Relativismo: la amenaza silenciosa a la democracia – Ramón Cardozo

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El título del más reciente informe anual sobre democracia del Instituto V-Dem, 25 años de  autocratización: ¿democracia truncada? (Nord, y otros, 2025), constituye una clara señal de  alarma. Este reporte del prestigioso proyecto de la Universidad de Gotemburgo, Suecia, advierte  que la llamada “tercera ola de autocratización”, en curso desde comienzos del siglo XXI, no  muestra signos de desaceleración y aún no ha alcanzado su punto máximo.

Los datos que ofrece V-Dem 2025 al respecto son elocuentes: en 2010 13 países del mundo se  encontraban en procesos de autocratización; en 2020 la cifra se había triplicado hasta 34; y en  2024 ascendieron a 45. Por primera vez en más de dos décadas, el mundo registra más  autocracias (91) que democracias (88). Además, casi tres de cada cuatro personas en el planeta  (72 %) viven bajo regímenes autocráticos, el nivel más alto desde 1978 (Nord, y otros, 2025, págs.  6,18).

Una amplia literatura especializada ha documentado múltiples factores explicativos de este  declive democrático global (Bermeo, 2016; Lührmann & Lindberg, 2019; Diamond, 2021). Entre  los principales se destacan: polarización extrema, desafección política y debilitamiento del  capital social, erosión de la confianza institucional, emergencia de liderazgos populistas, y  procesos de autocratización desde dentro del sistema democrático.

Existe, sin embargo, un factor presente en el trasfondo cultural de varias de estas dinámicas  autocratizadoras cuyos efectos, a nuestro juicio, no han sido suficientemente tomados en consideración: la premisa de que no existen verdades compartidas, sino únicamente  perspectivas particulares. Esta lógica, que actualmente impregna tanto el discurso público como  la práctica política, constituye lo que aquí denominamos “relativismo”.

Esta dimensión del problema ha recibido poca atención en los estudios sobre el retroceso  democrático global, tanto por la dificultad de operacionalizar y medir empíricamente el  relativismo como categoría filosófico-normativa, como por la tendencia moderna a desarrollar la  ciencia política y la filosofía política como disciplinas separadas, con limitados espacios de  diálogo.

Este artículo ofrece una aproximación general al problema del relativismo como amenaza  silenciosa para la democracia. Su propósito es mostrar que esta corriente filosófica opera como  un factor de trasfondo que contribuye significativamente a las dinámicas autocratizadoras  contemporáneas. Ignorar esta dimensión cultural y filosófica deja incompleto el diagnóstico del  retroceso democrático y limita la posibilidad de articular una respuesta política más profunda.  Un objetivo adicional es servir de apoyo a la formación de cuadros políticos, de ahí el tono  pedagógico adoptado.

  1. El establecimiento del orden social: tarea fundamental de la política

Desde la filosofía clásica, Aristóteles afirmaba que el ser humano, social por naturaleza, posee  una inclinación intrínseca hacia la trascendencia: salir de sí mismo para conocer la realidad y  relacionarse con sus semejantes. Solo en convivencia con otros puede desarrollar plenamente

1 Ramón Cardozo (14.09.2025)

sus capacidades, tanto físicas como espirituales. La vida en comunidad le resulta indispensable  para alcanzar una existencia verdaderamente humana (Aristóteles, Política, I, 1253a).

Ahora bien, toda sociedad constituye una “unidad de orden” (Caldera, 2023). No es simplemente  una suma de individuos, sino una comunidad organizada por un principio interno que la orienta  hacia fines comunes y regula su funcionamiento mediante reglas, valores y voluntades  compartidas.

La necesidad de ese orden surge de la multiplicidad de intereses y de la contingencia propia de  la vida social. Sin un principio ordenador que armonice las diversas acciones y aspiraciones  humanas, la consecución de los fines comunes —que justifican la existencia misma de la  sociedad— sería imposible.

Por eso sostiene Caldera que el establecimiento y preservación del orden es la tarea fundamental  de la política: “poner orden en la vida social, no en todo sino precisamente en aquello que  tenemos en común, es decir, lo que atañe a la existencia misma, la conservación y el desarrollo  de la sociedad” (Caldera, 2023, pág. 7)

  1. Fundamento del orden social: un núcleo de valores compartidos

El orden social no puede sostenerse únicamente en la fuerza. Ya Aristóteles subrayaba, al hablar  de la amistad cívica, que lo que mantiene unida a la polis no es la coacción, sino una concordia  entre los ciudadanos, fundada en un consenso profundo acerca de los fines de la comunidad y  de los medios para alcanzarlos (Aristóteles, 1998, Ética Nicomáquea, IX, 6). En el mismo sentido,  Juan XXIII sostiene en su encíclica Pacem in Terris: “el derecho de mandar que se funda exclusiva  o principalmente en la amenaza o el temor de las penas … no tiene eficacia alguna para mover al  hombre a laborar por el bien común” (Juan XXIII, 1963, n. 48).

De allí que para que la vida en común sea posible, es necesario un núcleo de valores compartidos  que dé cohesión a la sociedad (Aristóteles, 1997, Política, III, 1280b–1281ª). Sin esa base común,  cualquier ordenamiento político se reduce a una coexistencia forzada, incapaz de generar en el  tiempo los vínculos de unidad y cohesión necesarios para trascender los intereses particulares,  superar las tensiones internas y realizar los fines más elevados de la comunidad (Caldera, 2023,  págs. 4-18).

  1. El auténtico bien del hombre

Pero ¿cuáles son esos valores que pueden y deben ser compartidos por todos, y por qué merecen  tal reconocimiento? Esta pregunta nos conduce al corazón mismo de la reflexión ética.

La tradición clásica ofrece una respuesta esclarecedora. Como enseña Aristóteles en la Ética  Nicomáquea, el bien propio del ser humano consiste en aquello que le permite alcanzar su telos o fin último, actualizando plenamente las potencialidades inscritas en su naturaleza racional,  libre y social (Aristóteles,1998, EN, I, 7, 1097b). Desde esta perspectiva teleológica, los  auténticos bienes del ser humano son aquellos que le permiten desplegar lo mejor de sí y  alcanzar su plenitud.

El conocimiento de la naturaleza humana —la verdad sobre lo que el hombre es— se convierte  así en la clave para identificar qué bienes le son verdaderamente indispensables para el  desarrollo pleno de sus capacidades. Si se reconoce que el ser humano es, por naturaleza,  racional, libre y social, se comprenderá que sus bienes más preciados deben estar vinculados  necesariamente al cultivo de estas dimensiones esenciales.

Desde esta premisa antropológica se comprende por qué ciertos valores poseen una validez  universal y objetiva y se constituyen en auténticos bienes del hombre. Por ejemplo, la dignidad  de la persona humana se erige como un valor fundamental de la convivencia política al reconocer  el valor intrínseco e inalienable de todo ser humano en cuanto ser racional y libre; la libertad  responsable aparece como condición indispensable para el perfeccionamiento moral, pues solo  mediante el uso libre de la razón y la voluntad la persona puede alcanzar su plenitud; y la justicia  y la solidaridad se manifiestan como principios rectores de las relaciones sociales, porque los  seres humanos necesitamos marcos que aseguren la equidad y el apoyo mutuo para realizar el  bien común (Pontificio Consejo Justicia y Paz, 2004, nn. 160–163).

En definitiva, cada uno de estos valores expresa el reconocimiento racional de un bien objetivo  que apunta al perfeccionamiento humano. Al derivar de la naturaleza del hombre —es decir, de  aquellas características esenciales que lo definen como ser racional, libre y social—, estos  valores poseen un carácter universal y se presentan como exigencias objetivas para que el ser  humano pueda alcanzar su plenitud. Precisamente sobre esta base se apoya la posibilidad de un  fundamento común para la vida en sociedad y de un orden político legítimo y estable.

  1. El relativismo: la objeción radical frente a la verdad y al auténtico bien

Sin embargo, esta concepción del orden social, fundamentada en la verdad sobre la naturaleza  humana y en sus bienes auténticos, enfrenta un cuestionamiento de raíz: el relativismo. Esta  postura filosófica niega que existan verdades universales acerca de la naturaleza del hombre y  sostiene, en cambio, que lo que llamamos “bienes auténticos del ser humano” no son más que  construcciones culturales variables y contingentes, dependientes de contextos históricos  particulares.

Aunque el término “relativismo”es de acuñación reciente (siglo XIX), las posturas y doctrinas con  rasgos afines al relativismo contemporáneo se remontan a la Antigüedad clásica (Baghramian,  2020). Protágoras, en el siglo V a. C., expresó su célebre máxima “el hombre es la medida de todas  las cosas” (Platón, 1993, Teeteto, 152a), anticipando la idea de que la verdad depende de la  perspectiva individual. A comienzos de la Edad Moderna, Michel de Montaigne retomó esta línea  al subrayar la influencia de las costumbres en la noción de verdad. En “Los caníbales”, advirtió  que los juicios europeos sobre lo “bárbaro” estaban condicionados por el propio punto de vista  cultural europeo. (Montaigne, 2007)

Más tarde, la influencia del escepticismo2 en el pensamiento ilustrado del siglo XVIII preparó el  terreno para Friedrich Nietzsche, quien radicalizó esta visión al negar la existencia de una verdad  absoluta y sostener que «no hay hechos, solo interpretaciones» (Nietzsche, 2008, pág. 222). En  el siglo XX, las corrientes posmodernas —con Michel Foucault a la cabeza— concibieron los  discursos de verdad no como reflejo de una realidad objetiva, sino como construcciones  históricas inseparables de las relaciones de poder (Foucault, 1992), mientras que autores como  Thomas Kuhn trasladaron el relativismo al ámbito de la ciencia (Kuhn, 1962).

Tras su impacto en la filosofía y en la teoría de la ciencia —con autores como Thomas Kuhn, que  trasladaron el relativismo al terreno de los paradigmas científicos—, estas ideas se extendieron  también a otras disciplinas. Por ejemplo, en la antropología cultural, se consolidó como una  corriente muy influyente: Franz Boas defendió que la cultura constituye el marco fundamental  para comprender al ser humano y que todas las culturas poseen igual valor dentro de sus propios  parámetros (Boas, 1940). Por su parte, Melville Herskovits sostuvo que los juicios morales y de 2 Actitud que cuestiona la posibilidad de acceder a verdades universales y definitivas verdad están determinados por el contexto cultural específico, negando así la existencia de  normas morales o verdades universales absolutas (Herskovits, 1947).

En sus manifestaciones actuales, podemos distinguir tres formas principales de relativismo: el  epistemológico, que niega la posibilidad de un conocimiento objetivo; el moral, que rechaza la  validez universal de las normas éticas; y el cultural, que reduce la verdad y los valores a meras  convenciones propias de cada sociedad.

El hecho de que el relativismo se manifieste de forma transversal en campos tan diversos del  conocimiento constituye un indicador de su significativa influencia en nuestros días. Esta  amplitud sugiere que no se trata meramente de una corriente filosófica, sino de una mentalidad  o paradigma cultural que ha permeado amplios sectores de la sociedad contemporánea.

En este contexto, resulta relevante examinar cómo esta postura ha influido en la comprensión de  los fundamentos políticos de nuestras sociedades, en especial sobre la democracia —tema que  abordaremos en la siguiente sección.

  1. El relativismo vacía la democracia de contenido ético y la reduce a procedimientos

De la mano de autores como el jurista austríaco Hans Kelsen y el filósofo norteamericano Richard  Rorty, el relativismo se hace presente a lo largo del siglo XX, modelando la comprensión misma  de los fundamentos de la democracia moderna.

En su obra “De la esencia y valor de la democracia“, Kelsen, partiendo de la premisa fundamental  de que “la verdad y los valores absolutos son inaccesibles al conocimiento humano” (Kelsen,  1934, pág. 156) y considerando que el pluralismo constituye una característica inherente de las  sociedades democráticas modernas, sostiene que la democracia debe conceder “igual estima a  la voluntad política de cada uno” (Kelsen, 1934, págs. 156-157). Esta igualdad epistemológica — derivada de la imposibilidad de acceder a verdades políticas absolutas— justifica que la  democracia otorgue a todas las opiniones y doctrinas políticas idéntica posibilidad de  manifestarse y competir libremente.

Desde esta perspectiva, el jurista austríaco considera que los bienes más característicos de una  democracia —la libertad de pensamiento y de prensa, la tolerancia, la igualdad respecto a la  consideración de la voluntad política de cada individuo, la protección de las minorías opositoras y la organización del orden estatal como un sistema de normas generales— resultarían incompatibles con cualquier sistema político fundamentado en la creencia de bienes y valores  absolutos.

La lógica de Kelsen discurre así: quienes se consideran poseedores de una verdad absoluta, es  decir, válida para todos, carecerían de incentivos racionales para someterla al proceso  democrático de deliberación y decisión mayoritaria, tendiendo inevitablemente a imponerla de  forma autoritaria sobre quienes perciben sumidos en el error, por ello concluiría el autor austríaco que “la concepción filosófica que presupone la democracia es el relativismo” (Kelsen, 1934, pág.  156).

Esta concepción relativista de la democracia encontraría en las décadas siguientes un desarrollo  más radical en la obra del filósofo norteamericano Richard Rorty (Rorty, 1991). Este pensador,  desde una postura pragmática, no se limitará como hizo Kelsen a fundamentar la democracia  sobre la ausencia de verdades absolutas, sino que irá más allá cuestionando la propia noción de  verdad como correspondencia entre nuestros juicios y una realidad objetiva e independiente de  nosotros (Rorty, 1991, pág. 20).

En su obra Contingencia, ironía y solidaridad, Rorty propuso abandonar toda búsqueda de  fundamentos últimos y excluir la noción de verdad del espacio público. El considera que el  intento de establecer valores y bienes absolutos no solo es imposible sino incoherente3(Rorty,  1991, págs. 25, 215). En vez de ello, propone una concepción pragmática de la verdad. Para él, la  verdad es simplemente lo que una comunidad llega a acordar a través de la conversación y la deliberación (Rorty, 1991, pág. 102).

Para Rorty, los valores, instituciones y formas de vida sobre los que se basa la convivencia  humana son radicalmente contingentes, es decir, no derivan de verdades universales sobre la  naturaleza humana o principios morales absolutos, sino que son el resultado contingente de  procesos históricos. Esta contingencia no implica que los valores se hayan establecido de forma  arbitraria o caprichosa, sino que han demostrado a través del tiempo “su utilidad” para crear  sociedades que la mayoría de sus miembros consideran deseables para vivir. La verdad no es  algo que se halle, es algo que se construye (Rorty, 1991, pág. 23).

Desde esta perspectiva, el filósofo norteamericano sostiene que la democracia debe  fundamentarse en su utilidad. La democracia constituye la mejor herramienta disponible para  negociar y lograr consensos operativos temporales dentro de una sociedad pluralista con  intereses y valores diversos, permitiendo así la convivencia pacífica y próspera.

De allí que para Rorty, la democracia debía sostenerse únicamente en “la tolerancia” y en “la  solidaridad” como nuevo credo común. Las convicciones personales deben mantenerse en la  esfera privada, pero en la vida pública lo esencial es aceptar la contingencia de toda creencia y la imposibilidad de acceder a verdades universales (Rorty, 1991, págs. 18, 86,110). Desde su  perspectiva, lo que preserva la convivencia pacífica no es un acuerdo en torno a la verdad, sino  la renuncia explícita a ella.

El cuestionamiento a los fundamentos metafísicos de los valores democráticos —heredado de  pensadores como Kelsen y Rorty, y otros autores— ha calado profundamente en la praxis  democrática contemporánea, pese a que el lenguaje institucional mantenga una retórica  universalista. De ello ha emergido un universalismo contingente: un conjunto de valores  proclamados como universales, pero cuya autoridad se reconoce como producto de procesos  históricos, culturales y de negociación política.

Desde estas posturas, la democracia ha dejado de entenderse, fundamentalmente, como una  “forma de vida” basada en un núcleo estable de valores compartidos, tal como la defendía  Jacques Maritain, para concebirse, predominantemente, como una “forma de gobierno” orientada a garantizar la coexistencia pacífica y la canalización institucional del conflicto entre  visiones del mundo radicalmente divergentes.

  1. El relativismo impone su dictadura en el mundo contemporáneo

Desde mediados del siglo XX, algunos pensadores de la posguerra como Eric Voegelin, Leo  Strauss, Hannah Arendt y Alasdair MacIntyre comenzaron a advertir sobre los riesgos que el  relativismo moral y epistémico entrañaba para la estabilidad de las democracias liberales

3 Para Rorty, buscar valores absolutos es una empresa imposible —no existe un tribunal neutral fuera del  lenguaje— e incoherente, porque pretende justificar sin presupuestos usando, inevitablemente, algún  presupuesto.

(Voegelin, 1952; Strauss, 1953; Arendt, 1958; MacIntyre, 1981). Sin embargo, fue en las últimas  décadas del siglo XX cuando esta crítica comenzó a adquirir dimensión global, gracias al  liderazgo intelectual y pastoral del Papa Juan Pablo II, y al trabajo teológico y filosófico de uno de  sus más cercanos colaboradores, el cardenal alemán Joseph Ratzinger.

En 1991, en su encíclica Centesimus annus, Juan Pablo II advierte sobre los peligros que se  ciernen sobre una democracia que ha perdido su fundamento moral: “Si no existe una verdad  última, que guíe y oriente la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas  pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se  convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia” (Juan  Pablo II, 1991, n. 46). Muy reveladora resulta la referencia que hace el Papa a la posibilidad de la  existencia de un “totalitarismo encubierto” que opere bajo la apariencia de una democracia  procedimental.

Por su parte, el cardenal Joseph Ratzinger —desde los años noventa y en estrecha sintonía con el  pontificado de Juan Pablo II— fue profundizando en esta crítica en múltiples escritos,  conferencias y documentos doctrinales (Ratzinger, 1998). Fue él quien en 2005 acuñó la célebre  expresión “dictadura del relativismo” (Ratzinger, 2005) para caracterizar esta deriva de la cultura  contemporánea que había sustituido la verdad por la opinión, promoviendo el relativismo como  única actitud válida en la vida pública.

En su conocida homilía del 18 de abril de 2005, pronunciada en el cónclave pocos días antes de  que fuera electo como Papa, el futuro Benedicto XVI advirtió que, en ausencia de una verdad  objetiva, el hombre termina siendo sometido por lo accidental, por lo arbitrario: “Se va  constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja  sólo como medida última al propio yo y sus apetencias” (Ratzinger, 2005). De esta manera el  criterio último sobre lo “bueno” o lo “permitido” termina siendo lo que una mayoría accidental — o las élites culturales dominantes— consideran “aceptable” de forma arbitraria en un momento determinado.

Ratzinger sostiene que, al negar toda verdad accesible a la razón, se vacía el espacio público de  criterios comunes, dejando a la sociedad a merced del poder, la técnica o la emotividad. Si ya no  existen referentes racionales compartidos para discernir lo justo, entonces —advierte  Ratzinger— el poder sustituye a la razón: quien controla los medios, las instituciones o el lenguaje  dominante impone qué “funciona”, qué “es aceptable” o incluso qué “está permitido decir”. En  este contexto, el debate público ya no se sostiene sobre argumentos, sino que se reduce a estrategias de persuasión, marketing o corrección políticos, una dinámica que erosiona la  esencia misma de la democracia deliberativa (Ratzinger, 2005) (Benedicto XVI, 2006).

  1. La falsa tolerancia del relativismo: de la indiferencia a la enemistad cívica

De tal manera que, la tesis relativista —que buscaba facilitar la convivencia civil y proteger la  libertad en sociedades democráticas pluralistas— termina paradójicamente operando como un  factor silencioso que promueve la fragmentación social y el declive democrático.

En su estudio ¿Qué puede ser la democracia?, Francisco Plaza plantea que el relativismo, al  sustituir las “verdades compartidas” como fundamento de la convivencia social por un mero  código de conducta que exige de manera irrestricta privatizar las convicciones propias al tiempo  que se debe aceptar y respetar como válida toda convicción distinta, transforma la auténtica  tolerancia (soportar aquello que rechazamos por un bien mayor) en indiferencia (Plaza, 2025, e.p., pág. 4).

Como explica Plaza, si no se distingue entre sostener un bien y tolerar un mal, la tolerancia deja  de ser virtud y se degrada en mera indiferencia: “con la indiferencia no se actúa contra el otro,  pero tampoco se actúa con el otro ni para el otro” (Plaza, 2025, e.p., pág. 5). Esta actitud, lejos de  ser neutral, opera como una “agresión pasiva” que encierra a las personas en sí mismas: los  ciudadanos “se cierran los unos a los otros y se excluyen de su horizonte de vida”, obstaculizando  “aquella apertura que es preámbulo de la solidaridad y del amor fraterno” —cimientos sobre los  que se edifica la amistad cívica (Plaza, 2025, e.p., pág. 6).

El daño, sin embargo, no se detiene en la indiferencia. Como advierte Plaza, paulatinamente esta  se transforma en distanciamiento, luego en recelo mutuo y, finalmente, en enemistad abierta: el  otro deja de percibirse como un conciudadano con quien cooperar para construir el bien común,  y pasa a ser visto como alguien de quien hay que guardarse (Plaza, 2025, e.p., pág. 6).

En este contexto, el debate público se polariza hasta extremos irreconciliables. Al no existir un  horizonte de sentido compartido, la política se reduce a la mera administración de reglas y a la  designación de árbitros, lo que termina por escindir a las sociedades en facciones hostiles que  han perdido la voluntad de vivir juntas. De esta manera, la aparente paz de la “tolerancia  relativista” degenera en polarización, discordia y fractura social.

  1. El relativismo en el trasfondo de las dinámicas autocratizadoras actuales

Como se puede observar, las referidas consideraciones filosófico-políticas sobre el impacto del  relativismo en la democracia encuentran un claro correlato directo e indirecto en algunos de los  factores que la literatura empírica viene señalando como causas de la tercera ola de  autocratización.

El planteamiento sobre cómo la tolerancia relativista desemboca en “enemistad abierta” entre  ciudadanos que dejan de verse como conciudadanos para percibirse mutuamente como  adversarios, encuentra una notable correspondencia con los hallazgos de la ciencia política  contemporánea sobre la polarización extrema. Estudios recientes documentan cómo la  polarización ya no se limita a desacuerdos ideológicos, sino que se ha transformado en  animosidad afectiva hacia el “otro político” (Iyengar, 2019). Este fenómeno, que diversos autores  denominan “polarización perniciosa” (McCoy, 2018) o “polarización tóxica”, ocurre cuando la  sociedad se escinde en dos bloques identitarios, moralmente opuestos y mutuamente  deshumanizantes, que ven al adversario no como equivocado, sino como malvado o amenazante.  Esta forma de polarización erosiona las normas democráticas, paraliza las instituciones y predice  con alta probabilidad procesos de autocratización.

Igualmente se puede observar cómo el diagnóstico respecto a que el relativismo moral induce a  los ciudadanos a “cerrarse los unos a los otros”, obstaculizando la apertura necesaria para la  amistad cívica, encuentra correspondencia con el fenómeno de la desafección política y el  debilitamiento del capital social. Estudios sobre cultura política (Dalton, 2004) (Pharr, 2000) muestran que, en sociedades donde se erosionan los valores compartidos y las convicciones se  privatizan hasta volverse irrelevantes para la esfera pública, se observa una correlación  significativa con la disminución de la participación electoral, la reducción del asociativismo civil  y la fragmentación de redes de confianza interpersonal, factores que se vinculan directamente  con las amenazas y la vulnerabilidad del sistema democrático.

Por otra parte, se constata cómo la reducción de la política a mera administración de reglas y  designación de árbitros —a raíz de la pérdida de horizontes de sentido compartido provocada por  el relativismo— encuentra un claro correlato en la literatura sobre la erosión de la confianza en  las instituciones. Estudios empíricos (Norris, 2019) (Levi, 2000) muestran que, cuando las

instituciones dejan de encarnar valores comunes y se perciben como meros mecanismos  técnicos o burocráticos, se erosiona profundamente la confianza ciudadana en ellas. Esta  erosión no solo genera apatía, sino que crea condiciones propicias para la emergencia de  liderazgos autoritarios que prometen restaurar el sentido, la identidad y la eficacia política.

Asimismo, la fragmentación social y el vacío de “verdades compartidas” que genera el relativismo,  crea condiciones propicias para la emergencia de liderazgos populistas que ofrezcan certezas  simples y narrativas unificadoras. La literatura sobre populismo (Mudde, 2017) (Norris, 2019) confirma que estos movimientos prosperan precisamente en contextos de desorientación  cultural, donde la pérdida de marcos de referencia comunes genera una profunda nostalgia por  la cohesión perdida. Los líderes populistas capitalizan esta nostalgia, no para restaurar un debate  racional sobre el bien común, sino para construir divisiones maniqueas entre un “pueblo puro” y  unas “élites corruptas”, presentándose como los únicos capaces de como los únicos capaces de  restablecer un sentido de unidad y verdad.

Finalmente, el debilitamiento de los fundamentos normativos compartidos —propiciado por el  relativismo— facilita los procesos de autocratización desde dentro del sistema democrático.  Al negarse toda verdad objetiva accesible a la razón, la voluntad de mayorías circunstanciales se  convierte en la última fuente legítima de legalidad. Presentada como “lo auténticamente democrático”, esta lógica socava los cimientos de la democracia: sin principios que limiten a la  mayoría —derechos humanos, dignidad de la persona, Estado de derecho— ninguna institución,  derecho o minoría queda realmente a salvo.

Los estudios sobre retroceso democrático (Levitsky, 2018) (Bermeo, 2016) coinciden con este  diagnóstico. Cuando se erosionan los consensos básicos sobre las “reglas del juego” y las  “normas democráticas no escritas” (tolerancia mutua y autocontención institucional), líderes  electos subvierten gradualmente los contrapesos liberales desde dentro del sistema. No abolen  constituciones: las reinterpretan según sus intereses; no derogan derechos: los subordinan a la  “voluntad popular”; no asaltan parlamentos: los “cooptan” y los someten a la voluntad del  Ejecutivo. Así terminan muriendo lentamente las democracias.

Conclusiones

Este artículo ha mostrado la existencia de significativas convergencias entre los efectos erosivos  del relativismo sobre la democracia —analizados desde una perspectiva filosófico-política— y  varios de los factores identificados por la ciencia política como causas de la actual ola global de  autocratización.

A diferencia de los factores más visibles del retroceso democrático, el relativismo actúa de forma  más silenciosa y profunda: erosiona los fundamentos normativos compartidos que hacen  posible la convivencia democrática. Al negar la existencia de verdades accesibles a la razón y  reducir los valores a meras construcciones culturales contingentes, el relativismo vacía el  espacio público de criterios comunes para discernir el bien común. Así, transforma la auténtica  tolerancia —virtud que supone soportar lo que se considera erróneo por un bien mayor— en  indiferencia moral, y esta, progresivamente, en enemistad cívica. Esta dinámica subyacente no  es un simple factor más del declive democrático: es su caldo de cultivo cultural, la condición que  permite que los demás factores autocratizadores se potencien.

La importancia de identificar estas convergencias radica en que abre la posibilidad de articular  una respuesta política más de fondo frente al actual proceso de autocratización global. Los  enfoques predominantes suelen centrarse en combatir los síntomas —a través de reformas  institucionales, medidas contra la desinformación o estrategias de despolarización—, todas

necesarias pero insuficientes. Lo que permanece sin atender es la raíz antropológica y cultural  del problema: el relativismo, que en el fondo es la verdadera enfermedad.

Si no se recupera en el espacio público la idea de que existen verdades sobre la naturaleza del  ser humano —dignidad, libertad responsable, bien común, amistad cívica— accesibles a la razón  y válidas para todos, no será posible reconstruir dentro de las democracias pluralistas una  verdadera tolerancia que sostenga el desacuerdo civilizado, ni construir consensos racionales  sobre el bien común, ni restaurar la confianza mutua y la voluntad de vivir juntos

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