La hora de la representación real
Paola Bautista de Alemán
Las dictaduras que se extienden en el tiempo suelen carcomer los espacios de resistencia de la sociedad. La consolidación del mal erosiona las instituciones que deben orientar la lucha democrática y puede configurar una psicología de supervivencia que anima a la adaptación. Este patrón de decadencia se ha repetido en países que han sufrido dictaduras feroces como la nuestra. Y hoy está presente en Venezuela. En este artículo, que está abierto al tiempo y a sus consideraciones, profundizaré en dos asuntos: la erosión de esos ámbitos que deben dar cauce a nuestros deseos de libertad y los caminos que podríamos recorrer para afrontar esta realidad.
Hablemos sobre representación
Para comenzar, hablemos sobre representación. Es un concepto apasionante. Quizás, quien mejor lo describe es Eric Voegelin. Este autor propone que la representación es la capacidad que tiene una persona o un grupo de personas de articular y movilizar ordenadamente a una comunidad hacia un fin concreto. Es decir: la representación se concreta cuando una persona señala un destino y los demás lo siguen. En democracia, las elecciones son el mecanismo de representación formal por excelencia. Cuando un ciudadano vota en libertad, elige a quienes lo “representarán” y, a partir de ese momento, tienen legitimidad para gobernar. La relación entre representación y legitimidad es estrecha. Sin la primera, la segunda se hace difusa. Ahora, ¿qué sucede cuando esos mecanismos no son fiables o se han agotado? ¿Qué pasa cuando hay dictadura y esas herramientas se tuercen o son manipuladas?
Venezuela está en ese momento. La dictadura avanzó en sus ambiciones de poder. Y, al día de hoy, es necesario reflexionar sobre este particular. A mi modo de ver, caímos en este abismo de invertebración política en el segundo semestre de 2019 y aún no sabemos cómo enfrentarlo o cómo salir de él. Nuestra última elección con verdaderos rasgos de competitividad fue en 2015. Y siete años de represión, lucha, traspiés y desencuentros han desgastado esa fotografía. Además, los retratos más recientes son limitados y no parecen ser fieles registros de la realidad. Esta situación ha configurado una verdadera crisis de representación que tiene signos visibles en nuestra cotidianidad. El desencanto -y a veces desprecio- a la clase política, la aparente inacción de la sociedad y el divorcio con los asuntos públicos son signos inequívocos de esta enfermedad social.
Primera vía
Hasta el momento, han surgido dos vías para enfrentar este fenómeno. Me detendré en ambas. La primera, está liderada por Nicolás Maduro. La dictadura entendió prontamente la dinámica del vacío y se dispuso a crear instrumentos fácticos de legitimidad, que prescindieron de los mecanismos constitucionales de representación formal. Los primeros intentos fueron malandros. La mesita y los alacranes fueron evidentes transacciones de conciencia que no lograron crear en lo inmediato una oposición más dócil que fuera creíble dentro y fuera del país. Entonces, avanzaron en otra estrategia: se dispusieron a profundizar negociaciones al detal con integrantes de la sociedad civil y con miembros de partidos políticos con quienes llegaron a acuerdos parciales. Estas operaciones políticas se sustentaron en mecanismos fácticos de legitimidad. Es decir: ante la ausencia de mecanismos formales de representación, la única fuente de legitimidad que tuvieron -y tienen- quienes participaron en estos espacios fue la que les otorgó la dictadura al señalarlos como interlocutores válidos. Conviene hacer una aclaratoria: no cuestiono la rectitud de intención de quienes avanzaron -y avanzan- en estas agendas. Mis consideraciones son prácticas, no morales. A mi modo de ver, abrir estas zonas con la dictadura, en evidente condición de debilidad, de manera unilateral y sin garantía alguna de cumplimiento real, impone riesgos personales y colectivos que pueden afectar nuestro itinerario hacia la democracia.
Veamos una aproximación a la lógica que podría mover a estos actores. Por lo que he escuchado y leído de esta postura, entiendo que la intención es crear condiciones para que se cristalicen las voluntades reformistas que puede esconder la dictadura. Perciben que dentro del régimen puede haber quienes desean avanzar hacia la democracia y hay que facilitarles ese camino. Es una estrategia que apuesta a los cambios desde adentro hacia afuera. Esta opción es deseable: ¿quién puede oponerse a un proceso de cambio político pactado que nos lleve hacia una democracia estable y duradera? Nadie en su sano juicio se puede resistir a este desenlace. Por eso, creo que debemos hacernos con rectitud, realismo y honestidad -al menos- estas preguntas: ¿El chavismo-madurismo es reformable? De serlo y siendo que las negociaciones al detal son iniciativas políticas que nacieron de manera unilateral, ¿cómo avanzar de manera más inclusiva, configurando un movimiento de liberación que logre representar a la mayoría del pueblo de Venezuela y contribuir con la reconstrucción institucional de las fuerzas políticas democráticas del país? Pero, de ser imposible el itinerario anterior, hay que hacerse otras interrogantes: ¿Cuáles son las consecuencias de avanzar hacia un destino que luce inalcanzable? y ¿Cómo impactará al futuro de nuestra lucha democrática que se adelanten iniciativas desde, como diría Ortega y Gasset, “acciones directas” y “compartimientos estancos”?
Hay países que han acudido a esta opción de lucha. Quizás el caso más relevante es Zimbabue y el “Power Sharing Agreement” (2008). La oposición del país africano, contando con evidente apoyo popular y animado por toda la comunidad internacional, acordó ser parte del gobierno de Mugabe, presidir algunas instituciones de la dictadura y liderar reformas hacia la democracia. Lamentablemente, poco tiempo después ocurrió lo contrario. Las reformas fracasaron. La oposición se corrompió, la dictadura no avanzó hacia la democracia y el país se desencantó de la política. Catorce años después, en Zimbabue no hay democracia. Esta experiencia -y otras- me obligan a reiterar con firmeza que esta opción de lucha es riesgosa. Intentar subsanar la profunda crisis de representatividad que padecemos con mecanismos fácticos de legitimidad creados por quienes secuestran el poder es una apuesta osada. Sin quererlo, se puede configurar un escenario perfecto para la simulación democrática, para el reequilibramiento autocrático y para el apaciguamiento de nuestros impulsos de libertad. La dictadura no da nada de gratis y me temo que, tarde o temprano, terminará cobrando el “poder” otorgado deliberadamente a quienes apuestan a este género de liberación.
Segunda vía
Veamos ahora el segundo camino que se ha querido construir para subsanar nuestra crisis de representación. Juan Guaidó se juramentó como presidente encargado de la República Bolivariana de Venezuela el 23 de enero de 2019. En este artículo no profundizaré en este proceso político, que es reciente y complejo. Sin duda alguna, habrá que hacerlo en el futuro. Solo diré lo que nos es evidente: después de tres años no hemos alcanzado nuestros objetivos de liberación, la instancia se ha erosionado y pareciera que el centro de nuestra lucha política no gravita ahí. En términos de lo expuesto sobre el concepto de representación: la presidencia interina es una fotografía desgastada que pareciera no retratar nuestra situación actual. En líneas anteriores referí que la representación se evidencia en la capacidad de articulación y movilización social. Al día de hoy, pareciera que el interinato no cuenta con esas potencialidades.
Esta carencia se ha intentado subsanar por medio de la legitimidad que pueden otorgar los aliados internacionales, especialmente Estados Unidos. Es decir, la actual fuente de legitimidad de la presidencia interina no se encuentra en mecanismos de representación formales ni reales, sino en la que le otorga parte de la comunidad internacional al señalarlos como interlocutores válidos. Algunos podrán estar en desacuerdo con este análisis y recurrir a la legitimidad que podrían otorgar supuestas interpretaciones constitucionales que no son claras ni evidentes. Sin embargo, existe una realidad política que confronta a este voluntarismo constitucional. El sustento jurídico de la presidencia interina estaba íntimamente asociado a su triunfo a corto plazo. Es decir: el Estatuto de la transición se creó para darle cauce a la potencialidad de cambio que había en 2019. Ante la ausencia de esa condición, el mecanismo perdió su razón de ser política. Esto ha ocurrido antes, en otras latitudes. Por ejemplo, la “Ley para la reforma política” (1976) que en España permitió ir “de la ley a la ley” en España sirvió al cambio político porque facilitó su concreción ordenada. Sin ese desenlace, esa obra jurídica de Torcuato Fernández Miranda hubiera sido letra muerta y no habría pasado a la historia.
En resumen: después de tres años, el gobierno interino es una instancia que está reducida a la legitimidad que le otorgan los aliados internacionales. Dado lo expuesto, considero que esta condición cedida es insuficiente en materia de representatividad real o formal. Sin embargo, podríamos preguntarnos si el interinato podría ser cantera de representación real. Me pregunto: ¿Este espacio podría transformarse en una instancia que inspire, articule y movilice a las fuerzas democráticas venezolanas y a la sociedad? En este sentido, conviene detenernos brevemente en la configuración actual del llamado “Gobierno interino”. Formalmente, incluye a los principales partidos del país (G4) y a los minoritarios (G8). Sin embargo, los modos de “gobierno” que se han instalado han propiciado que se imponga el accionar político del equipo de Juan Guaidó y de fuerzas minoritarias, las cuales se ven sobredimensionadas y beneficiadas en esta ordenación. A mi modo de ver, es una suerte de “vocación hegemónica” que impacta malamente nuestra lucha política porque obstaculiza gravemente la generación de consensos y la construcción de una unidad real, aquella que debe responder a los verdaderos problemas de los venezolanos. Y, al ser profundamente excluyente, atomiza aún más el espectro político opositor.
Esta situación es lamentable porque alimenta el desencanto con la política y profundiza la crisis de representación. Ensancha la brecha entre el país y los políticos. Las encuestas muestran que en la mente y en el corazón de los venezolanos se estaciona la idea de que los políticos dedicamos nuestro tiempo a cuidar parcelas artificiales de poder y no a atender sus problemas reales. Es como si se confirmara que vivimos en el espejismo de aquello que pudo ser, pero no fue. Y, además, se consolida la dinámica de atomización del espectro político opositor. La cerrazón del interinato fue -y es- caldo de cultivo para que surjan negociaciones al detal y para que la dictadura salga al mercado de las insatisfacciones a identificar individualidades dispuestas a ser interlocutores válidos y creíbles.
¿Tercera vía?
Hasta ahora hemos reflexionado sobre las dos vías que se han creado para sortear el vacío de representación que nos aqueja. Son caminos divergentes con una característica común: cuentan con una aparente legitimidad que no deriva de mecanismos formales ni reales de representación y que les ha sido concedida por poderes fácticos. Este aspecto es complejo. Cuando la legitimidad de una instancia política no está anclada en su poder de representación real o formal, puede quedar reducida a las apariencias y ser profundamente dependiente e inestable. Y, al verse sustentada únicamente en la voluntad de quien le ha infundido “poder”, puede quedar sometida a sus intereses o arrebatos. Este riesgo nos recuerda que la libertad de conciencia y la independencia personal son condiciones insustituibles para la creación de una representación real que impulse verdadera legitimidad y dirija a la lucha democrática.
Este análisis necesariamente nos invita a pensar en soluciones. No podemos quedarnos en el difícil diagnóstico ¿Qué debemos hacer? ¿Cómo sacarle provecho a aquellos espacios o iniciativas preexistentes que pudieran contribuir a nuestra liberación? ¿Cómo salir del abismo? ¿Cómo construir la representación real que tanto necesita Venezuela? Para estas preguntas no hay respuestas únicas ni excluyentes. Compartiré cinco ideas con el fin de animar a la reflexión y allanar el camino de la reconstrucción de nuestro tejido político y social.
Primera idea: el liderazgo moral. La historia enseña que la vida de quienes han encabezado luchas como la nuestra en otras latitudes y tiempos ha estado marcada por una visión trascendente de la política. Por “visión trascendente” me refiero a valores inmateriales del espíritu humano que le dan sentido al esfuerzo, a la existencia del mal y al sufrimiento. Hay tres ejemplos que me conmueven: Lech Walesa, Oswaldo Payá y Vaclav Havel. Los dos primeros se aferraron a su fe cristiana y el último, a los bienes que ofrece la cultura. Esta referencia no es romanticismo ni autoayuda. Es un recordatorio de la necesaria fortaleza moral que se necesita para superar los obstáculos y transformarse en la voz de un país que desconfía, que está cansado y que comienza a asumir que está condenado a vivir en la injusticia. Considero que esta condición del liderazgo es imprescindible para avanzar en la construcción de la representación real. Por eso, es importante crear e impulsar espacios de formación y socialización que ofrezcan condiciones para que prevalezcan personas de este talante.
Segunda idea: el predominio de la conciencia. Alexander Solzhenitsyn solía decir que la verdadera lucha por la libertad se da en el corazón humano. Con frecuencia vuelvo a esa idea. Nuestro país es un tropel de carencias humanas y materiales. Al recorrerlo, me he encontrado con las Casas Muertas de Miguel Otero Silva y con la barbarie que describió Rómulo Gallegos. En pleno S.XXI, nuestra labor política debe tener fines profundamente pedagógicos y humanos. Tenemos el deber de rehabilitar el espacio público y salir al encuentro del otro, de los demás, de los venezolanos. Debemos escuchar y acompañar. Reflexionar y actuar. Retomar el valor del testimonio político y abonar el terreno para que esas conciencias despiertas puedan animarse a luchar por democracia.
Tercera idea: el carácter criollo. Por muchas razones, en el ocaso de nuestra democracia decidimos desconocer nuestra tradición republicana y esa actitud fue terreno fértil para que la narrativa del chavismo-madurismo brotara. De esta manera, el relato revolucionario que despreciaba nuestro pasado y condenaba cualquier opción de futuro en libertad hizo mella en nuestra fibra democrática. Con firmeza debo afirmar que, para reconstruir el país y nuestra democracia, debemos vencer esta distorsión que nos arrojó a la orfandad histórica y cultural. El “borrón y cuenta nueva” que pretendió impulsar el chavismo quiso arrebatarnos el orgullo de la civilidad. Eso debe cambiar. Volver a lo que somos, ver nuestras luces, enfrentar nuestras sombras, retomar con madurez nuestras raíces y redescubrir -como diría Augusto Mijares- lo “afirmativo venezolano”- es necesario para avanzar.
Cuarta idea: La laboriosidad. El liderazgo moral, el predominio de la conciencia y el carácter criollo cobrarán frutos de libertad si se cristalizan en planes concretos de organización política y social a lo largo y ancho del país. Me admiro cuando veo el empeño de políticos y líderes sociales que dedican sus vidas a expandir sus organizaciones e instituciones al servicio del país. Van como labriegos quitando la maleza del desánimo y sembrando esperanza. Avanzan con muchas limitaciones. Van estado por estado, municipio por municipio, parroquia por parroquia. Es un trabajo silencioso e indispensable. La única manera de vencer los mecanismos fácticos de representación es creando un movimiento que sea portador fiel e indiscutible de la legitimidad real. Hay que trabajar, crear y construir. Los tuits, los análisis (como este), los comentarios y las peñas son insuficientes. Nadie nos va a regalar la libertad. Debemos ganárnosla con generosidad.
Quinta idea: La apertura. Construir la representación real es una tarea que nos convoca a todos. Una de nuestras tragedias actuales es la invertebración del espectro político opositor. El régimen ha logrado espesar la bruma y es difícil distinguir el horizonte. Es complicado saber quién es quién. Y no basta con decir que quien no sea gobierno, es oposición. Todos sabemos que la realidad es mucho más turbia y enredada. Ignorar esta dificultad no hará que desaparezca. Tenemos que transitar esta tierra de sombras con la audacia que ofrece la pericia política. Hay que tejer redes auténticamente opositoras que no defrauden -una vez más- los impulsos de libertad del país. Es indispensable conocer la realidad de cada región y trazar un mapa real de las fuerzas opositoras que allí operan. Solo así podremos “tejer” con mayor asertividad. La necesaria apertura política debe ir acompañada de un trabajo casi artesanal que nos permita avanzar con confianza.
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Finalizo así este análisis que está abierto al tiempo. Soy consciente de las complejidades que me he aventurado a describir. Advierto sus dificultades y entiendo que ninguno de los temas acá expuestos está agotado. Lo reitero: Estas ideas están abiertas al tiempo. Nuestro país demanda reflexión y trabajo. Por eso, me aferro a las palabras que escribió José Rafael Pocaterra en 1937, cuando nuestro país parecía condenado a la decadencia: “Sonó la hora de que se llamen las cosas por su nombre y no los nombres por su cosa”. Venezuela nos espera. Es la hora de la representación real.