Notas sobre los Partidos Políticos bajo un Sistema Autoritario: el Caso Venezolano – Guillermo Tell Aveledo Coll

Notas sobre los Partidos Políticos bajo un Sistema Autoritario: el Caso Venezolano – Guillermo Tell Aveledo Coll

Notas sobre los Partidos Políticos bajo un Sistema Autoritario: el Caso Venezolano

      Guillermo Tell Aveledo Coll

Es un lugar común decir que los partidos políticos son esenciales a la democracia, pero qué ocurre con los partidos bajo un sistema autoritario. Examinar esta cuestión puede ser un ejercicio teórico útil, pero en nuestro caso es constatación práctica: Venezuela ha dejado de ser en las últimas décadas, un sistema pluralista en todo sentido concebible desde las ciencias políticas y sociales; y ese cambio tiene una evidencia principalísima en la caracterización del sistema de partidos que describiremos en estas notas, en las cuales hemos decidido omitir referencias técnicas de la literatura relevante.

En primer lugar, cabe definir someramente lo que es un partido político. Un partido es una organización voluntaria, ordenada jerárquicamente y de carácter permanente, cuyo propósito es competir por el poder institucional a través de las elecciones, con el objeto de actualizar en políticas públicas y legislación su visión general sobre la realidad. Como ha de notarse, esta definición requiere, para tener vigencia en la práctica, de un entorno democrático o, como diríamos con cierta pedantería politológica, poliárquico. ¿A qué nos referimos? A tres condiciones elementales: la libertad de las personas para asociarse y organizarse; la posibilidad de que esos individuos y su organización expresen sus criterios en la esfera pública; y el reconocimiento de la legitimidad de su existencia y acción. Se trata de unos elementos básicos, incluso previos a los estándares democráticos para los procesos electorales.

La historia de la democracia venezolana, en cuanto es una historia que tuvo su postergada realización institucional sólo avanzado el siglo XX, es la historia de sus partidos políticos. La sociedad venezolana fue por diversos motivos incapaz de forjar una dinámica partidista mínimamente tolerante y liberal en el siglo XIX, sustituyendo al limitado ciudadano-elector establecido en las constituciones por el ciudadano-en-armas del caudillismo, en contraste con las aspiraciones de institucionalización republicana y progreso social que, paralelamente, alimentaban nuestra mentalidad como nación. Con el tardío siglo XX, las juventudes que crecieron a la sombra del autoritarismo gomecista crearon las primeras organizaciones ideológicas modernas, y en medio de avatares, son los estadistas allí surgidos los que acordaron las reglas de lo que el profesor Juan Carlos Rey llamó el “sistema populista de conciliación de élites”: la democracia de Puntofijo, o de partidos. Decía Rey que era “populista” por estar anclado en la legitimación popular en elecciones libres y regulares, y de “conciliación de élites” porque pasaba por la discusión de políticas públicas entre sectores divergentes, pero con mutuo reconocimiento. El rol de los partidos en este esquema era esencial: principalmente el socialdemócrata Acción Democrática y el democristiano Copei, pero así también partidos de relevancia electoral y parlamentaria dado su apoyo popular, incidían en los arreglos institucionales, la selección de funcionarios públicos, y de manera crucial en los presupuestos y los aspectos redistributivos derivados de sus programas, ya moderados en un centrismo ideológico algo pragmático. Esto llevaba paradójicamente a la situación en la cual la responsabilidad de los partidos estaba asociada, en su costo político, a los usos que la sociedad hacía de los recursos y medidas que la dirigencia estatal.

No es este sucinto recuento histórico una mera digresión. El sistema político venezolano era un sistema partidista, y los problemas de eficacia derivados del agotamiento del modelo rentista, los fallos morales de algunas administraciones, y la paradójica relevancia derivada de su influencia general, llevaron a una prolongada crisis de legitimidad de sus actores fundamentales. Esto dio paso a un creciente desdén, especialmente entre otros sectores de élite, hacia su desempeño y autoridad. Se decía en los ochentas y noventas del siglo pasado que el nuestro era un Estado asfixiante, y que sus manos rígidas eran las de los partidos: “Estado-de-partidos”, “partidocracia”, “clase política” repetían desde los medios académicos, analistas y, más acusadamente, competidores políticos y sociales de aquella dirigencia, desde todos los extremos ideológicos. La gente ‘decente’, se reclamaba, no se involucraba en la ‘corrupta’ política. En ese contexto de fin de sistema llegó el Chavismo, que en su origen era una coalición de elementos de izquierdas y derechas antiliberales (aunque eventualmente serían los primeros los que adquirieron una importancia definitoria). Era la época de la antipolítica, el anti partidismo y el “neopopulismo”.

En este sentido, el sistema político emergido con un importante apoyo del electorado -aunque con una también significativa abstención electoral- en 1999, se definió negativamente como una corrección de esa “partidocracia podrida”: el fallecido presidente Hugo Chávez llegaba con un “movimiento” a adecentar la política. Con la Asamblea Nacional Constituyente, dominada abrumadoramente por una sola organización, se redactó un nuevo arreglo social. La Constitución de 1999 es esencialmente antipartidista: aunque formalmente mantiene las libertades de asociación expresión y reunión, reduce a los partidos al eufemismo de “asociaciones con fines políticos” y, disminuyendo las competencias del poder legislativo, reduce también el foro natural de los partidos y sus atribuciones. Se sustituyó a los partidos en el texto constitucional por la sociedad civil, que rápidamente serían desconsideradas en la práctica del chavismo por la miríada de iteraciones del llamado poder popular, ya como aspiración colectiva de los partidarios de la revolución, ya como cooptación burocratizada desde el Estado. Se reclamaba el desmontaje de la “democracia representativa” (partidista, burguesa y falsa) y su sustitución por la “democracia participativa” (verdadera y popular).

Debe decirse entonces que el momento fundacional del sistema político presente, si bien tenía una legitimidad democrática mayoritaria importante derivada del apoyo carismático a la figura de Hugo Chávez, con importantes victorias electorales especialmente a partir de 1999, carecía de los elementos de reconocimiento pluralista y de apertura propios de una democracia liberal. Pasó de una “democracia iliberal”, con el avasallamiento mayoritario de las minorías disidentes (definidas como “oligarquías”), a un sistema de “autoritarismo competitivo” en las que el líder carismático permitía algunas libertades electorales, hasta llegar bajo las administraciones de Nicolás Maduro a ser un sistema claramente autoritario. Pero, no se dude: en su hibridación entre apoyo popular y autoritarismo, sería inconfundible con un sistema pluralista y, por tanto, ha tenido una constante hostilidad hacia los partidos políticos, su despliegue y su acción.

Recorrer el devenir de los partidos políticos en las dos décadas del sistema político chavista es ver los altos y bajos de la disidencia democrática venezolana, y la historia de su oposición, pero también el de una relativa instauración -que no institucionalización- de un partido-de-Estado, desde el Movimiento Quinta República (MVR) hasta el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV). ¿Cuál ha sido este camino?

Comencemos con la descripción de la dinámica de la oposición y sus partidos. En 1999, el desconcierto de las dirigencias partidistas llevó a una especie de repliegue, recibido con beneplácito por las élites: AD y Copei casi disminuidos a su mínima expresión, y la alternativa de un partido de oposición nacional en Proyecto Venezuela no se había consolidado. Aunque se mantuvieron algunas plazas locales y regionales en el proceso electoral del año 2000, el liderazgo de la oposición en los primeros años del chavismo se concentró en organizaciones de la sociedad civil, fundamentalmente Fedecámaras, la Confederación de Trabajadores de Venezuela y Gente del Petróleo, así como los principales medios de comunicación privados. Los partidos de oposición estuvieron a la zaga, llevados hacia una serie de compromisos y tácticas que fueron minimizando su eficacia, pese a consistentemente obtener alrededor de un 40% de apoyo electoral atomizado en varios grupos. A partir de 2006, con la candidatura presidencial en coalición de Manuel Rosales, se formó el núcleo de la oposición venezolana en la década y media siguiente: a los nuevos partidos Un Nuevo Tiempo (UNT, surgido de una escisión regional de AD) y Primero Justicia (PJ, emergido de activistas independientes desde la sociedad civil) se unieron AD, Copei, Proyecto Venezuela, La Causa Radical entre otros, para conformar varias alianzas que trascendiendo sus diferencias en el espectro ideológico, se afincaran en su postura de intentar frenar el avance autoritario en el país y ofrecer una alternativa electoral en el país, con la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) a partir de 2009. De ese 40% de apoyo difuso, se consolidó a un crecimiento paulatino pero sostenido desde el 46% de las elecciones parlamentarias de 2010 (rompiendo la barrera del tercio en el parlamento), el crecimiento en las presidenciales de 2012 y 2013 lideradas por Henrique Capriles, vaivenes en las elecciones regionales y avance en las locales, y por supuesto el éxito de las parlamentarias de 2015, con un 56% y, a la fecha, el mayor caudal de votos absolutos recibido por coalición alguna en la historia electoral de Venezuela. Con sus altos y bajos, los partidos que conformaron la MUD (a los que habría que sumar Voluntad Popular (VP), división progresiva de PJ y UNT) habían logrado consolidar liderazgos propios, presencias regionales y procesos de formación de cuadros, con avances especialmente notorios gracias a su táctica electoral. Esto es tanto o más meritorio si se consideran las circunstancias retadoras de un sistema hostil al pluralismo.

Desde el Chavismo, el MVR y luego el PSUV ha sido el socio dominante y hasta hegemónico de las diversas iteraciones del Polo Patriótico formada en 1998, y que ha dominada la política electoral venezolana desde la práctica de la delegación mayoritaria del primer chavismo, con el desarrollo de un creciente autoritarismo electoral, especialmente en la década de los 2010. Pero más allá de sus éxitos en las urnas, mediados por una combinación de genuina popularidad y clientelismo, es la definición del PSUV como partido-de-Estado la que llama la atención. En Venezuela, existieron partidos hegemónicos derivados de una revolución de origen popular que coparon el Estado (como el histórico Partido Liberal Amarillo, o incluso la AD del trienio 1945-1948) y organizaciones partidistas promovidas más o menos torpemente desde el poder ejecutivo (como el PDV medinista o el FEI perezjimenista), pero sólo el PSUV ha confundido su existencia con el Estado nacional a tal modo que en ocasiones es imposible distinguir la una de la otra. Ciertamente, el chavismo ha organizado redes de participación política paralelas al partido de Gobierno (desde los “Círculos Bolivarianos” hasta “Somos Venezuela”), pero tras la purga de sectores reformistas del MVR entre 2001 y 2004, el PSUV nació como un intento de organizar desde la Presidencia un partido único de la revolución a partir del 2005, cuando Hugo Chávez declaró que la revolución bolivariana era en adelante una revolución socialista. A diferencia de AD y Copei, el líder máximo del partido siempre ha sido el Presidente de la República, mientras los espacios físicos del Estado -y los espacios públicos en general- no sólo han servido para la actividad partidista no-gubernamental exclusiva de dicha tolda, sino que además se había fundado la membresía del partido tanto con la movilización compulsiva de funcionarios de las administración pública como con el uso político-electoral de los programas de asistencia social desarrollados desde su aparato. Súmese a esto cómo individuos que han sido militantes de esta organización han sido seleccionados, en contraposición al mandato de apartidismo constitucional, como magistrados en los poderes ciudadano, judicial y electoral. Así, el PSUV es un robusto partido nacional hoy en la medida que toma para sí el despliegue del propio Estado, asumiendo éste último los fines programáticos de aquél.

Claro está, estos procesos, que coinciden con el fin de la etapa carismática del Chavismo, y el despliegue autoritario de la etapa liderada por Nicolás Maduro, como continuidad de los avances represivos sobre las libertades civiles que caracterizaron la década del 2000, pero con menos apoyo popular ostensible y un aún más acusado uso de la coacción estatal. Las reglas electorales ventajosas y el desconocimiento de resultados comiciales adversos, el control sobre la opinión pública y los medios de comunicación, el no reconocimiento a organizaciones sociales y políticas adversas al ejecutivo, así como las restricciones al despliegue autónomo de las fuerzas productivas, se originaron con un significativo apoyo social bajo la presidencia de Hugo Chávez. Pero todo esto se ha agravado con el ascenso de Maduro, desde cuyo mandato se ha promovido tanto la anulación de las alternativas partidistas electorales, como la radicalización paralizante de la política opositora.

¿Cuál es la situación actual? Los rasgos del sistema de partidos hoy son los rasgos que corresponden a un sistema de partidos en un sistema autoritario, donde una oposición democrática se debate tácticamente entre la lealtad a un sistema de reglas deslealmente abusadas por el Ejecutivo, y las salidas antisistema insurreccionales. A su vez, en un sistema de esa naturaleza, el partido estatal -hegemónico- se debate entre ser un partido único o permitir una oposición entre inefectiva y ficticia. 

Tabla N°1 

Esto se verifica en la práctica venezolana, mientras se mantiene un marco constitucional tímidamente pluralista, por un despliegue de reglamentos, leyes, decisiones judiciales y administrativas que limitan la acción partidista opositora y de antiguos aliados del Chavismo por medio de medidas como:

  • Fiscalización celosa del financiamiento privado a las organizaciones políticas, con persecución a los donantes privados y en paralelo a la prohibición de financiamiento público hacia aquellos;
  • Establecimiento y exacerbación de reglas de adjudicación de cargos que favorecen a la primera minoría electoral en cuerpos legislativos;
  • Imposibilidad o negativa de registro formal de organizaciones disidentes (como Vente Venezuela y Marea Socialista);
  • Suspensión, invalidación o ilegalización de coaliciones y organizaciones políticas en represalia a sus estrategias políticas (como la MUD, PJ, VP, AD entre otras (ver Tabla N° 1)):
  • Inhabilitación, exilios, detenciones y hasta presidio de los principales dirigentes de esos partidos, así como de un número importante de sus representante electos;
  • Cooptación y corrupción de dirigentes medios opositores, ya para su adhesión formal al chavismo, ya para la fagocitación de partidos disidentes;
  • Imposición de autoridades partidistas paralelas por parte del poder judicial (Copei, AD, PJ, VP, Patria Para Todos, Tupamaro);
  • Ataques físicos e invasiones de sedes nacionales, regionales y locales de los partidos políticos;
  • Disolución y constante amenaza a la formación y actividades de los cuadros partidistas juveniles y de base, especialmente en comunidades consideradas como “territorios” chavistas.

En la medida que esto ha ocurrido, la tendencia de crecimiento electoral opositor ha sido frustrada por olas sucesivas de represión por parte del Estado, llegando a su exacerbación en el cuestionable proceso electoral parlamentario del año 2020. Con ello, los avances de institucionalización partidista, y las condiciones del despliegue de la actividad política democrática, difícilmente pueden ser evaluados como si ocurriesen dentro de un sistema democrático. No sólo en lo que se refiere a la relación de los partidos vis a vis el Estado, sino a sus procesos internos: la dinámica de elección de autoridades, formación de cuadros y activismo local se encuentra afectada por este acoso constante, y por la suspensión casi efectiva de la vida política regular.

Enmarcado ese proceso electoral en el esquema autoritario antes descrito, el resultante sistema de partidos tiene una dinámica ajena al pluralismo democrático. Si bien no se puede hablar formalmente de un sistema de partido único, a todo efecto práctico el PSUV ha logrado este propósito histórico. La oposición parlamentaria existente de hecho corresponde a partidos de oposición que han aceptado las reglas desventajosas, o que se han beneficiado directamente de su aplicación para el control de organizaciones de manera indebida, y para la obtención de posiciones en la representación nacional. Adicionalmente, aún con la posibilidad que la oposición parlamentaria de hecho asumiera una política diferenciadora del Ejecutivo, su capacidad de hacerlo está mermada por las reglas electorales que permitieron una holgada ocupación del parlamento por parte del PSUV, en la cual poco más del 60% de los votos sirvió para tomar más del 90% de los escaños, imposibilitando cualquier incidencia política que estos grupos pudiesen aspirar. Fuera del parlamento, las medidas de autoritarismo electoral del ciclo iniciado el año 2017 han permitido revertir también, con relativamente minoritario apoyo popular, la presencia local y regional de liderazgos y representación opositora en Gobernaciones, Consejos Legislativos, Alcaldías y Concejos Municipales. Es discutible si esto se ve potenciado por el boicot electoral desde la oposición tradicional, pero lo cierto es que las organizaciones políticas identificadas con esta, incluyendo a su coalición, operan en una suerte de semiclandestinidad.

Las presentes circunstancias, que revelan una debilidad relativa de los partidos opositores, y fracturas tácticas derivada del ciclo represor, generan condiciones que dificultan la posibilidad de una coordinación estratégica en el mediano plazo, con el establecimiento de reglas que no sean meramente la repetición de arreglos informales vigentes. Estas condiciones pueden resumirse en: a) la desconfianza dentro del liderazgo disidente; b) el desestímulo a una dinámica electoral progresiva; c) la apelación a tácticas maximalistas sobre la base de premisas no verificadas en la realidad; d) la desmoralización de cuadros medios y de base, especialmente a nivel regional y local; e) la diferenciación discursiva de una “oposición nacional” y una “oposición en el exilio”, que tienden a ser crecientemente internalizadas.

Aún en medio de un clima represivo abierto, y con medidas de persecución en plena vigencia, existen algunos puntos positivos que deseamos destacar. En primer lugar, permanece mayoritariamente entre la disidencia opositora venezolana la convicción ideológica del valor del pluralismo político y la restauración de la institucionalidad republicana, sin que se haya propagado aún la amarga convicción de la inevitabilidad de los sistemas autoritarios como destino fatal. En segundo lugar, existe una creciente voluntad de reagrupar fuerzas, para plantarle la cara al abusivo poder estatal desde los espacios locales y regionales donde se asiente una aspiración de cambio de manera mayoritaria, independientemente de las banderías que la animen. Por último, se constata aún la tenaz voluntad de cuadros dirigentes y militantes de organizaciones democráticas a lo largo del país, así como de jóvenes y ciudadanos independientes, en sumarse a las tareas de reconstrucción y organización política, en relación de respeto y contacto con los compañeros afectados por el exilio y la persecución.

Como dijimos al comienzo, la vida de la democracia venezolana ha sido la vida de sus partidos. Y la vida de los partidos es la vida y empeño que en ello aportan voluntariamente sus miembros. En otros momentos de la historia, las posibilidades de acción opositora efectiva eran vedadas por la ley y el abuso de poder. En otros momentos de la historia, la sociedad ha logrado generar de su seno organizaciones que mantengan viva la llama de la aspiración pluralista, democrática y republicana.

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