Para cultivar el alma democrática – Juan Ernesto Bonadies

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…recordemos lo que los romanos (…) pensaban que debe ser una persona culta: la que sabe cómo elegir compañía entre los hombres, entre las cosas, entre las ideas, tanto en el presente como en el pasado.

—Hannah Arendt.

 

Preámbulo

Es frecuente, en los diagnósticos filosóficos sobre la civilización desde del siglo XX, la idea de que ésta padece una crisis de sentido. Se ha vuelto de suma importancia atender esto, y la palabra es sugerente en varios aspectos: sentido en tanto orientación o camino —nos confundimos y desviamos, hemos perdido el norte—, y sentido en tanto valor y significado —la distinción de qué es importante y sus fines.

Actualmente converge aquella crisis con otra: la crisis de la democracia. La paulatina entrada en una era posdemocrática comprende la transición hacia sistemas políticos inauténticos, que se mantienen democráticos en lo normativo, en el papel, pero positivamente van mermando la incidencia de la participación ciudadana.

Con la era digital y el gran cúmulo de informaciones y estímulos recibidos, cada hora, desde cualquier parte del mundo, se consolidó también la globalización. En la medida en que aumenta aquella recepción de variopintas informaciones globales, se desplaza también la relevancia de lo local —la misma limitación humana no nos permite atender a todo ello, y de intentarlo, lo haremos superficialmente, “por encimita”—. En Venezuela, particularmente, ante el desencanto por la situación política, los desiertos informativos, la censura y autocensura de la prensa y la ciudadanía, la migración, la pobreza y otros factores, la atención mediática y el interés popular se vierte muchas veces hacia el exterior, con lo cual lo que se vuelve culturalmente relevante es, en su mayoría, exógeno.

Podemos afirmar, con base en estas situaciones brevemente expuestas —pero muchísimo más complejas—, que ante la era digital afrontamos una paradoja: estamos híperconectados, pero desvinculados. La ubicuidad de las pantallas ha transformado la estructura de aprehensión de la realidad y las relaciones humanas, acercándonos a lo que está y a quienes están lejos, pero alejándonos, otras veces, de aquello y aquellos que tenemos cerca. La espectacularidad y el entretenimiento han atizado las pasiones. No es para menos resaltar que esto tiene efectos políticos y culturales, pues resulta en un desplazamiento constante de nuestros intereses y una distorsión inmediata de nuestros deseos y valoraciones.

Ante esto, podemos perseverar en cultivar el alma democrática, no sin antes aclarar algunas cuestiones.

Libertad y cultura verdaderas

Indicó Giovanni Sartori, en una de sus lecciones sobre la democracia, que la filosofía se ocupa de la libertad interior mientras que la política se ocupa de la libertad exterior. Esta es la libertad política, la del poder-hacer sin impedimentos externos, sin ser oprimidos —pero sin oprimir tampoco a los demás, pues media una reciprocidad. 

Generalmente, al hablar de libertad se piensa en ese tipo de libertad. Sin embargo, son prominentes las consecuencias políticas de haber descuidado la libertad interior, la libertad del individuo que se perfecciona al elegir el bien. De este tipo de libertad, como dice Sartori, se ocupa la filosofía. Sobre todo, la ética, con base en la antropología filosófica, busca estudiarla teórica y prácticamente para la formación virtuosa del ser humano. De la misma filosofía, y de una idea clásica de formación propuesta a alcanzar los niveles más elevados de la libertad, nace la idea de cultura como cultivo del alma. ¿El problema? Ya no empleamos el vocablo cultura en aquel sentido.

La relevancia de esto se evidencia cuando asumimos que la democracia, para su defensa y preservación, requiere de la formación de una cultura democrática, la cual comprende una serie de valores considerados democráticos. José Francisco Juárez e Ignacio Sepúlveda mencionan entre estos valores: el diálogo, la tolerancia, la solidaridad, el respeto, la paz, la honestidad y la justicia.  

Todo buen ciudadano entiende, en mayor o menor medida, lo que implica la existencia de una vigorosa cultura democrática —participación de una ciudadanía bien informada e interesada por la cosa pública, separación de poderes, igualdad ante la ley y cumplimiento de la misma, instituciones fuertes y transparentes…—. No ocurre lo mismo con la idea de cultura en sí, cuyo significado se ha expandido hasta vaciarse.

A grandes rasgos, hoy hablamos de “cultura” entendiéndola como el conjunto de creencias, valores, normas, conocimientos y expresiones de un grupo social en particular, como todo el corpus simbólico y material creado, compartido y transmitido por ese conjunto de personas. Estos grupos son de distintos tamaños: al decir “cultura occidental” tomamos en cuenta a una mitad del mundo, y a un país si decimos “cultura venezolana”. También solemos hablar de “cultura urbana”, que es la de los habitantes de las urbes, o de “cultura universitaria” o “cultura corporativa”, por ejemplo, al hablar de ciertas instituciones. Y así usamos cultura para muchísimos ámbitos. No obstante, también llegamos a usar el vocablo al denotar realidades perniciosas: “cultura de la muerte”, “cultura del malandraje”, “cultura de la violación”, “cultura narco”, y otros males.

Esta definición general de cultura, que usamos en el día a día, se problematiza al afrontarla con su antónimo: incultura. Pronto nos damos cuenta de que al hablar de “cultura” en relación con modos de vida perniciosos incurrimos en una contradicción: hablamos de cultura en donde hay incultura, o sea, falta de cultura. De esto se han dado cuenta muchos autores. Mario Vargas Llosa, por ejemplo, afirmó que «han ido desapareciendo de nuestro vocabulario, ahuyentados por el miedo a incurrir en la incorrección política, los límites que mantenían separadas a la cultura de la incultura, a los seres cultos de los incultos», y que por ello vivimos «en la confusión de un mundo en el que, paradójicamente, como ya no hay manera de saber qué cosa es cultura, todo lo es y ya nada lo es».

Mucho antes (en 1933) lo notó también Werner Jaeger:

Hoy estamos acostumbrados a usar la palabra cultura, no en el sentido de un ideal inherente a la humanidad heredera de Grecia, sino en una acepción mucho más trivial que la extiende a todos los pueblos de la tierra, incluso los primitivos. Así, entendemos por cultura la totalidad de manifestaciones y formas de vida que caracterizan un pueblo. La palabra se ha convertido en un simple concepto antropológico descriptivo. No significa ya un alto concepto de valor, un ideal consciente.

El sentido clásico de la cultura

Para Jaeger, la concepción originaria de la cultura se remonta a la paideia griega. No hay una definición específica de esta palabra; de hecho, es intraducible. Jaeger entiende la paideia como el modo griego de la educación, basada en la «comunidad de ideales y formas sociales y espirituales» de los griegos, y cuyo objetivo era llegar a la «formación de un alto tipo de hombre», quien al entenderse como zoon politikón (ζῷον πολιτικόν) se pone al servicio de la comunidad política: «en el mejor periodo de Grecia, era tan imposible un espíritu ajeno al estado como un estado ajeno al espíritu». Sabiéndonos herederos de la paideia, Jaeger se afanó en volver a las fuentes griegas para encontrar ideas que tengan la fuerza de reorientar a Occidente, sumido en los últimos siglos en la confusión y en el paulatino naufragio del sentido.

Las epopeyas homéricas son la gran fuente formativa del pueblo griego, en ellas está la génesis del humanismo: la escena de la Ilíada en la cual Príamo, padre de Héctor, entra con ayuda de los dioses al campamento de Aquiles, el encolerizado asesino de su hijo, para pedirle que le devuelva el cadáver. Se abraza a sus rodillas, le besa las manos y le incita a que recuerde él mismo a su padre. Entonces…

A Aquiles le vino deseo de llorar por su padre; y asiendo de la mano a Príamo, apartóle suavemente. Entregados uno y otro a los recuerdos, Príamo, caído a los pies de Aquiles, lloraba copiosamente por Héctor, matador de hombres; Aquiles lloraba unas veces por su padre y otras por Patroclo; y el gemir de entrambos se alzaba en la tienda.

Se hace patente allí la primacía de lo humano. El humanismo inicia con la eusebeia (εὐσέβεια), la piedad de Aquiles, y, junto a ella, la sympátheia (συμπάθεια), la compasión, se despliega en el llanto de ambos, en la pena compartida.

Luego de Homero, la philosophía (φιλοσοφία), el amor a la sabiduría, representó otra magna realización del ingenio formativo de los griegos, no sólo para las cuestiones del alma, sino también para las del Estado. Platón y Aristóteles desarrollaron sus inmarcesibles ideas éticas y metafísicas, que otorgaron fundamento a las primeras teorías políticas.

Hoy tenemos la herencia de la filosofía política moderna, que divorció la política de la ética, entendiendo ahora la fundamentación de la política en las relaciones de poder. Podemos preguntarnos, entonces, ¿qué funda ese poder? Parece ser que es el miedo —al castigo por no cumplir la ley, por ejemplo, o el miedo a la fuerza del poderoso—. Sin embargo, Platón presenció a su maestro, Sócrates, siendo injustamente sentenciado a muerte y yendo hacia la muerte sin miedo, incluso negando la propuesta de uno de sus discípulos para ayudarlo a escaparse de prisión. La lección de Sócrates con su muerte nos revela que hay algo que trasciende la contingencia de las relaciones de poder: la más elevada libertad interior.

La paideia, aquel ideal de formación humana, buscaba edificar esta libertad. Pero aún no tenía que ver con lo que llamamos cultura. Pasa a traducirse como tal con la interpretación de los romanos. El vocablo deriva del verbo colere, cultivar en latín; así, la idea romana de cultura evoca una metáfora poderosa: la agricultura, esta hace crecer los frutos para podernos alimentar, y estos nos dan salud. Cicerón dirá, a este respecto: cultura animi autem philosophia est («la filosofía es el cultivo del alma»).  

Cultivar la democracia

Cualquier ámbito de lo humano que se precie de ser formativo de cultura debe reflejar aquella sucesión evocada por la metáfora de la cultura animi de Cicerón:

Cultivo → Fruto → Alimento → Salud.

Una cultura democrática habría de afirmarse en el cultivo de la democracia en el alma humana, es decir, de sus valores en los ciudadanos, y demostrar que estos llevan no sólo a la salud —moral, cívica, institucional— de la república, sino a la salud misma del espíritu de cada uno.

Volver a esta idea clásica de cultura, así como lograr que entronque con los valores de la democracia, es un reto que hoy se nos presenta en el contexto explicado al inicio: múltiples crisis en medio de la era digital, cuyos abundantes estímulos atentan contra la autonomía sobre un elemento básico de la estructura humana: los sentidos externos. Concretamente hablamos de la vista y el oído.

Hemos de considerar primero, como se sabe de antiguo, que «todo conocimiento debe partir de la sensibilidad externa». Sabemos también que el cúmulo de informaciones digitales son recibidas por la vista y el oído, pues sus medios son predominantemente audiovisuales. En el preámbulo mencionamos a la crisis de sentido, pero ¿y si esta crisis remite a una crisis de los sentidos?

Podríamos preguntarnos a nosotros mismos: ¿somos activos en la elección y el cuidado de lo que vemos y oímos? Ante los abundantes estímulos audiovisuales, ¿somos realmente dueños de nuestra atención? Indudablemente, gran parte de la población respondería que no, que desperdicia una gran cantidad de tiempo consumiendo el “contenido” vacuo de su feed. Esto se traduce en una mengua de la libertad interior, que hace a las personas más manipulables políticamente. De modo que, si el principio de nuestro conocimiento es el acceso a lo real mediante la sensibilidad externa, pero no tenemos autonomía sobre lo que vemos y oímos, tampoco la tendremos realmente sobre lo que pensamos. 

La manipulación atencional daña la democracia. Como escribió David Cerdá: «Cuando la atención se sobreexcita o se cansa tiende a quedar atraída por lo extremoso. La polarización sociopolítica que nuestras sociedades padecen también es hija del enloquecido tráfico de cháchara y noticias en que estamos inmersos».

Cultivar la democracia, entonces, requiere también de cultivar nuestros sentidos.

Algunas ideas de pensadores venezolanos

Ya había escrito Carlos Cruz-Diez a finales del siglo pasado: «El volumen de informaciones visuales y auditivas de las sociedades modernas nos ha transformado en sordos visuales y en ciegos auditivos». La realidad de aquella afirmación, como hemos visto, se ha vuelto cada vez más patente con el efecto de las nuevas tecnologías de la información y las redes sociales. Nos afecta, por un lado —dice el filósofo venezolano Rafael Tomás Caldera—, la simultaneidad e inmediatez de todo lo recibido; por otro, el surgimiento de una «realidad segunda»:

Al usurpar el lugar de la primaria experiencia de lo real, esa realidad segunda, nos lleva a un falso cosmopolitismo, hecho de impresiones mal digeridas, que reducen todo a algo plano, sin mayor relieve, donde lo importante será, en definitiva, lo que toque nuestra sensibilidad de alguna manera, siempre por escaso tiempo.

La forma de las impresiones sensibles en los medios audiovisuales opaca el fondo, y lo globalmente estandarizado desplaza lo local por aquel cosmopolitismo superficial del cual Caldera se hace eco. Pero no abogamos por fomentar, contra esto, un localismo hermético —lo aclara el filósofo en otro ensayo—, sino por profundizar en lo mejor que tenemos para llegar a una verdadera universalidad. En un ensayo sobre el «Vasallaje intelectual», Arturo Uslar Pietri defendió una idea similar, buscando un punto medio entre el cosmopolitismo y el nacionalismo, afirmando nuestro valor y lugar en el mundo sin aislarnos de él.

Pero ya que estamos, ciertamente, inmersos en el cosmopolitismo superficial, muchos fenómenos preocupantes cobran presencia. Vemos cómo proliferan los sinsentidos de publicaciones que parecen ser las herederas, atrofiadas y esparcidas, del dadaísmo. Ya es emblemático el ejemplo de los memes tipo shitpost, traducido literalmente como “publicaciones de mierda”, y otros contenidos que han causado en la juventud el tan mentado brain rot o “podredumbre mental”.

Sensacionalismos, fake news o el llamado rage baiting —una estrategia de manipulación con publicaciones hechas para causar ira o indignación y generar más interacciones— han impulsado también a muchos honestos investigadores de la comunicación a crear organismos de verificación de información, pero estos trabajan contra millonarios laboratorios dedicados a manipular la opinión pública a favor de intereses económicos o políticos, y también contra la negligencia de usuarios manipulables que comparten información falsa sin hacer fact checking. El hiperrealismo de las nuevas Inteligencias Artificiales generativas también llegó para confundirnos aún más sobre lo que es real y lo que no. 

Todo esto no sería problema si no nos dejáramos llevar por las primeras impresiones superficiales, si atendiésemos hondamente a la realidad de lo visto y lo oído antes de reaccionar a favor o en contra, con una ingenua alabación o un inmerecido insulto (actitudes que, valga decir, cercenan la democracia).

Los sentidos se pueden cultivar. El ver y el oír (y las actividades propias de otros sentidos) forman parte de un nivel de realidad que debe ser educado para elevarse y ponerse al servicio de la verdad, el bien y la belleza. Juan David García Bacca, filósofo español y nacionalizado venezolano, lo hizo ver de una manera clara:

Es tan posible y frecuente pensar sin reflexionar, como lo es ver sin mirar, oír sin escuchar, beber sin catar, tocar sin acariciar. Naturalmente los ojos del hombre son, por ser ojos de hombre, ojos pensantes; más no por eso sólo miramos, y nos admiramos de las cosas que vemos. Solemos zarpárnoslas de un golpe por los ojos, cual vulgares y acorazados tragones (…). No basta, parecidamente, pensar en hombre, ver que es un hombre con quien estoy tratando; hace falta saber qué es ser hombre, para realmente saber que es hombre con quien estoy tratando.

Por esto último, el reconocimiento del semejante y de su dignidad debe ponerse de manifiesto en la actitud ante él: lo miramos, no sólo lo vemos; lo escuchamos, no sólo lo oímos. Pero la superficialidad e inmediatez propias de esta era dificultan la ejecución de este nivel más profundo de la realidad de los sentidos y, consecuentemente, dificultan el cultivo de valores democráticos, cuya esencia está en comprendernos en la otredad: no existe un Yo sin un ; mi dignidad no existe si no existiese un otro que también es digno.

La importancia de reconocer al otro llevó a Antonio Pasquali —venezolano pionero de los estudios de comunicación en América Latina, quien centró parte de sus investigaciones en el nexo entre la calidad de la democracia y de la opinión pública— a proponer la necesidad de edificar una nueva moral de la intersubjetividad, como fruto de un proyecto ético que busque, primeramente, «recuperar la relación [con valores como el respeto, el diálogo auténtico, la apertura, la reciprocidad] como una categoría suprema». Cabe, ante la “interactividad” espuria de los medios masivos, volver a revisar este tipo de propuestas.

Conclusión

En su alegoría de la caverna, Platón imagina al cautivo que salió de la caverna volviendo para contarle a los demás aquella vasta realidad que presenció en las afueras, pero estos, que sólo conocían las sombras, no le creían y se burlaban de él… podemos escuchar y mirar al otro, pero ¿cómo hacer que el otro nos escuche y nos mire con la misma apertura? He ahí un reto más.

Sin embargo, no hay que desfallecer en el intento. Aquiles, en su cólera, pudo haber aniquilado a Príamo, y este, contemplando esa posibilidad, igualmente fue al campamento del hombre que asesinó a su hijo. Quizá si Homero hubiese hecho un final así, no hubiese existido paideia alguna y la cultura occidental no sería como la conocemos.

Por lo demás, está claro que una defensa de la democracia en la era digital requiere de un cultivo de los sentidos, sobre todo de la mirada y de la escucha: trascender los estímulos del ruido visual para empezar a elegir qué miramos, más allá de los algoritmos, que ahora fungen como catalizadores de sesgos de confirmación que radicalizan a los usuarios; trascender el ego, la opinión infundada, y empezar a escuchar al otro. De esta manera, el silencio cobra valor para quien lo entiende necesario si quiere proferir luego opiniones con fundamento, si quiere que su voz contenga la robustez de la palabra recta, en lugar de la frivolidad de la cháchara imperante.

Esto se traduce, como vemos, en una educación para la libertad interior, que tiene sus efectos políticos. Cultivar la potencia espiritual de los sentidos, tan dañados y manipulados en estos tiempos, es apenas una de las muchas tareas en la titánica labor de defender la democracia en nuestra era.

Hay que empezar por escuchar(nos).

Hay que empezar por mirar(nos).

Y hay que hacerlo atenta, cordial y profundamente.

Bibliografía

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