Un panorama de la historiografía venezolana de la última década requiere que se tomen en cuenta dos procesos que resultan ineludibles para cualquier análisis sobre el tiempo presente en Venezuela. La revolución digital sobre la cual comenzó a caminar el planeta desde comienzos de siglo y la emergencia humanitaria que vive el país desde 2014 van de la mano. Mientras que el primero transformaba los formatos de comunicaciones del papel a la pantalla en todo el mundo, el segundo forzaba a Venezuela a más o menos lo mismo por la crisis y censura de los medios de información tradicionales: radio, prensa y televisión. La conjunción de estos dos procesos repercutió en todas las esferas de la sociedad venezolana, alterando por completo las formas convencionales de relacionarse. Y el mundo de los historiadores no fue una excepción a la regla, pues la profesión venía cambiando desde los últimos dos decenios del siglo XX.
El arribo del siglo XXI
A comienzos de este siglo, el historiador José Ángel Rodríguez reunió en una compilación a 40 historiadores con el fin de hacer un diagnóstico sobre la historiografía venezolana. Llama poderosamente la atención la heterogeneidad del grupo, y no solo por un tema de edades, de género o de inclinaciones políticas —pues lo integraban hombres y mujeres, jóvenes y consagrados con posiciones claras para entonces, lo cual habla de la consolidación del gremio, al menos en términos democráticos y eso no es poca cosa—, sino por las diferentes líneas de investigación, enfoques y formas de abordar el pasado que iban desde lo político, tradicionalmente estudiado, hasta el valor de las nuevas fuentes como las artes plásticas, la música, el cine y la fotografía. Y escribo la palabra nuevas en itálicas porque ha pasado casi medio siglo y esos formatos ya no resultan novedosos, pues se han insertado con tanta fuerza que ahora son parte de nuestra sociedad.
Sin embargo, hacer una expedición de ese tipo —que José Ángel Rodríguez llevó a buen puerto— pareciera cuesta arriba en el presente. El gremio se ha separado y, si bien muchos de los presentes continúan vivos y activos en el oficio, la polarización política que vino posteriormente contribuyó con ese cisma, pese a que coincidían en los mismos espacios: universidades, archivos y bibliotecas. La conmemoración del bicentenario de la independencia es una prueba de ello: mientras desde lo privado y de algunas corporaciones, tales como la Fundación Polar, la editorial Alfa, la Academia Nacional de la Historia y sus academias regionales, se imprimían estudios críticos y se reeditaban libros, desde lo público también se producía material que, más allá de los fines partidistas e ideológicos, invitaban al cuestionamiento de una historiografía tradicional y a la promoción de la insurgencia. En ambos casos había estímulos por romper con el statu quo.
Al finalizar esa primera década, en 2011, justo en el año bicentenario de la independencia, el historiador Ángel Almarza ya hablaba de una nueva historia oficial. En el capítulo “Dos siglos de historias mal contadas”, del libro El relato invariable. Independencia, mito y nación, coordinado por Inés Quintero, Almarza desglosa los temas y las formas de una historiografía insurgente promovida desde el Centro Nacional de Historia, organismo creado por Hugo Chávez en 2007, con el objetivo de ser “rectora de la política del Estado venezolano en todo lo concerniente al conocimiento, investigación, resguardo y difusión de la historia nacional y la memoria colectiva del pueblo venezolano”, según apunta la reseña en su página web. Quizá debido a las críticas formuladas por la Academia Nacional de la Historia, conformada por figuras de oposición y dando cuenta de lo profundo que penetró la polarización política en las investigaciones.
La reinterpretación del pasado no solo pasaba por la reescritura de los libros de historia, las investigaciones académicas y la enseñanza en las escuelas primarias y secundarias —para lo cual se creó la Colección Bicentenario, una serie de libros que vinieron a desplazar el mercado editorial de los manuales escolares en los colegios públicos—, también en las conmemoraciones patrias y efemérides. De ahí a que se elevaran estatuas y se derrumbaran otras, se cambiaran nombres de autopistas, parques, plazas y más espacios públicos al resguardo del Estado, que desde 1999 también llevaba el apellido “bolivariano”. Asimismo, con esa insurgencia frente a la historiografía patria, concebida por ellos, como heredera de las élites decimonónicas, vino la construcción de un nuevo panteón de héroes, más inclusivo, pese a que la figura central seguía siendo Simón Bolívar, blanco criollo de una de las familias principales del siglo XVIII.
Más allá de estos enfoques insurgentes —muchos de ellos repetidos de la vieja posición de la Academia Nacional de la Historia—, la historiografía venezolana en general se ha mantenido activa. Así lo concluyó el historiador Tomás Straka en un balance historiográfico donde recogió el estado de la profesión en los 25 años que transcurrieron entre 1988-2013, haciendo énfasis no solo en las obras sino también en los centros de investigación de historia que se abrieron camino hacia el final del siglo XX, pues los historiadores ahora cuentan con posgrados en varias universidades y hasta lideran las listas de libros más vendidos del país. O como titularon Luis Prados y Maye Primera una nota en El País, a partir de una declaración que les diera Inés Quintero: “La historia como autoayuda”. Y es que, movidos por la nostalgia y la búsqueda de respuestas sobre el presente, los venezolanos se preocuparon por leer libros sobre la historia lejana y reciente.
Esos nuevos libros y aportes delinean, según Straka, las nuevas tendencias de la historiografía del siglo XXI, que aspira a ser más concreta y menos teórica, pues los nuevos historiadores vuelven sobre los “estudios de problemas concretos como tendencia dominante, con resultados en muchos casos notables. Ya son muy pocos los que esperan zafarse del paciente trabajo en archivos por la simple extrapolación de una teoría sociológica o económica”. O como él mismo lo llamó: el fin del historiador encubridor y el rescate de la especificidad del método. La reaparición de lo político y la historia intelectual, la reconfiguración de la historia regional, la geohistoria como disciplina obligatoria y el desarrollo de la nueva historia social y cultural son otras de las tendencias que señala en el balance del cuarto de siglo revisado. Tendencias que prueban la vitalidad de una historiografía que deberá confrontar a los desafíos de los venideros 10 años.
De manera que para la primera década del siglo XXI nos encontramos con una historiografía profesional y consolidada, que lejos de resumir, describir y repetir las viejas categorías del pasado, problematiza históricamente a través de la crítica tanto interna como externa. El desarrollo de esta historiografía encuentra sus bases en la Escuela de Historia de la Universidad Central de Venezuela, con Germán Carrera Damas a la cabeza. No es una historiografía que idealiza hechos o personajes en función del Estado, como lo fue la historiografía del siglo XIX, ni tampoco es una historiografía que justifica el poder como lo fue en la primera mitad del siglo XX. La historiografía venezolana del siglo XXI representa la consumación de los esfuerzos teóricos y metodológicos surgidos en la segunda mitad del siglo XX, tras la caída del gobierno del general Marcos Pérez Jiménez; y como lo señaló el historiador Elías Pino Iturrieta: esto no es un hecho casual.
La historiografía de aeropuerto y los nuevos formatos
La década que transcurre entre 2013 y 2023 es compleja por varias cosas. Como decíamos al comienzo de estas notas, la fuerza de la era digital era tal que ningún país podía quedarse por fuera: para 2010, el surgimiento de las redes sociales y de las nuevas plataformas en línea era una realidad en todo el mundo. En Venezuela, ese fenómeno se vio estimulado no solo por la globalización y su ineludible alcance, sino porque el descenso de los precios del petróleo y la economía de tipo estatista cultivada por el gobierno de Hugo Chávez terminaron en una emergencia humanitaria que afectó a toda la sociedad en su conjunto, haciendo de los medios tradicionales especies en peligro de extinción. El quiebre del mercado editorial, producido por la crisis económica, trajo una merma de la producción historiográfica resultado de la deserción universitaria y la migración.
En este sentido, Venezuela entró a la era digital no por decisión propia, sino obligada por las circunstancias. Y eso, en el caso de la historiografía como en muchos otros, se traduce en un cambio de plataformas: los pocos historiadores que se quedan y mantienen el interés por seguir ejerciendo la profesión no solamente escriben libros o artículos en revistas arbitradas —o al menos no con la periodicidad y las ganas de antes—. Ahora publican en el ecosistema de medios digitales surgido frente a la adversidad de la crisis. Si antes la publicación de trabajos historiográficos en libros era cuesta arriba, la devaluación del bolívar y la crisis de las editoriales hicieron que las publicaciones dependieran de dos aspectos: que la autoría sea reconocida y que el tema sea lo suficientemente llamativo para venderse. De ahí a que se reediten a los historiadores de mayor popularidad y trayectoria y que abunden biografías y estudios de hechos y períodos concretos.
Ahora también se hace una historia para la gente, para el gran público que se interesa por el pasado dado el acontecer que vive, pero no es experto, aunque se busque que la rigurosidad y la crítica se preserven, tal como lo señala Inés Quintero sobre sus micros radiales No es cuento, es Historia: “Para un historiador reducir y comprimir contenido en una cosa tan breve es un esfuerzo extraordinario, pero el formato de la radio es obligante”. Pero esta tendencia no pretende sustituir la densidad de las otras investigaciones, solo es la adaptación ante un lector no especialista. Así lo considera Tomás Straka: “No todo trabajo debe ser para un público general, hay estudios académicos, revistas especializadas, temas muy específicos. De modo que los combates por la historia deben ser hechos por equipos, donde hay un diálogo entre quienes construyen las jugadas en el medio campo, y quienes fulgurantemente hacen los goles que emocionan a las gradas”.
Es una historia diáfana, lejos del tecnicismo académico y del claustro, que se abre espacio en los medios digitales con títulos llamativos. El historiador Germán Carrera Damas se refirió a estos trabajos de divulgación como “historiografía de aeropuerto”, por tratarse de contenidos que resultan atractivos para la ciudadanía, tal como suelen ser las revistas y libros en las salas de vuelos. En una entrevista en la que comenta sobre la Academia Nacional de la Historia y la responsabilidad social del historiador dijo: “Ahora he dejado de asistir por varias razones, entre ellas el giro hacia lo que yo llamo ‘historiografía de aeropuerto’ y ese tipo de cosas que no son para mí”. El asunto es que esa responsabilidad pasa por el estímulo de una conciencia histórica y eso, a criterio nuestro, depende del interés de las personas.
Revistas digitales como Prodavinci, Cinco8 y La Gran Aldea son, en la actualidad, las plataformas en las que Inés Quintero, Tomás Straka, Elías Pino Iturrieta, Rafael Arráiz Lucca y Edgardo Mondolfi Gudat, entre otros historiadores con sus diferentes líneas de investigación y formas de comunicarlas, se mantienen activos en el oficio. No solo son entrevistados sobre temas específicos, o sobre sus respectivos proyectos, sino también son asiduos colaboradores y articulistas. La columna dominical de Pino Iturrieta en La Gran Aldea, por ejemplo, aborda temas históricos vinculados a los problemas de la ciudadanía en el tiempo presente. No son simples opiniones sobre los asuntos de actualidad, sino reflexiones sustentadas en episodios históricos o paralelismos con el pasado, escritas por un historiador que pronto sumará ocho décadas de vida, en las que más de la mitad ha estado inmerso dentro de la historiografía profesional.
Pero los artículos digitales, con todas las limitaciones que implican —casi siempre de extensión—, no son las únicas herramientas de las que se han valido los historiadores. El mismo Pino Iturrieta ha incursionado en el mundo audiovisual con su Manual de malas maneras, el podcast que produce con la periodista Adriana Núñez Rabascall y en el que, con una perspectiva histórica, analizan algunos temas del presente. Rafael Arráiz Lucca hacía lo mismo junto a Henrique Lazo en Eso es un tema, un programa radial en vivo con altos números de audiencia al que asistían invitados diferentes cada día. Sin embargo, la mayor producción de Arráiz Lucca es Venezolanos, el podcast que graba para Unión Radio y en el que describe los principales hechos, procesos y personajes de la historia de Venezuela. Él mismo comenta que los capítulos se han escuchado 400.000 veces, un alcance pedagógico insólito por ser una producción gratuita y no un libro por el que se debe pagar dinero.
Inés Quintero tuvo un proyecto similar en el pasado con el apoyo de Banesco. Sus micros de No es cuento, es Historia se transformaron en dos libros que publicó la editorial Dahbar y luego se adaptaron a publicaciones en Instagram. Las trayectorias de estos dos últimos historiadores vinieron a actualizar la práctica del oficio, que ya no necesita escribir un largo tratado con cientos de páginas para cumplir con su función, sino que puede hacerlo de manera didáctica y próxima gracias a los recursos de los medios. Esa adaptación al presente no solo permite mayor alcance y difusión de las investigaciones, sino que también hace más rentable a una profesión despreciada por no ser económicamente provechosa. Tanto así que es soporte en producciones de cine y teatro como Mi último delirio, de Héctor Manrique.
La nueva generación
Estos formatos y plataformas cultivaron una importante cosecha: el interés de una nueva generación por conocer y estudiar la historia de Venezuela, muchos de ellos de pregrados universitarios, otros de posgrados y cursos de ampliación. Para entonces, ya en la década 2013-2023, la generación que José Ángel Rodríguez reunió en Visiones del oficio está consolidada y, aunque se mantiene disgregada, le ha abierto las puertas los nuevos estudiosos del pasado que, golpeados por la emergencia humanitaria, se abre camino en diferentes espacios de discusión. El Premio de Historia Rafael María Baralt lo confirma: auspiciado por la Academia Nacional de la Historia y la Fundación Bancaribe para la Ciencia y la Cultura, tiene el objetivo de promover y estimular investigaciones históricas hechas por jóvenes historiadores recién graduados, quienes aspiran construir una carrera y hacerse un nombre en la historiografía.
Desde 2008, momento en el que se abrió la primera convocatoria, hasta 2023, 15 historiadores noveles han sido reconocidos con el Premio Baralt, varios ahora consagrados en historiografías nacionales y regionales de América: Gustavo Adolfo Vaamonde, Rodolfo Enrique Ramírez-Ovalles, Ángel Almarza, José Alberto Olivar, Sócrates Ramírez, Lorena Puerta Bautista, Luis Daniel Perrone, Gustavo Enrique Salcedo, Alejandro Cáceres, Eloísa Ocando Thomas, Francisco Soto Oraa, Esther Mobilia Diotaiuti, Jesús Piñero, Andrés Eloy Burgos y Betnaly González Yañez. Los resultados de ese galardón ya están a la vista: o se encuentran forjando su carrera más allá de las fronteras venezolanas, en prestigiosos institutos y universidades, o continúan en el país, recorriendo y alcanzando distinciones, convirtiéndose en referencias de sus respectivas líneas de investigación en importantes cargos y vacantes de renombre en la academia.
Para un número de Cuadernos UCAB, la revista del posgrado de la Universidad Católica Andrés Bello, publicado al final del primer trimestre de 2023, Tomás Straka, coordinador de la edición, quiso destacar el papel de los jóvenes en el estudio de la historia, a partir de una vieja experiencia suya con una serie de libros que tenían el propósito de presentar a los noveles autores salidos de los influyentes talleres del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (Celarg) en los años 90, lo cual, además, demuestra que el interés por las nuevas generaciones no es algo exclusivo de nuestros tiempos, sino que ha sido una preocupación constante dentro del mundo de la producción intelectual. “Nuevas voces”, como se decidió llamar al número, recoge seis trabajos de jóvenes historiadores que se forman en el Doctorado en Historia de esa casa de estudio, quienes, a pesar de tener diferentes enfoques y formas, coinciden en los temas.
De ese trabajo, se concluye lo siguiente: “(…) todos los textos son de historia contemporánea, en especial de la Guerra Fría; y, muy significativo, a contravía del usual parroquialismo de nuestros estudios históricos, todos tienen un enfoque global. Acaso por hijos de la globalización, por nativos informáticos y por su capacidad para comunicarse en varios idiomas (al menos en la mayor parte de los casos), sus límites no están acotados por lo que haya en los archivos venezolanos y por lo que está en castellano. Saben buscar repositorios documentales en la Internet, tienen contactos en muchas partes —un efecto colateral de la migración— y no los amilanan los idiomas extraños. Es algo a lo que llegaron más o menos solos, porque ni la contemporaneidad ni la historia global caracteriza los intereses de la mayor parte de los que han sido sus profesores (…)”, intereses que coinciden con los de otros jóvenes en el mundo.
La Guerra Fría se presenta como temática dentro de lo que significa el siglo XX, uno de los principales tópicos a estudiar por los historiadores jóvenes. Atrás pareció quedar el fervoroso interés por comprender el período colonial, la independencia e incluso el siglo XIX que reinaba en los años 90 y en los tiempos del bicentenario republicano. La centuria pasada, que ven como escenario de su presente tan convulsionado, se ha convertido en la principal atracción para los papers que entregan en el programa de posgrado en el que se encuentran inscritos e incluso para las tesis doctorales que aspiran presentar en el futuro. Y el estudio de ese período, que no es una novedad para la historiografía, empieza por la revisión y comprensión de otras aristas, ahora desde la lejanía temporal y no desde la presencia del testigo: ya no son solo los grandes problemas que se sucedieron, sino también las personalidades lo que le interesa a esta generación.
Esto último podría enmarcarse en la búsqueda de referentes para el presente, lejos de las controversias que involucraban a viejos historiadores, quienes, al haber nacido y crecido en el siglo XX, fueron testigos directos de sus principales acontecimientos políticos. Un ejemplo de ello es la apasionada polémica que rodea al 18 de octubre de 1945: casi un siglo después continúa enfrentando posiciones por las consecuencias históricas que trajo y las versiones de sus protagonistas. De manera que las aproximaciones hacia ese momento, por solo poner un ejemplo, por parte de los jóvenes historiadores, no solo podría significar una nueva interpretación de los acontecimientos desde la mirada global de los hechos, sino que esa misma interpretación estaría alejada, al menos más que las anteriores, de la pasión que la ha acompañado a lo largo de la historiografía, gracias a la cercanía temporal de sus primeros narradores.
Sin embargo, el panorama no es del todo alentador. Con el desarrollo de la era digital y la agravante emergencia humanitaria, para seguir con el leitmotiv inicial, los nuevos historiadores, como al igual que otras profesiones —sobre todo la del periodista—, deben enfrentar nuevos retos. Si bien cuenta con numerosos repositorios, bibliotecas y archivos en línea, así como plataformas para la difusión masiva de sus hallazgos y conclusiones, la web trae consigo un problema: la veracidad de la información frente a la amenaza de las fake news, que no solo afectan a las noticias del presente o del pasado inmediato, sino también a los mismos datos históricos. A fines de 2022, se leyó en un titular de la revista Semana que el acta de defunción del Libertador había sido descubierta, pero no era verdad, pues se trata de un documento que es público desde hace años, pero que por alguna razón desconocida quisieron dar como una primicia.
Coda
Finalmente, estas nuevas formas de hacer y comunicar la historia han tenido reacciones en un país que lleva un cuarto de siglo bajo los designios de un solo partido en el poder. Sin embargo, este discurso monolítico no logró persuadir a la sociedad, que contrariamente se ha mantenido resistente al cambio del relato y se ha interesado por conocer sus orígenes y seguir la pista de la historiografía, pese a las tergiversaciones que se difunden desde la propaganda oficial e incluso en las redes sociales, donde abunda la desinformación. Aunque estas últimas han representado una ventana para la discusión abierta, en su seno se cultivan fake news, bots y trolls que adulan a liderazgos autoritarios del pasado, como Juan Vicente Gómez o Marcos Pérez Jiménez, negando la crítica y el debate tan esenciales para el estudio de la historia, donde no hay cabida para reivindicaciones ni condenas, sino para la comprensión en el marco de su contexto: tiempo, espacio y hombre.