga hasta alcanzar mínimos históricos.
Esto nos lleva al segundo factor a destacar aquí: el surgimiento de un liderazgo individual, alternativo y no convencional para este sistema, como el que encarna María Corina Machado. Con una propuesta bien diferenciada, una visión esencialmente liberal en el plano doctrinal y una actitud contraria a la estabilización del statu quo, la oferta política de Machado finalmente ha conectado con el país, en el momento en el que una clarísima mayoría de los ciudadanos rechaza el socialismo y apuesta por quien de modo inequívoco trabaje a favor de un sistema radicalmente distinto.
El contraste que conlleva su liderazgo se incrementa, además, por tratarse de una mujer y una madre. Esta circunstancia no es menor en un sistema político como el venezolano, plagado de obstáculos a la hora de abrirle camino a los liderazgos femeninos, pero que al mismo tiempo se desenvuelve en el seno de una sociedad matricentrada. De hecho, es difícil concebir un liderazgo más opuesto, una imagen más contrastante, frente a la que ofrece un régimen militarista y autocrático. Las dimensiones de este fenómeno quedaron patentes en las primarias del 22 de octubre de 2023, donde el 93% de los casi tres millones de votantes se inclinaron masivamente en favor de la candidatura de Machado, incluso a sabiendas de que el régimen que preside Nicolás Maduro había decidido impedirle competir en las elecciones presidenciales de 2024.
Más allá del tiempo que pueda mantenerse vigente este fenómeno, lo importante es que refleja el rechazo de los venezolanos a un sistema de partidos que actualmente se encuentra muy alejado de sus expectativas. En parte, el descrédito del sistema en su conjunto se debe al continuo hostigamiento de la oposición por parte del régimen chavista-madurista, que desmantela a las organizaciones más frontales mientras avanza domesticando a unos y cooptando a otros. Como consecuencia de lo anterior parece reducirse la probabilidad de que un cambio profundo en el sistema sea conducido por los sectores políticos más visibles durante estos últimos 25 años. La mesa parece estar servida para que la ciudadanía le apueste masivamente a algo distinto.
En este contexto, la irrupción de un liderazgo fuerte, claramente asociado a una persona y a un discurso rompedor, ofrece nuevas perspectivas de cara a un eventual cambio en el contexto de unas elecciones presidenciales. La inhabilitación de Machado no ha impedido que la intención de voto se posicione a su favor en cifras que rondan la proporción 80-20; de hecho, más bien la ha potenciado. Es una señal muy clara de que el modelo chavista-madurista está agotado, aunque todavía se sostenga por la fuerza, y de que la posibilidad de un cambio dependerá de la capacidad del liderazgo opositor para articular ese gigantesco rechazo popular al régimen autocrático.
Para el momento de escribir este artículo, ni la candidatura de Machado ni la de su representante, la Dra. Corina Yoris, han podido materializarse durante las jornadas de postulación ante el Congreso Nacional Electoral. Lo impidió el propio régimen autocrático, quien en cambio sí le dio la opción a una serie de candidatos con los que ha demostrado entenderse con mayor o menor facilidad. No es posible augurar lo que pasará a partir de ahora, pero sí cabe señalar que tanto el enorme rechazo que experimenta el régimen actual, como la presencia de un liderazgo nítido y frontal que ha arraigado profundamente entre los venezolanos, constituyen obstáculos claros de cara a la consumación de un fraude. Muchas dictaduras han caído tras intentar este tipo de maniobras.
c) El final del siglo petrolero y el necesario redescubrimiento del valor de la libertad
Cabe entonces preguntarse si la posibilidad de cambio que pudiera estar emergiendo en esta coyuntura electoral de 2024 se debe a factores fortuitos o pasajeros, o si más bien sobreviene como consecuencia de un aprendizaje generalizado en el seno de la sociedad venezolana. En verdad aún es pronto para afirmar algo con rotundidad, dado que los acontecimientos se encuentran en pleno desarrollo. No obstante, a estas alturas ya es posible apuntar varios hechos reveladores, los cuales consideramos necesario presentar en perspectiva histórica, si queremos tener clara conciencia del cambio ante cuyo advenimiento pudiéramos encontrarnos ahora mismo.
Nuestra sociedad ha sido profundamente moldeada por lo que pudiéramos denominar “el siglo petrolero venezolano”. Para comprender esto es necesario reparar en el hecho de que la unidad del actual territorio venezolano no es, ni remotamente, una tendencia natural desde un punto de vista geográfico, social, cultural o político. Durante los siglos XVI y XVII, el occidente de la actual Venezuela estuvo más relacionado con lo que hoy en día es Colombia que con el resto del territorio, que durante largo tiempo estuvo mucho más vinculado con las islas del Caribe.
La unidad territorial de Venezuela es concebida tardíamente, en la segunda mitad del siglo XVIII, con la fundación de la Capitanía general en 1777. Pero esa concepción se vio rápidamente puesta en riesgo durante más de un siglo, a partir de las guerras que fracturaron a la monarquía hispánica a principios del siglo XIX y hasta la consolidación de la hegemonía andina en el temprano siglo XX. Esas guerras arruinaron las bases de una economía agropecuaria, interrumpieron el crecimiento natural de la población y generaron una considerable merma en la población.
Afortunadamente, el territorio de aquella antigua capitanía no terminó fracturado en varios países, como de hecho sucedió con la Capitanía General de Guatemala. Venezuela logró sobrevivir como un territorio descoyuntado, extremadamente vulnerable a las apetencias de las potencias extranjeras, hasta que una sucesión de gobernantes andinos supo emplear el sobrevenido maná petrolero para sentar las bases de un verdadero Estado, capaz de ejercer el monopolio legítimo de la violencia a todo lo largo del territorio nacional. Y tal como suele suceder en las etapas primigenias de la conformación de un Estado, lo hizo autoritariamente, privilegiando el orden sobre la democracia.
Ese siglo petrolero venezolano, que por ende se inicia bajo la égida de un régimen autoritario, vivirá luego una explosión democrática que efectivamente será capaz de poner la renta petrolera al servicio de las grandes mayorías. Más allá de sus imperfecciones, la democracia venezolana de la segunda mitad del siglo XX sentó las condiciones para una movilidad social rara vez vista en la región y en el mundo entero. Empero, y tal como han explicado múltiples autores (Baloyra, Martz, Rey, Karl, etc.), la estabilidad de la democracia quedó supeditada a la efectividad del reparto de la renta. La lealtad al sistema era en sí misma bastante precaria, tal como quedó revelado durante los graves acontecimientos que tuvieron lugar durante la década transcurrida entre 1989 y 1999.
La llamada Revolución Bolivariana llegó al poder bajo la promesa de restablecer un imaginario consolidado durante la democracia, que la sociedad consideraba traicionado: el de un gobierno popular a favor de las grandes mayorías, donde dicha condición popular se vería reflejada en menos corrupción y transferencias más efectivas del Estado a la sociedad. El Estado era, a fin de cuentas, asumido como motor de la economía y repartidor de la renta petrolera en un país lleno de riquezas. Durante los primeros años de la “revolución” ese imaginario pareció verse satisfecho: el hostigamiento a la disidencia fue visto como signo de combate a la corrupción, mientras el irresponsable despilfarro de recursos mediante una vasta red clientelar fue tomado por desarrollo.
Pero el tiempo no tardó en alcanzarnos. La destrucción del sector productivo nacional, tanto del público como el privado, es hoy más patente que nunca. La moneda ha sido pulverizada. Las instituciones ya no están al servicio de la democracia. Y por la más traumática de las vías, la sociedad ha ido perdiendo la esperanza de que el Estado sea el motor del desarrollo nacional. Tras 25 años de expolio continuado, el funcionariado público es hoy visto como una gigantesca maquinaria de extorsión, un entramado indescifrable y peligroso con el que el ciudadano común evita tener contacto en la medida de sus posibilidades. Del “Estado mágico” pasamos al “Estado matraca”.
Las dimensiones de este desengaño son inconmensurables. Echada nuevamente en brazos del hombre alzado en armas, Venezuela vuelve a conocer los rigores del engaño, el maltrato, el expolio y el abandono. De aquellos sueños de la “revolución bonita”, de aquel delirio de la “Venezuela potencia”, no quedan sino los sinsabores de una larga pesadilla, la angustia infinita que genera esa ficción totalitaria de la que el régimen chavista no ofrece escape alguno. De ahí que el venezolano vuelva a sentir con fuerza la más acuciante de las necesidades, la sed más profunda que se pueda experimentar, que no es otra que la sed de libertad que nace de un sólido amor propio.
Si contra todo pronóstico una religión minoritaria y perseguida como el cristianismo logró convertirse en credo oficial del Imperio Romano, no fue porque prometía tobos de agua ni bolsas de comida. Si la religión del perdón y la hermandad logró imponerse a las jerarquías de la ley y de las armas, fue precisamente porque supo ofrecer una esperanza a los más desesperanzados, porque le abrió la puerta de los bienes intangibles a quienes estaban más desprovistos de bienes tangibles, y porque inculcó en los más humildes el sentido profundo de su dignidad humana. El venezolano, como pueblo culturalmente católico que es, lleva en la sangre un sentimiento de dignidad personal que es la base de todo amor a la libertad. Un sentimiento al que es necesario apelar, mediante la palabra que dice la verdad, para sacudirse la pesadilla totalitaria.
Al mismo tiempo, en un terreno más pragmático y por esas paradojas de la vida, con la introducción del dólar en la economía nacional el sentido común se ha ido colando por la puerta de atrás. El venezolano que cobra en dólares por su trabajo, a diferencia del que cobra en bolívares, vuelve a experimentar la relación que verdaderamente existe entre esfuerzo y beneficio, al igual que lo hace el venezolano que trabaja fuera del país y envía remesas a Venezuela. Se recobra así un mínimo sentido de independencia personal, una cierta motivación al logro de la que casi naturalmente emerge la cabal comprensión de lo que realmente significa el mercado, entendido como ese locus donde demanda y oferta se encuentran para alcanzar acuerdos que nos benefician a todos.
De este modo, de la pulsión estatista, del frenesí expoliador, del paroxismo socialista, no parecería estar emergiendo otra cosa que un renovado amor por la libertad personal, política y económica. Pocas consignas son más vitoreadas en las concentraciones que organiza María Corina por todo el país que la promesa de acabar con el socialismo, devenido en sinónimo de opresión y oprobio. Hasta los empleados de los sindicatos chavistas añoran las pólizas de HCM; hasta el más socialista de nuestros revolucionarios prefiere una clínica privada para su familia o evita para sus hijos las escuelas públicas. Y cuando paradójicamente la pulsión estatista ha terminado por destruir el Estado, el esfuerzo privado emerge como ineludible pilar de la recuperación nacional. Ya no es una cuestión de preferencias, sino de correspondencia con la verdad efectiva de las cosas.
De este modo toca a su fin el modelo del Estado sobredimensionado e ineficaz, surgido al calor del absoluto control público de la renta petrolera. Las indudables virtudes que durante un tiempo le caracterizaron terminaron siendo aplastadas por la exacerbación de sus peores tendencias implícitas. A día de hoy, incluso la posibilidad de revivir una suerte de Estado del bienestar pasa por una previa reconstrucción de las instituciones públicas, así como por la liberación de las fuerzas productivas de una sociedad férreamente atenazada por las dinámicas totalitarias imperantes actualmente.
Se impone la necesidad de un modelo de relaciones Estado-Sociedad enteramente distinto, en donde el espíritu de libre asociación y emprendimiento de los venezolanos, amparados por un efectivo estado de derecho, se erija como verdadero motor de la actividad económica nacional. La gran mayoría de los venezolanos parece haber entendido esto desde el sentido común y la claridad que estimulan las grandes adversidades, a diferencia de lo que pregonan quienes aún tienen cómo negociar el ensanchamiento de sus jaulas dentro del caótico entramado actual.
d) La coyuntura 2024: ¿un punto de inflexión?
Las dictaduras de nuestro tiempo organizan votaciones; la realidad mundial no ofrece dudas al respecto. Lo que no permiten es que la gente elija. Para ello se valen de múltiples mecanismos a través de los cuales van impidiendo que se manifieste la voluntad ciudadana. Sin embargo, esto no quiere decir que las coyunturas electorales sean siempre un cómodo trámite para los regímenes autocráticos. Quizás sean situaciones relativamente fáciles de transitar para aquellos gobernantes autoritarios que cuentan con un notable respaldo popular, porque de hecho los hay. Pero no dejan de ser episodios incómodos para aquellos que cuentan con un masivo rechazo ciudadano.
No dedicaremos estas líneas a citar a decenas de autores que analizan el modo en el que los comicios, a pesar de todas las trabas que les imponen las autocracias, pueden desencadenar transiciones políticas. Sólo nos limitaremos a afirmar que esa posibilidad no se presenta de modo automático por el solo hecho de votar, sino que requiere la concurrencia de múltiples factores. Unas elecciones en las que sólo participan el autócrata y sus comparsas, desprovistas de cualquier voluntad de cambio y carentes de todo desafío al sistema, sólo contribuyen a estabilizarlo.
Las elecciones en autocracia sólo pueden eventualmente convertirse en un catalizador del cambio político cuando se asumen como una oportunidad para articular y expresar un rechazo masivo al régimen autocrático. Ello implica un enorme trabajo de comunicación, movilización y organización, en condiciones adversas y bajo múltiples riesgos. En este sentido, la unidad de las fuerzas que propugnan el cambio es fundamental, pero recalco: las que propugnan el cambio. Lo peor que puede suceder en estas circunstancias es que quienes procuran el cambio deban cargar en su movimiento con actores políticos que, en la práctica, le apuestan a la estabilidad del sistema autocrático.
Está claro que quienes controlan un sistema de estas características no están dispuestos a permitir su desmontaje si el cambio representa para ellos su persecución o encarcelamiento. Si se me permite el símil, esto funciona más o menos como un tubo de pasta dentífrica: la presión ejercida para que su contenido salga debe ir acompañada de la apertura de la tapa; de lo contrario, es difícil que el asunto pueda funcionar. Asimismo, debería ser evidente para todos que sin presión de ningún tipo las cosas tenderán a seguir tal como están. Por eso es necesario identificar el interés de los principales actores políticos involucrados, ya que no todos los que en teoría se oponen al sistema se perciben necesariamente como perdedores netos dentro del mismo. De hecho, aquellos que contemplan posibilidades de supervivencia y desarrollo dentro del ecosistema autocrático no tienen demasiados incentivos para asumir los costos inherentes a su modificación, sino que más bien propician voluntaria o involuntariamente su consolidación y fortalecimiento.
Los cambios de régimen político no suelen producirse cuando solamente existe una mínima unidad estratégica y operativa entre quienes genuinamente procuran el cambio, circunstancia que facilita la organización de los sectores sociales que también lo desean. También suelen ser necesarias la presencia de un liderazgo claro, la existencia de una crisis general del sistema y la pérdida de confianza de los grupos de poder que mantienen el sistema. En este sentido, para el caso venezolano actual, cabe señalar que el liderazgo de Machado contribuye significativamente, de cara a la ciudadanía, a centrar una línea de acción que un liderazgo colectivo no suele ser capaz de ofrecer.
Asimismo, el régimen chavista-madurista parece haber perdido a estas alturas toda posibilidad de ofrecer un modelo viable a los venezolanos. Tras desperdiciar el más grande boom petrolero de nuestra historia, el país está más arruinado que nunca. Ninguna de las iniciativas de política pública del régimen actual está orientada al desarrollo de la población, sino más bien a ejercer sobre ella un férreo control, y así lo percibe la gente. Por otro lado, la falta de resultados y el uso sistemático de la mentira han hecho que la dirigencia política del PSUV pierda toda credibilidad ante la población, de la cual viven separados por altos muros, gruesos blindajes y legiones de guardaespaldas.
No hay, en definitiva, encuesta alguna que no revele el gigantesco rechazo que genera este régimen político entre los venezolanos. Incluso varios de sus aliados internacionales, los que aún guardan algún respeto por las formas democráticas, han manifestado públicamente sus discrepancias ante los manejos fraudulentos del proceso electoral. Las preferencias masivas por un cambio profundo y urgente saltan a la vista. Ciertamente nada de esto es garantía de cambio, pero hagamos por un momento el ejercicio inverso: si hoy se desplomara el régimen, tal como sucedió en su momento con la Unión Soviética, mañana pulularían los profetas del pasado, los que torean a toro pasado, explicando por qué esa caída estaba cantada y se la veía venir. Y no sin razón, porque, en efecto, los indicios de descomposición del sistema son ya, a estas alturas, más que notables.
Por último, tengamos presente que sólo en raras ocasiones el ocaso de las dictaduras discurre a través de cauces perfectamente previsibles e institucionales. Cuando eso sucede, por lo general se trata de autocracias que privilegian el orden, mientras que la continuidad del régimen chavista se basa en el desorden. Lo más habitual es que las autocracias caigan a través de una sucesión de errores y hechos inesperados que emergen cuando la presión externa e interna que experimentan sus dirigentes, aunada a la irrupción de mecanismos de salida, termina por hacerlos colapsar de modo un tanto sorpresivo. En tal sentido, siempre y cuando se conjuguen los factores señalados en párrafos anteriores, las elecciones pueden ser un detonante del cambio incluso cuando se convierten en un robo flagrante. Tal fue el caso, por ejemplo de Venezuela en 1957-1958, de Panamá en 1989, de Perú en 2000, o de Bolivia en 2019. El tiempo, en todo caso, tendrá siempre la última palabra.