Nicaragua resiste: Daniel Ortega ganó el control, perdió el poder – Lesther Alemán & Alfaro

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“Así el pueblo saltó a las calles jubiloso agitando banderas,
creyendo que un hombre solo resumía su daño,
danzando al sol
mientras en la grieta oscura de uno o dos corazones
calladamente anidaba la nueva tiranía.”

—Pablo Antonio Cuadra

A 46 años de la llegada al poder del sandinismo, en lo que algunos denominan “el triunfo de la revolución”, es pertinente detenernos en lo que parece una clara profecía del poeta nicaragüense Pablo Antonio Cuadra, en este fragmento de “En el calor de agosto…”. Un poema que podría describir cómo un estallido armado propició la caída de una dinastía —la de los Somoza— mientras, en sus sombras, se incubaba una nueva tiranía, envuelta en ilusión, mito y promesas de prosperidad para los históricamente empobrecidos y marginados.

Mientras América Latina enfrenta una ola creciente de regresiones autoritarias, Nicaragua emerge como uno de los casos más alarmantes y, a la vez, paradigmáticos. En su historia reciente, desde 2018, la dictadura de Daniel Ortega y Rosario Murillo ha consolidado la destrucción del orden democrático, imponiendo un Estado totalitario de facto, a través de asesinatos, privaciones, represión brutal, exilio forzado y la criminalización de toda disidencia, como armas cotidianas del poder[1].

Frente a esta maquinaria de opresión, emergió una alternativa de resistencia pacífica, diversa, comprometida con la recuperación del orden democrático y el Estado de derecho. A pesar del silencio cómplice de algunos actores internacionales y la normalización diplomática de una dictadura impune, la sociedad nicaragüense resiste —dentro y fuera del país— pagando un altísimo costo humano por recuperar su libertad.

Este artículo busca analizar el papel de esta resistencia frente al régimen Ortega-Murillo y explorar sus implicaciones para la democracia en América Latina. Nicaragua no es una anomalía aislada, sino un espejo inquietante de los desafíos que enfrentan los sistemas democráticos en el continente: el vaciamiento institucional —sin contrapesos y con la cooptación de los poderes del Estado—, el uso de las fuerzas armadas como herramienta de control político, el aniquilamiento de oposiciones reales y la colonización de la memoria histórica.

 

 

 

 

La instauración del totalitarismo en el corazón de Centroamérica

La derrota que enfrentó Daniel Ortega en 1990 lo convirtió en minoría parlamentaria, y lo llevó a recurrir a la cooptación de los sindicatos de trabajadores —con raíces en el sandinismo— para “gobernar desde abajo” y generar desestabilización a sus sucesores. Uno de los vicios más comunes en la política criolla es no saber irse. Ortega capitalizó su momento de oposición fortaleciendo al Frente Sandinista de Liberación Nacional, FSLN, hasta convertirse en la segunda fuerza política ante las inminentes divisiones del liberalismo nicaragüense, lo cual permitió el pacto secreto de 2000 entre Ortega y Arnoldo Alemán.

Este pacto —entre el FSLN y el Partido Liberal Constitucionalista, PLC, — permitió que ambos partidos se repartieran el control de las instituciones del Estado como si se tratara de un banquete: 50\50 para cada uno en el poder judicial, el sistema electoral y la permanencia en el Parlamento. Se redujo el porcentaje necesario para ganar en primera vuelta al 35% y se eliminó la segunda vuelta electoral. Estas condiciones estaban diseñadas a la medida de Ortega para facilitar su retorno al poder.

La dictadura actual se cimenta en antecedentes de impunidad, corrupción y la falta de escrúpulos de la clase política. Desde su concepción, el régimen aspiró a controlar no solo las instituciones del Estado, sino también la vida privada, la conciencia colectiva y el sentido histórico de la nación [2]. Esta deriva autoritaria se apoyó en una institucionalidad débil, construida no sobre principios democráticos o republicanos, sino sobre una ideología convertida en mística fundacional: el sandinismo.

En 2007, Daniel Ortega regresó al poder. Ya no vestía uniforme militar; apareció en la plaza pública con camisa blanca y llamó a la policía y al ejército a retomar los principios sandinistas. La “segunda fase de la revolución” estaba en marcha. Comenzó entonces una estrategia de acumulación y centralización del poder, desmantelando los contrapesos institucionales: el Poder Judicial fue capturado mediante magistrados leales, el Consejo Supremo Electoral se convirtió en una oficina de fraudes, y la Asamblea Nacional pasó a ser un instrumento para legalizar la arbitrariedad. La separación de poderes fue completamente eliminada [3].

El quiebre constitucional se gestó en 2009, cuando el magistrado Rafael Solís —presidente de la Sala Constitucional del Poder Judicial y padrino de bodas de Ortega y Murillo— declaró inaplicable el artículo 147 de la Constitución, que prohibía la reelección presidencial. La Organización de Estados Americanos, OEA, guardó silencio, a pesar de ser observadores de procesos electorales sin señalar las evidentes irregularidades.

Paralelamente, Ortega se presentaba como “un hombre nuevo”, pragmático, para pactar con uno de los poderes fácticos del país: el capital. Estableció un acuerdo tácito con las élites empresariales, especialmente con el COSEP, ofreciendo estabilidad política y seguridad jurídica a cambio de la no confrontación. El pacto funcionó como columna vertebral del modelo: acceso a contratos, protección frente a protestas, y la posibilidad de influir en políticas económicas, a cambio de respaldo tácito al autoritarismo. Se sacrificó la democracia a cambio de crecimiento económico aparente.

 

Sultanato tropical, modelo de coerción en exportación

La mutación más radical ocurrió tras la insurrección cívica de abril de 2018, cuando la represión dejó más de 350 personas asesinadas, más de 2,000 presos políticos (en una estratégia de “puertas giratorias”) y cerca de 900,000 exiliados: el mayor éxodo en la historia reciente del país. La represión se institucionalizó: periodistas, estudiantes, sacerdotes, empresarios y opositores fueron perseguidos, encarcelados, asesinados o desterrados. Más de 5,000 ONG han sido canceladas, y se han ilegalizado partidos políticos no alineados.

Ortega no gobierna solo. La figura de Rosario Murillo, su esposa, ha sido clave para construir este “sultanato tropical”. Bajo su mando, la propaganda ha impuesto una cultura de obediencia basada en el culto a la personalidad, el miedo y la manipulación simbólica: un catecismo político para reescribir la historia. Una replica mas perversa que Nicolae Ceaușescu y su esposa Elena Ceaușescu ambos dictadores rumanos.

En 2024, Ortega oficializó la dictadura bicéfala: una reforma constitucional permitió nombrar a Rosario Murillo como “copresidenta”, garantizando la sucesión dinástica. Aunque no se define cómo accederán sus hijos al poder, queda claro que el modelo aspira a perpetuarse, ya que solo crearon el nombramiento a discrecionalidad de vicepresidentes sin acceso al trono ensangrentado.

La fortaleza del régimen reside hoy en el terror, ejercido a través del control absoluto del Estado y el uso de las fuerzas armadas y policiales como brazos represivos. Organismos internacionales han confirmado que el aparato estatal —incluyendo Policía Nacional y Ejército— ha sido instrumentalizado para ejecutar un plan represivo con conocimiento de la cúpula política: una combinación de poder vertical y fanatismo ideológico [5].

En política exterior, la dictadura ha convertido a Nicaragua en un enclave autoritario al servicio de potencias como Rusia, China, Irán, Cuba y Venezuela. Ortega ya no es solo un dictador nacional: es cómplice de redes de espionaje, lavado de capital de sus aliados, exportador de migración irregular y protección a prófugos de la justicia internacional.

Abril: génesis de un nuevo quehacer político

2018 posibilitó un despertar ciudadano que superó la barrera del apatismo y canalizó demandas de representación que la clase política tradicional no había sabido atender. Los partidos existentes, lejos de capitalizar esta energía social, invirtieron su capital político, recursos humanos y económicos en desalentar la participación ciudadana en los asuntos públicos. Fue el ímpetu y el coraje de la juventud lo que permitió que sectores históricamente excluidos de los espacios de toma de decisiones alzaran su voz.

La primera fase del proceso se caracterizó por lo “autoconvocado” a formas de protestas pacíficas. Esto trajo consigo ventajas importantes: una mayor participación, diversidad, espontaneidad y reducción del miedo colectivo. Sin embargo, también hubo desventajas: dispersión, vacío informativo, vulnerabilidad y una mayor exigencia estratégica. A pesar de ello, emergió una nueva clase política con un rostro multisectorial, que logró acercar —a través de coincidencias— a sectores históricamente divorciados: el sector privado y los sindicalistas, grupos progresistas y organizaciones conservadoras, por ejemplo.

Esta nueva oposición articuló sus intereses en torno a la recuperación del Estado de derecho, las libertades individuales y colectivas, la institucionalización democrática y la búsqueda de justicia para las víctimas. La organización fue la segunda fase, compleja por naturaleza, que atomizó lo que antes se veía como un único cuerpo azul y blanco. La sed de democracia generó proliferación de organizaciones, movimientos y plataformas. La resistencia en Nicaragua no ha sido homogénea ni lineal, pero ha sido profundamente valiente, plural y ética. Enfrentar a la dictadura de Ortega-Murillo desde la no violencia, en medio de una represión sistemática, ha sido —y continúa siendo— un acto de heroísmo colectivo.

La insurrección cívica de abril marcó un punto de quiebre en la historia política reciente. Lo que comenzó como una protesta estudiantil frente a reformas neoliberales al sistema de seguridad social, se transformó rápidamente en una sublevación nacional contra la corrupción, la represión y la falta de libertades. A través de distintas formas de protesta, la población encontró una nueva voz que exigía la dimision del regimen.

Una parte de este liderazgo apostó por una salida pacífica y ordenada a la crisis mediante elecciones en 2021. Aunque las condiciones no eran favorables, se dispusieron a celebrar primarias —“Ortega mató gato en  puerta”, se dice popularmente cuando algo es frustrado antes de concretarse—. El hartazgo era tan generalizado que las estrategias dictatoriales de control solo fortalecían el impulso de la ciudadanía por salir a votar. La dictadura lo sabía. Por eso aniquiló la competencia encarcelando a los precandidatos y disidentes que amenazaban el estatus quo; obligándolos posteriormente al exilio.

Desde entonces, la resistencia se ha reconfigurado en múltiples formas. En el exilio existen plataformas de denuncia internacional y esfuerzos por reestructurar los movimientos opositores, cuyos integrantes ahora están dispersos en todo el mundo. Las redes sociales han sido herramientas clave para conectar ambas realidades. Pero, ¿hay oposición dentro del país? La respuesta es inmediata: sí.

Pese al control absoluto, persisten gestos de rebeldía cotidiana: un grafiti anónimo, una consigna susurrada, la desobediencia ciudadana ante la obligación de asistir a actividades promovidas por el régimen, la sintonía a medios independientes desde el exilio, y la organización de redes clandestinas: uno a uno.

Cada uno de estos actos representa una negación al poder absoluto y una afirmación irrenunciable del derecho a vivir en libertad.

La Iglesia Católica ha desempeñado un papel profético y humano que la ha convertido en la institución más confiable del país, a pesar de la persecución sistemática contra el clero y otras instancias eclesiales. Por su parte, la prensa independiente —aun desde el exilio— continúa informando a la ciudadanía, a pesar de la confiscación de medios y el cierre de redacciones [7]. La dictadura ha cancelado más de 5,000 organizaciones no gubernamentales y ha desnacionalizado a más de 300 personas, pero no ha conseguido destruir la conciencia crítica ni apagar la voluntad colectiva de cambio [4][8].

 

 

Asintomatismo regional frente a dictaduras

El caso nicaragüense no puede analizarse de forma aislada. La consolidación del régimen Ortega-Murillo representa un retroceso autoritario de gran escala, que pone en entredicho no solo la vigencia de los derechos humanos en Centroamérica, sino la viabilidad misma del modelo democrático en América Latina. Lo que ocurre en Nicaragua es, al mismo tiempo, una advertencia y un síntoma: la democracia en la región no está garantizada. Su erosión puede ser rápida, profunda y, sobre todo, silenciosa si no se actúa con determinación.

Nicaragua se ha convertido en un enclave del autoritarismo internacional en el hemisferio occidental. El régimen ha tejido alianzas estratégicas con potencias como Rusia, China e Irán, que ven en Centroamérica un espacio geopolíticamente valioso para desafiar la influencia occidental y proyectar poder en la región. A través de estos vínculos, el régimen obtiene respaldo político, tecnológico, militar y financiero, reforzando así sus mecanismos de represión interna. Además, la cercanía ideológica y operativa con regímenes como los de Cuba y Venezuela ha servido de modelo para consolidar un sistema de control sustentado en la vigilancia, la persecución, la criminalización del adversario y el clientelismo [9].

Sin embargo, el peligro no radica únicamente en el alineamiento externo. Daniel Ortega no ha pagado ningún costo político internacional significativo, a pesar de que las elecciones de 2021 fueron desconocidas por la mayoría del mundo democrático. Estamos ante una región asintomática e indolente, donde Ortega envía un mensaje claro a otros líderes autoritarios —con tentaciones autocráticas o ya en vías de consolidar una dictadura—: se puede destruir una república, encarcelar a toda la oposición, reescribir la Constitución, eliminar partidos políticos, cerrar universidades, exiliar a miles de ciudadanos y aun así gozar de reconocimiento diplomático y beneficios económicos [3][5].

Las dictaduras no hablan el idioma de la razón, sino el de la coerción. Actuar con tibieza no solo prolonga la crisis de los pueblos, sino que se convierte en una forma velada de complicidad. La invocación de la Carta Democrática Interamericana —que obliga a los Estados a romper relaciones con gobiernos que alteren el orden constitucional— ha caído en desuso. Paradójicamente, son los propios regímenes autoritarios quienes terminan condicionando su aplicación. Muchos gobiernos latinoamericanos optan por el silencio para evitar “ganarse un buen pleito”, mientras la parálisis de organismos como la OEA, Naciones Unidas contribuye activamente a la normalización de la dictadura.

El régimen sandinista ha demostrado que una autocracia puede sofisticarse sin necesidad de tanques en las calles: basta con controlar el sistema judicial, cooptar los poderes del Estado, emitir leyes represivas y vaciar de contenido a las instituciones. Ortega representa un “modelo” que se observa y, en algunos casos, se imita. Gobiernos que restringen la prensa, descalifican la protesta social, instrumentalizan a los tribunales y se eternizan en el poder mediante reformas “legales” encuentran en Nicaragua una inspiración y una complicidad silenciosa.

Asimismo, la pasividad de los mecanismos regionales de protección democrática ha debilitado gravemente el marco interamericano. La salida de Nicaragua de la OEA, la inoperancia de sus resoluciones y la limitada presión del sistema de Naciones Unidas evidencian la fragilidad del entramado institucional que debería garantizar la defensa de la democracia. Frente a este vacío, la sociedad civil regional debe repensar sus estrategias, construir redes de solidaridad transnacional y ejercer una diplomacia ciudadana más audaz, más firme. Los nicaragüenses hemos puesto el pecho; ahora se requiere más definición y claridad política.

El caso de Nicaragua desafía a las democracias del continente a definirse. No hay neutralidad posible frente a una dictadura. Cada gesto de indiferencia fortalece al autoritarismo. Cada pronunciamiento tibio lo legitima. En cambio, cada acto de solidaridad activa, cada sanción justa, cada denuncia clara, alimenta la esperanza de que aún es posible alcanzar la libertad.

La democracia, por sí sola, no se defiende. Requiere de una ciudadanía vigilante, instituciones sólidas y una comunidad internacional coherente. En Nicaragua, la descomposición del sistema republicano ocurrió ante los ojos de todos, mientras buena parte del mundo miraba hacia otro lado, y muchos actores dentro del país subestimaban la capacidad destructiva del régimen Ortega-Murillo.

Responsabilizar a las oposiciones por la entronización de las dictaduras es una forma de autoflagelación. Lo que sí es nuestra responsabilidad es lograr una organización silenciosa dentro del país, que sirva como alternativa para el “día después”. La caída del régimen —como si un solo hombre resumiera todo el daño— no garantiza, por sí misma, una democracia funcional, mucho menos una transición ordenada. La organización política estratégica sí puede hacerlo. Además, es fundamental capitalizar este momento de exilio para forjar una visión de país y construir alternativas reales, libres de clientelismo, caudillismo y temores.

Considero fundamental, en la correlación de fuerzas, que los gobiernos democráticos del continente —incluidos Estados Unidos y la Unión Europea— eleven el costo político de la represión. Es indispensable que se mantenga y refuerce la estrategia de sanciones, enfocadas en los flujos de ingresos que sostienen al régimen; así como condicionar o bloquear préstamos en los sistemas de cooperación internacional. También debe revisarse el cumplimiento de cláusulas democráticas y de derechos humanos en los acuerdos de libre comercio, y, de ser necesario, suspenderlos. A la par, se debe brindar respaldo político y material a las víctimas, a los defensores de derechos humanos y a los periodistas. Solo así se podrá forzar al régimen a sentarse en una mesa de negociación, por el bien del país y de toda la región [10].

En este escenario, la “resistencia globalizada” es hoy uno de los activos más potentes contra la impunidad del régimen. La unidad debe ser vista como el medio pero no como el fin: la condicion actual no es una oposicion uniforme, aunque si es posible relaizar acciones conjuntas alcanzando coincidencias en medio de las diferencias, construyendo un solo mensaje con diferentes voces. Con visión estratégica para una transición ordenada. La fragmentación y la desconfianza han sido armas que el régimen ha promovido con eficacia. Superarlas requiere diálogo, voluntad y acciones conjuntas.

Nicaragua necesita una oposición que resista y proponga; que no solo denuncie al dictador, sino que se convierta en una alternativa real tras su caída. Una oposición capaz de construir una democracia radicalmente distinta: una democracia que no olvide, que no repita, y que ponga al ser humano —libre y digno— en el centro del proyecto nacional.

 

Referencias:

Cuadra, Pablo Antonio. Escrito en una piedra del camino cuando la primera erupción… En El jaguar y la luna. Managua: Editorial Nueva Nicaragua, 1959.

[1] Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Graves violaciones a los derechos humanos en el marco de la crisis sociopolítica en Nicaragua. OEA/Ser.L/V/II, doc. 86. Washington, D.C.: OEA, 2018.

[2] Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Informe del Grupo de Expertos sobre Nicaragua: La consolidación de un Estado totalitario. A/HRC/55/49. Ginebra: ONU, 2024.

[3] Organización de los Estados Americanos. Informe sobre Nicaragua y resolución de condena al régimen Ortega-Murillo. AG/RES. 2948. Washington, D.C.: OEA, 2021.

[4] Human Rights Watch. World Report 2024: Nicaragua. Nueva York: HRW, 2024.

[5]. “Informe del Grupo de Expertos en Derechos Humanos sobre Nicaragua: Violaciones generalizadas y sistemáticas de los derechos humanos desde abril de 2018.”
Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, marzo de 2023. A/HRC/52/63.

[5] ACNUR. Situación de desplazamiento de personas nicaragüenses. América Central: ACNUR, 2023.

[6] Divergentes. “Los 328 nicaragüenses desnacionalizados: quiénes son y qué representan.” Divergentes, 10 de febrero de 2023. https://www.divergentes.com.

[7] Reporteros Sin Fronteras. Clasificación Mundial de la Libertad de Prensa 2024. París: RSF, 2024.

[8] La Prensa. “Más de 600,000 nicaragüenses han salido del país desde 2018.” La Prensa, 2 de diciembre de 2023.

[9] BBC Mundo. “Nicaragua: acuerdos con Rusia y China”, enero de 2023.

[10] U.S. Customs and Border Protection. Southwest Land Border Encounters. Abril de 2024. https://www.cbp.gov/newsroom/stats/southwest-land-border-encounters.