Del sueño democrático al fantasma del autoritarismo: La crisis política del sur del continente – Sebastián Horesok

Del sueño democrático al fantasma del autoritarismo: La crisis política del sur del continente – Sebastián Horesok

Del sueño democrático al fantasma del autoritarismo: La crisis política del sur del continente

Sebastián Horesok

«Algún día será verdad. El progreso penetrará en la llanura y la barbarie retrocederá vencida»

Rómulo Gallegos

La historia política de América Latina ha estado marcada por sucesos que han generado inestabilidad dentro de los sistemas políticos de los países que conforman la región. Si se hace una línea de tiempo desde la independencia hasta la actualidad, se puede observar que todos esos sistemas han oscilado entre diferentes regímenes de forma cíclica. Cuando alguna de estas naciones instaura un gobierno civilista sin fortalecer sus instituciones y estabilizar a los actores del sistema, usualmente se han abierto las puertas a gobiernos caudillescos de corte militarista que, mediante las armas y el terror, terminan consolidándose en tiranías. Este ciclo, que pareciera no tener fin, ha generado heridas profundas en las sociedades latinoamericanas que hasta el día de hoy repercuten en la vida política.

Hoy por hoy, las naciones de América Latina se autodefinen como democracias. Sin embargo, es bien sabido que la democracia en la región se tambalea constantemente. Este fenómeno se ha estudiado por años. Se considera que uno de los factores principales de esta inestabilidad democrática en la región tiene su origen en los procesos de independencia. Estos procesos estuvieron marcados por un profundo carácter caudillista y un rechazo importante a la civilidad. Durante la independencia, el poder de las armas era más importante que las leyes o la voluntad de los ciudadanos.

La sociedad latinoamericana, por temor a las guerras y la anarquía que vivió el continente posindependencia, tenía muy marcado el deseo de orden, sin percatarse de las consecuencias posteriores. Para la profesora Graciela Soriano, el fenómeno autocrático latinoamericano comparte muchas semejanzas con los procesos tiránicos de la antigua Grecia. Allí, los gobiernos ilegales sustentaban su apoyo en el populacho. Este concepto es distinto al de pueblo o al de ciudadanía. El primero se refiere a aquel grupo de personas que es manipulado demagógicamente por las élites tiránicas, usando como herramienta su retórica política. En este tipo de regímenes se cree que la praxis de gobierno era la solución en los momentos de crisis. Todas las decisiones se justifican bajo el pretexto de dar un orden a la anarquía existente dentro de las ciudades griegas.

Pero, ¿qué tienen que ver las lejanas polis griegas con nuestras sociedades latinoamericanas? Pues en el modo como terminaron resultando esos gobiernos en el largo plazo. Si bien estos regímenes generaban algo de estabilidad a las ciudades, a la larga sus prácticas degeneraron en abusos a los derechos y libertades de los habitantes de la polis. El abuso de poder constante gestaba mayor inestabilidad y descontento a el largo plazo. Este descontento originaba el surgimiento de otros tiranos que, mediante conspiraciones violentas buscaban cambiar el gobierno de turno, pero el resultado que se obtenía era de mayor conflicto. Este círculo vicioso fue socavando la civilización helénica.

En la región sucede algo parecido. En el siglo XIX, cada vez que los gobiernos débiles de los países latinoamericanos tomaban decisiones que no favorecían los intereses de tal o cual caudillo, este utilizaba a su ejército personal para tomar el poder, creando un clima de inestabilidad. La justificación de estas acciones era la premisa de que ellos, mediante la mano de hierro, podrían dar orden desde las armas y solucionar la crisis. 

Conviene preguntarse: ¿cómo estos caudillos podían tener tanto poder? Pues una de las razones fundamentales es la debilidad del Estado. Este estaba compuesto de instituciones frágiles y centralizadas. Los gobernantes, desde sus oficinas, no tenían una presencia real a lo largo del territorio nacional. Un ejemplo de esto se puede observar en Venezuela. Este país con una gran tradición militarista, durante gran parte del siglo XIX no contó con un ejército real que cumpliera con las funciones propias de los Estados modernos: la seguridad y defensa de los ciudadanos y el territorio. Para algunos historiadores, como Germán Carrera Damas, el primer proceso formal de institucionalización del ejército venezolano se llevó a cabo durante el primer período de gobierno del presidente Antonio Guzmán Blanco. Las tropas de ese ejército tenían un margen de acción desde la capital hasta la ciudad de Valencia, una distancia de 168 km. Sin embargo, el orden interno era garantizado por los pactos entre los caudillos regionales con sus montoneras y el débil Estado.

No es sino hasta el siglo XX que el caudillismo con estas características llega a su fin. En el año 1899, triunfa la Revolución Restauradora. Este proceso, que estaba comandado por Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez, significó una modernización importante del ejército venezolano. Los primeros pasos se dan durante el gobierno de Castro, pero quien realmente termina de afianzar el modelo militar prusiano en las Fuerzas Armadas es el general Juan Vicente Gómez. Esto no es un dato menor. Este modelo militar europeo no solo marcará el futuro político de Europa con dos guerras mundiales, sino todo el panorama político de América Latina. El comportamiento de los militares latinoamericanos en todo el siglo XX es un claro ejemplo de este modelo.

En definitiva, se puede decir que en el siglo XIX existía una dicotomía entre civiles y caudillos. Esta dicotomía se sustentaba en las siguientes premisas: civilidad era igual a anarquía y caudillismo era igual a orden. Esto acarrea con un gran costo: en ninguna de las dos formas de gobierno había libertad, desarrollo o estabilidad política. 

El siglo XX llega con nuevos actores políticos, sobre todo en el tablero internacional. En ese momento aparecen elementos importantes como la Doctrina Monroe; una doctrina que justificaba la intervención de los Estados Unidos en América Latina para defender los intereses de su país en todo el continente americano. Esta intervención se llevaba a cabo de distintas formas. La forma más empleada era la de ejercer influencia en los sistemas políticos para garantizar gobiernos cercanos a sus intereses. Una de las áreas que recibió mayor intervención fueron las Fuerzas Armadas de los países Latinoamericanos. EEUU invirtió grandes sumas de dinero en la modernización de estas. El ejemplo más importante de esta inversión fue la ejecución de Escuelas de las Américas. Un programa dedicado a dar formación en materia antisubversiva y de guerra de guerrillas. Una nueva forma de guerra que marcaría todo el siglo XX de América Latina. 

Ahora bien. Si hubo esfuerzos para fortalecer el orden interno y las instituciones latinoamericanas, ¿por qué la inestabilidad sigue estando a la orden del día? Lo primero que debe decirse es que estos esfuerzos no fueron del todo satisfactorios. Si bien las fuerzas armadas estaban más formadas e institucionalizadas, la cultura democrática y las demás instituciones no eran lo suficientemente fuertes. Lo segundo es que en el siglo XX aparece otro actor no menos importante y que sigue más vigente que nunca: el comunismo y sus distintas mutaciones ideológicas. 

Las ideas comunistas llegaron a América Latina a finales del siglo XIX. Estas ideas solo eran accesibles a las élites intelectuales que sabían leer y escribir. Los sectores más populares, como campesinos y obreros, no tenían acceso a las lecturas e ideas por dos razones fundamentales: los altos niveles de analfabetismo y el desprecio que recibían por parte de estas élites. Este escenario cambia de manera importante a partir de un fenómeno político que dividiría en dos la historia de América Latina: el movimiento 26 de julio. Este fenómeno fue un movimiento revolucionario de Izquierda Radical comandado por Fidel Castro, Raúl Castro y, posteriormente, Ernesto Guevara. Este movimiento daría inicio a un nuevo conflicto armado en toda América Latina. 

Es importante explorar las razones por las que florecen estas guerrillas. Litsep sostiene en su tesis que el crecimiento económico de un país es razón de sobra para garantizar la estabilidad política. Sin embargo, la realidad demuestra que hay otros factores que deben ser tomados en cuenta. En esa época, el crecimiento económico de una nación y su cercanía a EEUU no necesariamente se traducía en mejoras sociales. Al contrario, se generaban sistemas sumamente excluyentes y con altos niveles de desigualdad social. 

En el caso venezolano se puede observar un gran ejemplo de esto: la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Un gobierno de corte autoritario, apoyado por los EEUU, que mediante la «revolución del concreto» y obras estrambóticas, creía garantizar estabilidad política. En realidad lo que estaba construyendo era una condición de vulnerabilidad y exclusión social para millones de venezolanos, que empezaron a simpatizar con los denominados «Barbudos de Sierra Maestra».

A nivel mundial, este proceso no está aislado del contexto de la Guerra Fría; un conflicto entre dos grandes potencias mundiales. Este conflicto, más que armamentístico, fue un conflicto entre las grandes ideologías del siglo XX: capitalismo vs socialismo o comunismo. Para este momento, la Doctrina Monroe asume una nueva causa: “la causa occidental”. Según Linz en El quiebre de las democracias, la denominada «causa occidental» establecía que se debía evitar a toda costa que en América Latina prosperara el germen del socialismo, sin importar si las acciones a tomar pudieran ocasionar un retroceso de la democracia.

Bajo este escenario, las débiles democracias latinoamericanas empiezan a colapsar. La región cae en una involución política, esta vez de características diferentes a las del siglo XIX, pero en la que se enfrentan dos nuevas dos maneras de orientar el ejercicio del poder. Por un lado, la dictadura militar, con un gran componente ideológico de derecha, y, por el otro, las revoluciones de izquierda. Estas últimas, buscando lo que el profesor José Manuel Azcona ha denominado «el sueño de la revolución social». 

La influencia de la izquierda permeó toda la región. En países como Chile, las políticas de corte marxista de Salvador Allende polarizaron la sociedad hasta el punto de una posible guerra civil. La conclusión de este proceso fue la consolidación de una de las dictaduras más fuertes de la historia de América Latina. Por otro lado, en Nicaragua, la dictadura de los Somoza generó la llegada al poder de la guerrilla Sandinista, iniciando un nuevo proceso autoritario, pero de corte de izquierda. De igual forma, Argentina vivió unos años de terror, desapariciones y abusos de poder durante el proceso de Reorganización Nacional, dejando en esa sociedad una gran herida que se mantiene hasta la actualidad. En definitiva, se puede ver cómo la Guerra Fría marcó el comportamiento político de los sistemas políticos latinoamericanos, polarizando los países entre ideologías extremas.

Solo Venezuela consiguió una importante estabilidad democrática y supo sobreponerse al debate ideológico y polarizante, mediante un sistema de pactos que antepuso la democracia, no como un medio, sino como un fin para alcanzar la estabilidad política. Y aquí quiero hacer especial énfasis en el papel clave de los partidos políticos como garantes de la democracia, siendo estos la conexión entre la sociedad y el Estado. Por lo cual me atrevo a afirmar que la única forma de que exista la sociedad civil latinoamericana, donde confluyen distintos grupos de presión e interés como ONG, lobbies, asociaciones de vecinos y demás organizaciones, es a través de los partidos políticos, ya que estos son fundamentales para el funcionamiento de los sistemas políticos y la respuesta a la vocación de poder a través de mecanismos democráticos. Sumado a que desde los distintos espacios de poder, se pueden impulsar las transformaciones para que los sistemas políticos sean cada vez más democráticos y transparentes, donde el ejercicio no se vea de una manera tan vertical o piramidal, sino más bien de una forma más horizontal y participativa, en el que la ciudadanía pueda involucrarse más en la política.

No obstante, nuestra política latinoamericana sigue transformándose, y tras el fin de la Guerra Fría, gracias a la caída de la URSS, toda la humanidad creía que habíamos llegado a la famosa obra del intelectual Francis Fukuyama El fin de la historia, en la que afirma que tras la caída del telón de hierro del comunismo, tendríamos la consolidación más grande de la democracia liberal. Sin embargo, lamentablemente para la humanidad, esto no fue así. Tras una ola democratizadora por el mundo y el continente, los viejos residuos de la Guerra Fría empezaron a jugar un papel fundamental, aprovechando las fallas del sistema democrático. 

La nueva arma sería el populismo, una forma política que va más allá de las ideologías y apela a la emotividad para lograr su único objetivo: alcanzar el poder mediante las masas. Para ello, se utilizan elementos como la polarización, el uso indiscriminado de los sentimientos y emociones, y la aplicación de una relación suma-cero entre los integrantes del sistema político. Los procesos siempre son precedidos de un líder carismático con características mesiánicas, que ofrecen soluciones mágicas a los problemas más complejos de los sistemas democráticos, como la corrupción, la pobreza y la seguridad. La antipolítica se convierte en el principal elemento discursivo de estos movimientos populistas, con frases como «que se vayan todos», «Aquí estoy parado firme. Mándeme el pueblo, que yo sabré obedecer. Soldado soy del pueblo, ustedes son mi jefe». Esto refleja el gran deseo de desaparecer la relación entre partidos políticos y ciudadanía, sustituyéndola por una relación mesiánica o paternal. Por ejemplo, el presidente Chávez se comparaba con Simón Bolívar o, en algunas ocasiones, con Jesucristo, mientras que los que se oponían eran catalogados como fariseos, Judas, escuálidos, majunches, todo con el objetivo de polarizar la sociedad entre buenos y malos para llevar a cabo las reformas dentro del Estado y consolidar una transformación mayor, la de la revolución, la única capaz de solventar los problemas del pueblo y dar orden al «desastre» generado por la democracia y sus partidos.

A diferencia del siglo XX, en el que la ruptura fue violenta mediante el uso de la bota militar o el fusil del guerrillero, como decía Ernesto Guevara, la transformación revolucionaria en este populismo del siglo XXI viene desde adentro, mediante un gran apoyo popular. Este proceso se logra mediante el desmantelamiento de las instituciones, bien sea a través de reformas constitucionales, constantes plebiscitos o la centralización del poder por parte del Ejecutivo, para ir poco a poco cercenando libertades políticas como la libertad de expresión, cambios en las circunscripciones electorales para hacer las elecciones cada vez menos competitivas, sumado al uso indiscriminado de los recursos del Estado para el partido de gobierno, aumentando el gasto público y generando un mayor control social sobre la población, con el fin de crear un Estado paternalista y una ciudadanía dependiente. Toda relación es amigo-enemigo: si no estás con el proceso, eres un enemigo.

Por tanto, los primeros señalados son los medios de comunicación y los partidos políticos, siendo estos las voces disidentes que se encargan de defender la verdad y la democracia por encima de todo. Pero estos regímenes en América Latina tienen una peculiaridad: su afinidad no es ideológica, aunque intenten disimularlo en sus narrativas. Un claro ejemplo de ello son sus aliados internacionales, que son los enemigos de Occidente, los enemigos de la democracia y la libertad, como la Rusia de Putin, la teocracia de los ayatolas en Irán, Turquía de Erdogan o China de Xi Jinping, todos regímenes autoritarios y totalitarios que ejercen influencia en nuestro continente con el fin de la destrucción del modelo democrático occidental. En efecto, relaciones como las de China y El Salvador, o las de Rusia y Venezuela, no son ideológicas, sino de puro poder. Bukele en el continente ataca a Maduro, pero su socio comercial es el mismo, por lo que sus intereses no se ven afectados. No existe un compromiso de Bukele por ayudar a la democracia en el continente. Por eso, como dice el historiador Antony Beavor, la Tercera Guerra Mundial no será por ideologías, sino entre democracia y autoritarismo, donde, a mi parecer, el campo de batalla se está dando de manera silenciosa en el continente americano, donde la antipolítica y el populismo son los panzer y stukas del autoritarismo, y los partidos políticos deben cumplir la función de la bomba de hidrógeno en Hiroshima y Nagasaki: ser referentes morales, éticos y de laboriosidad para los ciudadanos, estar en resistencia y trabajar en conjunto pese a las diferencias.

Para concluir, creo que la única forma de vencer al autoritarismo es, en primer lugar, sembrando la verdad. Defender la verdad es derrotar a la dictadura del relativismo, esa que pondera a los populistas mediante la polarización y el revanchismo. En segundo lugar, se debe fomentar los partidos políticos, sobre todo los de centro. Posturas como las del Partido Popular en España, de defender la democracia sin caer en los chantajes de los extremos, deben ser ejemplarizantes para los partidos políticos en América Latina. Es momento de combatir el populismo tomando la agenda política, poniendo en el centro a la persona humana y devolviéndole su dignidad, para así garantizar el bien común.

Los partidos de centro en América Latina deben volver a tener un papel preponderante con la gente, volviendo a entender a la democracia como un fin en sí mismo, en el que la justicia sea una virtud transversal al sistema político. Y como diría el doctor Rafael Caldera

Es difícil pedirle al pueblo que se inmole por la libertad y por la democracia, cuando piensa que la libertad y la democracia no son capaces de darle de comer y de impedir el alza exorbitante en los costos de la subsistencia, cuando no ha sido capaz de poner un coto definitivo al morbo terrible de la corrupción, que a los ojos de todo el mundo está consumiendo todos los días la institucionalidad. Esta situación no se puede ocultar.

 

Los partidos políticos debemos devolverle el sentido a las palabras ‘democracia’ y ‘libertad’, que deben dejar de ser meros conceptos abstractos para volver a ser lo que siempre han sido: la garantía de orden y desarrollo para todos nuestros países.

Hoy, el fantasma del autoritarismo parece consolidarse en América Latina, y solo los partidos políticos, junto con la ciudadanía, pueden detenerlo. Recuperemos el foco de la política: el servicio. Ya vencimos al caudillo, al milico y al guerrillero, por lo que estoy seguro de que, si damos la batalla con verdad, laboriosidad y justicia, también derrotaremos al autoritarismo populista.

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