Argentina debe madurar para superar el discurso populista peronista – Micaela Hierro Dori

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La polarización entre peronistas y antiperonistas ha marcado de forma constante el debate político argentino, generando un estancamiento ideológico y cultural que perdura desde hace décadas. Desde su irrupción del Coronel Juan Domingo Perón en el golpe militar de 1943, y su participación en un gobierno de facto como Secretario de Trabajo, se popularizó y llegó a la Presidencia de la Nación en 1946. El peronismo ha sido uno de los movimientos más influyentes y duraderos de la historia nacional. La polarización y esta división en la clase política de peronistas y antiperonistas, se visibiliza en el uso de términos deshumanizantes para el adversario. El calificativo “gorila”, usado por peronistas para referirse a los antiperonistas, reproduce una lógica fascista de deshumanización del oponente, al reducirlo a una figura animal y negar su dignidad.

A la vez, desde ciertos sectores antiperonistas, se ha demonizado al peronismo como una anomalía democrática, sin atender a las razones históricas que explican su popularidad. Acusan a miembros de los sectores populares que han perdido la cultura de trabajo de “planeros” que viven de los planes sociales, que no tienen voluntad de buscar trabajo y extorsionan al Gobierno con aumentos que no puede sostener sobre todo en momentos de crisis con déficit fiscal. Generalizando el vicio de algunos y estigmatizando a los miembros de todo el movimiento.

Ni una cosa ni la otra. Primero analicemos las razones y las distorsiones del discurso de ambos lados:

La manipulación del discurso peronista

Si bien Perón hablaba de una tercera posición, criticando al capitalismo y al comunismo, pero lejos de ser una postura de centro moderada, era una mezcla de términos  y conceptos para ir incorporando distintos sectores de la sociedad a su electorado. Perón supo apropiarse de términos y estructuras tanto del lenguaje marxista y de la planificación estatal soviética como fascista y los resignificó bajo una lógica  nacionalista. Tanto el marxismo como el nazismo o fascista  tienen una visión totalitaria del Estado sobre la persona humana. Entonces, sustituyó la idea de dictadura del proletariado o el ideal corporativista fascista, en el que los intereses sociales están integrados armónicamente bajo el control del Estado por la “comunidad organizada” y reemplazó la revolución de clases por una movilización popular de carácter nacional. Usó términos soviéticos como los planes quinquenales con esa visión de economía estatista centralizada. Esta mixtura a su vez se agrava cuando incorporó elementos de la Doctrina Social de la Iglesia (inspirado en encíclicas como Rerum Novarum (1891) de León XIII y Quadragesimo Anno (1931) de Pio XI) con el término de justicia social, y defensa de la dignidad del trabajador. Conceptos que toda persona de buena voluntad aspira para su país. Lo malo es que Perón lo utilizó dentro de un esquema similar al del Estado totalizante fascista, donde el Estado es el gran organizador de la vida económica y social, otorgando beneficios desde arriba.  La reinterpretación peronista generó una antropología política deficiente, en la que el individuo es concebido no como un sujeto autónomo y responsable, sino como receptor pasivo de derechos otorgados desde el poder. Se privilegia la igualación material antes que la participación libre y solidaria. Esto se aleja de la noción clásica de justicia como dar “a cada uno lo suyo”, sustituyendo el mérito y la responsabilidad por la necesidad subjetiva, gestionada por el Estado. La idea de justicia social queda así subordinada a un relato emocional que reemplaza el análisis crítico. Perón también redefine la justicia social como la entrega de lo que cada uno necesita, más que lo que le corresponde. Esta formulación es incompatible con la enseñanza social de la Iglesia, que exige libertad, responsabilidad y subsidiariedad como condiciones para una justicia auténtica.

Su capacidad para absorber discursos contradictorios y adaptarse a contextos cambiantes ha generado una profunda confusión doctrinal en la cultura política argentina. Esta ambigüedad no solo afecta el campo político, sino que ha producido un verdadero daño antropológico, alterando la forma en que el ciudadano argentino concibe el trabajo, la justicia, la participación social y el rol del Estado. Sobre todo, el daño está en la concepción y la visión sobre el rol del Estado. Porque la proclama de la justicia social, bandera principal del peronismo ha instaurado un ideal de Estado paternalista, es decir, que se espera del Estado todo, que sea un “padre proveedor” permanente, termina generando ciudadanos pasivos, dependientes e inmaduros. El ciudadano demanda la garantía de esos derechos olvidando que también debe asumir responsabilidades, forjar el carácter y contribuir al bien común para que las condiciones sociales, económicas y políticas del país estén dadas para que toda la sociedad se desarrolla y viva en concordia cívica.

El peronismo ha vaciado de contenido otra noción clave como “diálogo social”, usándola para justificar clientelismo, gasto público excesivo o prácticas sindicales autoritarias y de extorsión al empresariado o a la oligarquía, término más bien utilizado en la dialéctica marxista. Este vaciamiento semántico genera un rechazo generalizado, incluso entre sectores moderados, a cualquier propuesta que incluya estas expresiones. La consecuencia es estructural: impide la construcción de una cultura cívica basada en la legalidad, el mérito y la solidaridad auténtica.

La virtud del trabajo ha sido reemplazada por la lógica de la dependencia. La solidaridad se reduce a lealtad partidaria, y la equidad se convierte en reparto arbitrario de beneficios. La figura del pobre se idealiza como víctima por definición, y se enfrenta a un supuesto victimario oligárquico, en una lógica binaria impropia de la Doctrina Social de la Iglesia (DSI).

Perón afirma que la comunidad organizada, el “nosotros” es la ordenación suprema[1], negando así el valor ontológico de la persona humana como sujeto libre y responsable. Esta visión contradice el personalismo cristiano de Maritain o Mounier, para quienes el Estado debe estar al servicio de la persona y no al revés.

En una versión del peronismo del siglo XXI, Juan Grabois, en su propuesta centrada en Tierra, Techo y Trabajo (3T), retoma la lógica distributiva con fuerte impronta estatal. Aunque se presenta como defensor de la DSI, su política ha sido criticada por vulnerar el principio de subsidiariedad, uno de los pilares de dicha doctrina. Este principio sostiene que el Estado sólo debe intervenir cuando los niveles inferiores de la sociedad no puedan resolver un problema por sí mismos. En su libro Argentina Humana[2] Grabois plantea un enfoque estatista y planificador, incluyendo la idea de un nuevo plan quinquenal, de inspiración soviética. Ha promovido incluso ocupaciones de tierras privadas, en una lógica más cercana a la reforma agraria comunista que a la protección cristiana del derecho de propiedad. Su visión propone una redistribución de recursos que puede fomentar dependencia y clientelismo si no se acompaña de mecanismos reales de autonomía progresiva.

El peronismo ha cooptado sindicatos, movimientos sociales y medios, creando una hegemonía cultural que margina cualquier discurso alternativo. Desde una visión cristiana, esto constituye una traición a la DSI, que promueve libertad, participación y dignidad por encima de todo. El profesor y miembro de Acción Católica, Carlos Sacheri, advirtió en términos generales sobre el uso del lenguaje de la DSI que no debía ser instrumentalizado políticamente y en términos particulares criticaba al peronismo por su uso de forma populista y clientelar. Carlos Sacheri, fue mártir defendiendo la verdad y los valores cristianos, pues tras haber recibido múltiples amenazas siguió eligiendo no callar por miedo, y fue asesinado por la organización guerrillera ERP el 22 de diciembre de 1974.

En estos ochenta años de existencia del movimiento peronista, a pesar del enfrentamiento de Perón y la Iglesia en el año 1955, la utilización de los valores cristianos en el discurso político persistió.  A pesar de las medidas laicistas de 1954-1955 como la eliminación de la enseñanza religiosa en escuelas públicas, la legalización del divorcio vincular, propuesta de eliminación de feriados religiosos, expulsión de sacerdotes y obispos considerados opositores, prohibición de procesiones religiosas (como la del Corpus Christi), que se vivieron como un ataque ideológico al catolicismo. Tras el fallido bombardeo de Plaza de Mayo por sectores militares, grupos identificados con el peronismo ya sean sindicales y otros movilizados por organismos del Estado, atacaron y quemaron varias iglesias históricas del Siglo XVIII como  San Ignacio de Loyola, Convento Santo Domingo, Iglesia de San Francisco, la Piedad, Santa Catalina, del Salvador, y edificios católicos como la curia metropolitana, y destruyeron imágenes, reliquias y archivos históricos. La Policía Federal, bajo control peronista, no actuó para frenar los ataques, y el mismo Perón nunca condenó explícitamente los hechos y los atribuyó al “pueblo indignado”. Allí hubo una separación de los peronistas con los sectores más conservadores de la Iglesia, sin embargo a partir de los años 70, sectores como la Teología del Pueblo y el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, que luego fueron reprendidos por San Juan Pablo II por confundir conceptos marxistas con los de la DSI, volvieron a vincular catolicismo y peronismo.

A pesar de estos vaivenes, muchos militantes peronistas que son creyentes y católicos practicantes, siguen en este movimiento incluso luego del conflicto y todos estos hechos, por ese discurso manipulador con los principios de la DSI y la inexistencia de otro espacio político fuerte que exponga dicha instrumentalización y proponga verdaderamente esos valores.

Por su parte, el discurso antiperonista ha sido muchas veces incapaz de ofrecer una alternativa emocionalmente potente. Mientras el peronismo habla en clave de pertenencia y épica colectiva, los opositores suelen apelar a lenguajes tecnocráticos o fríos. Esto refuerza la identidad afectiva de los votantes peronistas, que se sienten atacados por una élite distante. Liberales, conservadores, republicanos, todos los que advierten los vicios del peronismo, que buscan revelar su tergiversación a la verdad y a valores que son universales engañando y manipulando al pueblo con un discurso.

Además, los sectores antipopulistas frecuentemente reducen el fenómeno peronista a corrupción o clientelismo, sin comprender su dimensión simbólica y cultural. Esta actitud impide construir una narrativa alternativa que combine justicia social con república, comunidad con libertad.

Superar el populismo peronista requiere más que una crítica técnica: implica una renovación cultural profunda. Es necesario reconstruir el lenguaje político sobre bases éticas claras, recuperar el sentido auténtico de la justicia social y revalorizar el trabajo, la responsabilidad y el bien común. También se necesita una nueva narrativa emocionalmente potente, que pueda interpelar a los sectores populares sin caer en el populismo.

Benedicto XVI advierte en Caritas in veritate que la ayuda del Estado no debe sustituir la responsabilidad de las personas. La lógica tutelar del justicialismo niega esta enseñanza, al transformar al ciudadano en cliente y al Estado en dispensador de favores. Es desde el empoderamiento de los ciudadanos, no desde la manipulación de populistas ni de derecha ni de izquierda que se superará estos obstáculos enraizados en la cultura política argentina.

Se debe liberar a los argentinos de esta polarización, recuperar los valores fundamentales que fue tergiversando el peronismo y que son universales, que no deberían ser discurso exclusivo de ningún partido político:

  • La persona como sujeto de derechos y deberes, que goza de libertad como pilar de la dignidad humana y no en subordinación de una comunidad organizada, a un movimiento o a un líder, absorbido por un todo que es el “pueblo”.
  • La justicia social en equilibrio entre responsabilidad y bien común y no como redistribución del poder política.
  • La organización de la sociedad en forma participativa, democrática, horizontal, no vertical de un líder o excluyente de un movimiento.

Es indispensable que todas las fuerzas políticas del país, independientemente de sus ideologías o intereses sectoriales, puedan alcanzar un consenso básico en torno a ciertos principios fundamentales que garanticen la dignidad humana. Estos principios —como el respeto por los derechos individuales, la igualdad ante la ley, la libertad de conciencia y la justicia social— constituyen el pilar sobre el cual se construye cualquier sociedad democrática y pluralista. Sólo cuando se haya consolidado ese acuerdo mínimo sobre la centralidad de la persona humana y sobre el principio de subsidiariedad, será posible abrir el debate legítimo y necesario sobre el enfoque y la orientación de las políticas públicas. Sin ese marco común, la discusión política corre el riesgo de volverse puramente táctica o partidista, alejándose del bien común y favoreciendo la fragmentación social.

Es por ello que es imprescindible restaurar la antropología cristiana del sujeto: una visión del ser humano como persona libre, creativa y digna, anterior y superior al Estado. Solo así se podrá recuperar una democracia donde el ciudadano vuelva a ser protagonista y no clientela.

[1] Juan Domingo Perón, La comunidad organizada (Buenos Aires: Ediciones del Congreso Justicialista, 1949).

[2] Juan Grabois, Argentina Humana: Teoría y práctica para la justicia social en el siglo XXI. Un proyecto contracultural (Buenos Aires: Sudamericana, 2024).