Tiempo de dispersión, tiempo de alianzas
Edgardo Mondolfi
Se me ha querido invitar a compartir una serie de apreciaciones acerca de lo que significara la actuación de los partidos políticos entre 1948 y 1957 de cara al estado que enfrenta actualmente la comunidad opositora. Aún más, se me ha querido invitar a comprender si, frente a toda reflexión que pudiese generarse ante los desafíos planteados en estos tiempos caracterizados por la dispersión, y enfrentados como nos vemos a una gramática de tipo autoritario, existen lecciones qué sacar y tener en cuenta a la hora de echarle un vistazo a lo ocurrido a nivel de las fuerzas políticas que operaron desde la más absoluta ilegalidad, o desde su virtual proscripción, durante el lapso 48-57. Entiendo, en suma, que se me invita a tratar de ofrecer una mirada al caso venezolano a partir de una perspectiva histórica y sobre la base de lo que pudiese revelar nuestra propia trayectoria como sociedad.
A primera vista podría haber elementos que seduzcan debido a la existencia de supuestas similitudes entre ambas coyunturas. La primera, y más evidente de todas, es que nos vemos atestiguando, al igual a como ocurrió durante el periodo 48-57, la dispersión de las fuerzas democráticas a causa de las presiones ejercidas por el régimen. La segunda similitud viene dictada por la misma pregunta que, entre 1948 y 1957, debieron formularse quienes actuaban desde el exilio, la clandestinidad o la oposición simbólica y moral (al estilo del partido Copei): ¿cómo romper la atomización?
La tercera similitud, si cabe hablar de tal modo, la ofrece el panorama mismo: nos hallamos, como pudo verse la oposición durante el lapso 48-57, en absoluto estado de debilidad. Debilidad que, en el caso de esta última, estuvo fuertemente determinada por el tipo de interrelación que se traía a las espaldas, es decir, la que se desarrollara durante el trienio 45-48, signada por el comúnmente llamado “sectarismo” o “canibalismo” (esta última expresión corresponde a Rómulo Betancourt) o, si se quisiera expresarlo en términos menos antropofágicos pero con algo de biológico, caracterizada por la fagocitación a merced de la cual se viera el resto de las organizaciones políticas y haciendo, por tanto, que el papel de los partidos estuviese gobernado por el empeño de hacer que la competencia electoral se redujera simplemente a un juego de suma-cero.
En el caso actual, la debilidad viene dada por la existencia de estrategias que no concuerdan exactamente entre sí o que, inclusive, lucen diametralmente opuestas; pero, como veremos, el elenco del 48-57 también afrontó esa misma clase de problema, amén del que acabo de mencionar: su propensión a poner en práctica la virulencia y el exclusivismo ideológico sin reparar en lo que, de manera casi suicida, equivalía a un aniquilamiento de la dinámica construida a partir del 18 de octubre de 1945 o, si prefiere vérsele así, a la auto-depredación del sistema democrático.
No obstante, a partir de aquí, o más allá de estas aparentes similitudes, comienzan a advertirse los riesgos que entraña un ejercicio como el que nos hemos propuesto realizar. Porque, en la historia, no existen parámetros, no existen prototipos ni arquetipos, ni la historia se repite ni es cíclica. Si tal fuere el caso, bastaría con cruzarnos de brazos y esperar a que los comienzos de un nuevo ciclo pasaran en procesión por delante de nuestras casas. Así, el problema estaría, en buena medida, resuelto. Pero ocurre que la historia la hacemos nosotros, y la hacemos en respuesta a las solicitudes y reclamos que nos impone nuestro propio ambiente, nuestras propias circunstancias y nuestras propias especificidades dictadas por el tiempo presente.
Ahora bien, si se tratase de sacar lecciones, y sin que sepamos al fin y al cabo cuán útiles pudieran resultar, propondría concentrar el enfoque en dos bloques: el primero de los cuales podríamos llamar “tiempo de dispersión y desunión” (1948-1957) y, el segundo, al cual podríamos definir como “tiempo de alianzas y sus consecuencias” a partir de lo actuado a lo largo del cuarto de siglo posterior al 23 de enero de 1958. De antemano sólo me resta advertir que habré de dedicarme mucho más a lo primero que a lo segundo, por ser esto último de sobra conocido.
Entre 1948-1958 y la actualidad
Así como he querido referirme líneas más arriba a supuestas similitudes, lo más lógico sería darle cabida entonces a tres diferencias dignas de ser tomadas en cuenta a la hora de proseguir con un recorrido como el que pretendo ofrecer. Dejo apuntada la primera de tales diferencias: en 1948 ocurrió el desplazamiento del poder de un partido gobernante como Acción Democrática al cual –con fundamento o no– se le atribuían pretensiones hegemónicas, pese a que, como opción, se hubiese visto relegitimado tras recibir 871.764 del total de votos sufragados (1.183.764) en las elecciones presidenciales de diciembre de 1947. En cambio, el desafío actual viene dado por las actitudes de un elenco gobernante que, si bien durante más de veinte años se ha medido de manera electoral en términos más o menos creíbles, se comporta como un régimen al cual los politólogos no han dejado de intentar definir y redefinir todo el tiempo, amén de agregarle una fronda de calificativos (“autoritarismo competitivo”, “dictablanda”, “dictadura del siglo XXI”) en función de las características cada vez más restrictivas que exhibe.
La segunda diferencia es que, en 1958, se estaba derrotando a la tiranía más corta en la historia de Venezuela (1953-1958); en el caso de la actualidad, el tiempo continúa obrando de manera peligrosa en contra nuestra cuando se piensa en el modo como los “haberes democráticos” que la sociedad venezolana logró acumular durante el cuarto de siglo posterior a 1958 han comenzado a debilitarse de manera cada vez más significativa (y aludo tanto a lo que pudiese ser la valoración o importancia que la sociedad venezolana le atribuya a los partidos, como a los reflejos y la gimnasia electoral que la propia sociedad fue capaz de construir y fortalecer a partir de entonces). Es decir, me refiero aquí a los hábitos democráticos implantados en el imaginario del venezolano que, poco a poco, han ido desdibujándose, especialmente cuando hablamos de una sociedad a la cual, precisamente por haberse visto desacostumbrada a vivir bajo un régimen de tipo autoritario durante cuarenta años, se le pilló desprevenida a la hora de no saber qué hacer, o cómo actuar, ante la erosión que sufrieran las garantías de convivencia democrática.
La tercera diferencia que puede percibirse entre el lapso 48-58 y la actualidad es que, si bien la democracia no tiene vigencia fuera de la existencia de partidos, ya no hablamos exclusivamente como lo hicieran quienes, desde que las organizaciones partidistas se popularizaran durante el régimen de Isaías Medina Angarita (1941-1945), y mucho más durante el régimen de la Junta Revolucionaria de Gobierno (1945-1948), actuaban pensando en el partido como el único instrumento capaz de canalizar la participación ciudadana. Hoy, como bien lo sabemos, la realidad es distinta: junto a los partidos, y enfrentados a la misma deriva autoritaria, actúan también agrupaciones extra-partidistas (llámeseles como se les quiere llamar: sociedad civil, organizaciones no gubernamentales, asociaciones civiles) las cuales, por desgracia, debido al poderoso veneno que destila la anti-política, no siempre han tenido claro que su papel no es el de sustituir a los partidos sino el de complementarlos e, incluso, el de ayudarlos a actuar a tono con los tiempos. De modo que hoy tenemos a partidos y sociedad civil obrando a modo de focos dispersos dentro de un mismo laberinto.
Por si nada de ello fuere suficiente habría que agregar a semejante rompecabezas el hecho de que, en nuestros tiempos, pareciera dominar la tendencia a que sean las llamadas “redes sociales”, por encima de cualquier otra instancia, las que pretemdan definir el curso de la política, influyendo así, muchas veces de manera nociva, en las decisiones que deba tomar la dirigencia opositora.
Los partidos y su dinámica:
1948-1957
Si bien, a partir de 1948, las Juntas Provisorias intentaron construir ante la sociedad una valoración de lo que significaba el “orden” y la “tranquilidad” frente a la experiencia de “inestabilidad” e “improvisación” (o de “bochinche” atribuido al trienio 45-48), dedicándose por tanto a reorganizar los servicios de seguridad y el aparato represivo-judicial, sería en realidad el lustro del régimen unipersonal de Marcos Pérez Jiménez (1953-1958) el que habría de pulverizar totalmente a los partidos. Y tan importante como lo anterior: habría de deslegitimarlos aún más ante la sociedad como supuestos causantes del grado de pugnacidad vivido entre 1945 y 1948.
Cabría hacer referencia entonces a esos partidos satanizados por el régimen militar, dos de los cuales eran criaturas actuantes desde los tiempos de Medina Angarita –AD y el PCV– mientras que los otros dos eran hijos directos del “octubrismo”: Copei y URD. Entre todos conformarían el “cuadrilátero” que definió los altos y bajos del juego democrático durante el trienio 45-48. Cabe aclarar que no serían los únicos partidos (después de todo, alrededor de 13 organizaciones distintas convivirían durante el trienio democrático) pero sí los más importantes y los que a fin de cuentas persistirían en existir, pese a todos los avatares y sometidos a suerte variable, durante el resto del siglo XX.
En el caso del Partido Comunista (PCV), desde el derrocamiento de Rómulo Gallegos, en noviembre de 1948, éste buscaría aliarse de cualquier forma con Acción Democrática, proscrita como estaba la organización comandada por Rómulo Betancourt, por decreto de la Junta Militar, desde el 7 de diciembre de ese mismo año 48. Sin embargo, según su biógrafa Ocarina Castillo, la actitud exhibida por Carlos Delgado Chalbaud, al frente de esa primera Junta, dejó bastante con vida al PCV, incluyendo a su vocero oficial, el diario Tribuna Popular, pese al hecho de haber exhibido hasta entonces una precaria legalidad y, mucho más, pese a una nada embozada persecución desatada en contra de sus dirigentes y militantes. Eso ocurrió hasta marzo del año 50, cuando el PCV se vio arrastrado a la huelga petrolera, sector dentro del cual AD, desde que fuera desmantelado como partido y pasara a operar en la clandestinidad, continuaba ejerciendo una importante actividad a nivel de sus sindicatos.
A partir de la huelga petrolera de marzo del 50 los comunistas cayeron, al decir de algunos de sus propios dirigentes, en la trampa de una aventura, algo que terminó arrastrándolos a favorecer una táctica que sería vista como hecha de “seguidismo” frente a AD. Además, tal como lo observa Manuel Caballero, habría quienes señalaran incluso que en esa aventura del paro petrolero hubo poco de “insurrección proletaria” y, en cambio, mucho de “putsch”, como era del gusto de sus “hermanos enemigos” en Acción Democrática. El caso fue que, a partir de entonces, puesto que el decreto de la Junta data del 13 de marzo de 1950, el PCV fue plenamente ilegalizado y obligado, al igual que AD, a llevar vida dentro de la más cerrada clandestinidad.
Por su parte, la propia Acción Democrática, seguramente por tratarse del partido más afectado por los sucesos de noviembre del año 48, fue el que más pronto y resueltamente se decantó a favor de una estrategia de agitación e, incluso, de tipo insurreccional en alianza con ciertos sectores militares. Eso ocurrió con particular empeño entre 1948 y 1952. Hablamos, en resumidas cuentas, de escaramuzas conspirativas que tuvieron lugar bajo la iniciativa o, al menos, la aquiescencia del partido. Además, no perdamos de vista que, en cuanto a armamento y dinero, tales conspiraciones intentaron verse respaldadas por lo que aportaran algunos gobiernos afines a Acción Democrática en Costa Rica, Guatemala, México y Cuba.
Para AD, el lapso 1948-1952 estará hecho, pues, de vicisitudes confrontadas dentro del terreno conspirativo, generando, a la vista de lo que revelan los documentos, la dispersión de los grupos militares comprometidos con esa organización partidista e incrementando cada vez más los peligros de filtración, por no mencionar siquiera las difíciles coordinaciones que debieron darse entre la alta dirección nacional de AD en el exilio y el aparato clandestino interno, lo cual haría tangibles las desavenencias y provocaría tensiones, desgarraduras y enredos entre ambos lados de la organización, es decir, entre quienes estaban fuera y quienes conspiraban adentro. Ejemplo del compromiso de ciertos grupos militares con AD sería el frustrado alzamiento de la base aérea de Boca del Río, en el estado Aragua, lo que condujo al gobierno a tomar mayores medidas dentro de los cuarteles, o la muerte de uno de sus principales promotores, el capitán Wilfrido Omaña, como también el asesinato en Barranquilla del teniente León Droz Blanco. El saldo de esa experiencia (1948-1952) fue que dejó totalmente diezmados a los cuadros de AD. Nunca como durante ese período el partido hubo de desangrarse tanto, dejando en el camino su enorme cosecha de mártires, y sin jamás poder coordinar de manera efectiva algún alzamiento de tipo civil-militar.
El tercer partido que forma parte de esta síntesis es URD, siempre demasiado dependiente del prestigio personal de quien no figuró precisamente entre los miembros fundadores de la organización pero que no tardó en apoderarse rápidamente de su conducción. Hablamos de Jóvito Villalba. La pequeña y laxa organización de Villalba –URD– vivirá su mejor y peor momento en noviembre de 1952 cuando acepte el desafío de medirse en las elecciones para conformar una Asamblea Nacional Constituyente.
El cuarto partido es el Copei, el cual también participaría de la consulta del 52 y que ya venía sacudiéndose de encima la fama de ser (como sus adversarios no se cansaban de remacharlo) un partido “confesional” para proclamarse como lo que en realidad terminó siendo: un partido octubrista. Y habrá algo tanto o más importante durante el interregno de silencio que habría de afianzarse a partir de 1952. Dicho de otro modo, Copei seguiría engordando desde su sinuosa o discreta oposición al régimen militar lo que venía siendo, de cara a su interrelación con el resto de las organizaciones proscritas o semi-proscritas, la prédica que había sostenido desde que se registraran tan bajos grados de comunicación política durante el trienio. Todo ello se vería resumido, por parte de Copei, en la idea de la conciliación (especialmente social); en la necesidad de privilegiar la presencia de asociaciones intermedias (como forma de evitar la total omnipresencia del partido ante la sociedad) y, no por último menos importante, en el afán por impulsar la des-ideologización del debate. En este sentido, como ya había intentado hacerlo entre 1946 y 1948, Copei exhibirá una plataforma mucho más elaborada, técnicamente hablando, que el resto de las organizaciones políticas. Aún más, muchos de los elementos que habrían de informar el futuro Pacto de Puntofijo hallarían su origen en estas ideas propugnadas por el partido de Rafael Caldera.
La estrategia electoral (1952/1957)
Antes de poder hablar del importante cambio que significara el año 57, y las razones para que ello fuese así, convendría decir algo acerca de lo cual apenas suele hacerse mención: los distintos momentos en que intentó forjarse una alianza, o algún tipo de frente, dentro y fuera del terreno electoral. Aun cuando tales entendimientos no rindieran frutos en la práctica, tampoco dejaron de actuar como valiosos acicates a la hora en que se intentara plantear la estrategia electoral de 1957. El primero de tales antecedentes lo constituye, por orden de importancia, la convocatoria que hiciera el régimen de la Segunda Junta para la escogencia de una Asamblea Nacional Constituyente el 30 de noviembre de 1952 con el fin de que se aprobara una constitución que sustituyese a la del 47, pero circunscribiendo de antemano las facultades de quienes fuesen electos a esta única tarea. Ahora bien, la sola aprobación de tal Estatuto Electoral llevaría a que las distintas organizaciones examinasen el modo de incidir en el proceso. En realidad, todas se propondrían hacerlo, incluyendo las dos que tenían terminantemente prohibida toda participación, como Acción Democrática y el PCV, puesto que eran partidos que habían sido disueltos mediante decreto de la primera Junta (el uno, como se ha dicho, en 1948; el otro, en 1950). Concurrirán entonces apenas dos partidos por el lado de la oposición: URD y Copei.
Suele olvidarse, o pasarse por alto, tal como lo observa Diego Bautista Urbaneja, que hacía apenas cuatro años y nueve meses que los venezolanos votaran por última vez, tal como lo hicieran, en su inmensa mayoría, a favor de Gallegos. Lo cierto es que no habían olvidado cómo hacerlo y eso le planteaba un problema a esta Junta presidida por el incoloro representante del sector civil dentro de la misma, Guillermo Suárez Flamerich. También suele pasarse por alto que Villalba, como principal candidato por las listas de URD, fue capaz de protagonizar una campaña contagiosa y dinámica pese a atropellos e intimidaciones, y en la cual estuvieron metidos hasta el cuello los militantes comunistas. Ahora bien, podía ser que todos los partidos estuviesen dispuestos a incidir pero no necesariamente a darle instrucciones expresas a sus respectivas militancias con el fin de que saliesen a votar.
Tal fue el caso de Acción Democrática, la cual, dicho sea de paso, jamás se trazó en el fondo una estrategia abiertamente abstencionista, aun cuando se mostrara reticente ante esa convocatoria electoral. Pero, como quiera que fuere, y bien que no existiese una posición claramente a favor de la abstención previo a los comicios, la actitud de la dirigencia de ese partido se dividió en partes iguales: los que, desde el exilio, insistían en que no se concurriera a tal proceso y quienes, al frente del aparato interno, se inclinaban a favor de que fuese la militancia la que decidiera. El resultado fue que los mismos centenares de miles de adecos que casi cinco años antes votaran por Acción Democrática salieron a hacerlo en masa por la tarjeta de URD. Como bien lo apunta Margarita López Maya, fue sólo luego de que los resultados aparecieran reflejando la fuerza de una importante participación ciudadana, y una más importante votación favorable a URD y Copei, que Betancourt y el resto del alto mando en el exterior le dieron una interpretación favorable a lo sucedido.
Lo importante –al decir de Manuel Caballero– es que esta vez, y unidos a su modo, los semi-legales URD y Copei, y los ilegales AD y PCV, lograron infligirle al régimen la más humillante derrota en unas elecciones mediante las cuales pretendía legitimarse, empleando para ello todos los recursos del poder, incluyendo el ventajismo de su millonaria propaganda y la persecución contra los activistas electorales de la oposición.
A partir de ese punto, y torciéndolo el rumbo a la tamaña sorpresa que depararan los resultados a través del recurso del fraude, Pérez Jiménez obtendría, a fin de cuentas, su gran asamblea constituyente, la cual, además de modificar la constitución, hubo de proclamarlo en abril de 1953 como presidente constitucional para el periodo 1953-1958 luego de que el Alto Mando Militar lo hubiese designado como presidente provisional el mismísimo 2 de diciembre del 52, día en que fuera desconocido el cómputo de votos a favor de la oposición. Los diputados electos por URD y Copei no sólo no se incorporaron a la ANC (aunque sí lo harían en cambio unos cuantos tránsfugas) sino que tanto Villalba como el alto mando de URD se verían inmediatamente aventados al exilio.
De tal experiencia apenas quedaría con vida el partido Copei, el cual tampoco tardaría en verse puesto fuera de juego antes de pasar a engrosar el resto de un panorama conformado por organizaciones diezmadas o proscritas. Con todo, la “victoria-derrota” (así la denomina Caballero) que significaran los comicios del 30 de noviembre del 52 llevó a que el arco opositor intentara construir, a partir de entonces, cierto tipo de esquema aliancista, especialmente por iniciativa del PCV clandestino. Lo haría en diciembre de ese mismo año, constituyendo el llamado “Comité de Acción Cívica” y, en abril del 54, el “Frente Nacional de la Resistencia”. Ambos, empero, se extinguirían rápidamente ante la fiereza mostrada por el nuevo mandatario, Pérez Jiménez.
Un detalle en la Constitución aviva el dilema
Puede que el régimen, a través de su nada original Asamblea Nacional Constituyente, metamorfoseara a su antojo la constitución de 1947; pero, por la razón que fuere, dejó en pie la provisión según la cual el presidente debía ser electo por votación universal, directa y secreta y, en este caso, la fecha más próxima a tal compromiso era lo que estaba previsto que fuese el nuevo quinquenio 1958-1963. Si, para su primer quinquenio, a Pérez Jiménez le había bastado la solución provisoria que le diera la ANC al investirlo como presidente en abril de 1953, lo previsto a partir de entonces por la constitución reformada era, en realidad, otra cosa. Dicho en otras palabras: su propia constitución pondría a Pérez Jiménez en tres y dos; o, dicho en términos ígneos, le colocaría en el cuello una piedra de abrumador peso.
Esto, obviamente, generó que se rectificaran estrategias, visiones y percepciones por parte de los partidos y sus maltrechos aparatos en la clandestinidad. Se planteaba ahora una clara alternativa electoral de tipo presidencial. Atrás quedarían las dos rutas ensayadas hasta entonces sin ningún grado de éxito: la abstención y la insurrección. También se dejaría atrás el individualismo partidista. Nace la tesis que podría definirse como de “solución pacífica” y, al mismo tiempo, su corolario: la tesis de la unidad. Era un cambio, al decir de Simón Alberto Consalvi, nada fácil de asimilar: después de todo, no era simple abandonar la creencia de que el régimen sólo podía ser derrotado mediante la misma fórmula con la cual se había apoderado del país, es decir, a través de la violencia. Ni la idea tampoco era fácil de ser asimilada por la sencilla razón de que, durante todos esos años de resistencia, había dominado, como hábito y reflejo, la fórmula golpista.
Rómulo Betancourt, desde Nueva York y ya en enero de 1957, vocearía un planteamiento de trascendencia. Frente al cuasi vacilante anuncio por parte del régimen de que se convocaría a elecciones presidenciales, dirá: “Creemos que en este año de 1957 sea posible hallarle una salida pacífica, evolutiva, eleccionaria, a la difícil coyuntura venezolana, que ha estado siempre en trance de estallar en forma de violento sacudimiento colectivo”. Pero, al mismo tiempo no se hacía ilusiones ni se llamaba a engaños: “Esa consulta, como es obvio, no podrá realizarse (…) sin la previa existencia de un clima de libertades públicas”. De allí que las perspectivas de una alternativa pacífica, planteada por el reto que entrañaba la propia constitución de Pérez Jiménez, llevara a que la oposición buscase galvanizarse en torno a cuatro reclamos concretos: el otorgamiento de una amplia amnistía, el retorno de los exilados, la liberación de los presos políticos y, no menos importante, que la palabra escrita fuera liberada del confinamiento al cual la traían sometida la mordaza y la censura.
Por Copei, y también desde el exilio, Luis Herrera Campins llamaría a repetir la hazaña, pero ya en versión corregida y ampliada, de 1952. De allí que, desde Münich, sitio de su exilio, lanzara la consigna “Por un nuevo 30 de noviembre”. Se trataba de una consigna sencilla, pero que comportaba a la vez dos lecturas de importancia. La primera era la más obvia: que se asumiera el reto de anegar las urnas de votos para así poner en apuros al régimen ante el camino de sus propias artimañas; pero la segunda tenía que ver con la necesidad de trasmitirle sosiego a la sociedad venezolana, acostumbrada como se había visto a vivir dentro de la aparente bonanza económica del perezjimenismo. De allí que la consigna no comportase nada que pudiera verse asociado a un intento por estimular la insurrección popular. En realidad, no se estaba apostando a favor de atentados ni insurrecciones, sino de elecciones libres.
Ahora bien, el caso que mayormente llama la atención es el del PCV. Pocos miraron hacia dentro con tanto denuedo como lo hiciera este partido. No sin falta de motivos fue que el PCV terminó enarbolando con orgullo las conclusiones a las cuales arribara el XIII Pleno de su Comité Central clandestino en febrero del 57 puesto que, si algún partido podía preciarse de ser inflexible e irreductible desde el punto de vista ideológico y doctrinario, era precisamente el PCV. Su secretario general, Pompeyo Márquez –alias, Santos Yorme– tuvo a su cargo la presentación del Informe Político. Tanto por el tono de severa crítica ante el comportamiento descrito por el partido durante el pasado (al hablar de una política que sólo había conducido al “aventurerismo”) como por verse dispuesto a que se relegaran sus objetivos doctrinarios en función de alcanzar un consenso, el documento terminó convirtiéndose en una pieza fundamental dentro de la literatura de la resistencia.
Esa disposición a diferir sus objetivos llevaría a los comunistas a puntualizar, entre otras, dos cosas muy importantes: primero, que la lucha anti-imperialista y anti-feudal que había caracterizado siempre a la organización, debía verse sometida en este caso a las exigencias que planteaba una revolución democrática; segundo, que esa revolución sólo era posible efectuarla si se contaba con un frente capaz de integrar, amén de las emblemáticas fuerzas de las que siempre hablara el aguerrido lenguaje del PCV (obreros, campesinos, intelectuales), a otras fuerzas tales como la “burguesía nacional”, los “liberales” y los “socialcristianos”. En el documento del XIII Pleno figuran expresadas así, tal cual, con todas sus letras. Se aludía de esta forma a sectores que, si los comunistas no fuesen ateos, bien podrían haber sido calificados por ellos mismos, en mejores circunstancias, como la encarnación del Averno. Si este lenguaje no facilitaba la tarea unitaria, difícilmente existía otro capaz de superarlo en sinceridad.
Lo demás lo sabemos de sobra como para vernos en el caso de repetirlo aquí, incluyendo lo relativo a la formación de la Junta Patriótica. Lo cierto es que el temor a la consulta derivó en la idea de organizar un plebiscito que le permitiera a Pérez Jiménez medirse sin competidores, sin campaña y sin riesgos, al decir de Consalvi. Fórmula que, como también se sabe, no figuraba prevista en la constitución del 53 sino que salió de lo más profundo de un sombrero de copa, como es habitual que ocurra en el caso de los magos. Fue otro triunfo electoral de Pérez Jiménez, el del 15 de diciembre de 1957, aun cuando apenas quince días terminaran separándolo de la violencia de enero de 1958, ya preanunciada durante la nochevieja del 57 cuando llegaron a sublevarse las primeras unidades de la aviación militar.
Aquí, como lo revelan muchos otros ejemplos, cabe observar que los regímenes autoritarios acaban convirtiéndose en rehenes de sus propias ilusiones. De lo contrario no se explicaría lo que señala Manuel Caballero en el sentido de que el plebiscito de diciembre de 1957 estaba llamado a darle a Pérez Jiménez una supuesta sensación de solidez, de estabilidad y, supuestamente también, de legitimidad, sobre todo ante las Fuerzas Armadas.
Las consecuencias de lo actuado
Si hubiese que hacer una síntesis de lo que significara, no tanto el 23 de enero de 1958 como el cuarto de siglo posterior, habría que comenzar señalando que la democracia sería asumida a partir de entonces como hábito y no como excepción. Además, convendría decir con Manuel Caballero que en este sentido siempre hemos celebrado, más que la fecha en sí del 23 de enero, lo que vino a construirse después con tanto tesón aun cuando no siempre con la paciencia necesaria. Esto prácticamente deja relegado el derrocamiento de Pérez Jiménez al plano de lo anecdótico por lo mismo que ya se ha dicho: se estaba derrotando a la tiranía más corta del siglo XX venezolano.
En segundo lugar, Venezuela no será gobernada a partir de entonces por quienes no hubiesen aceptado los cambios irreversibles planteados a partir del 18 de octubre de 1945; pero tampoco dejarán de sumarse a los nuevos acuerdos de gobernabilidad lopezcontreristas y medinistas, ni dejarán de competir electoralmente fuerzas que actuaron como enemigas históricas del propio 18 de octubre, tal como vendría a serlo el uslarismo (bien que la sinceridad de su compromiso pudiese verse puesta en duda debido a la actuación ambigua descrita por el propio Uslar desde entonces en adelante, especialmente al verificarse su tácito endoso a la asonada de 1992).
En tercer lugar, la sociedad venezolana se vería positivamente desacostumbrada a vivir bajo la amenaza autoritaria. Se podía rabiar durante cinco años con la certeza de que, a la hora de los comicios, era posible “pasarle factura” al gobierno de turno sin sobresaltos ni temores.
En cuarto lugar, con todo y Guerra Fría de por medio, se les verá a los comunistas con mucho menos temor que en otras latitudes debido a su particular vocación electoral (hacemos en este caso una sola excepción: el tramo que correría entre 1962 y 1967, cuando el PCV se viera desbordado por su costado más radical y asumiera la ruta de la lucha armada).
En quinto y sexto lugar viene para mí lo más importante, sin que ello redunde en demérito de todo lo anterior. Por un lado, que partidos y dirigentes tuviesen en común la referencia a una misma serie de postulados y principios (por caso, una política petrolera consensuada o una política exterior común), lo cual hablaría, como nunca antes había ocurrido, de un proyecto nacional compartido. Por el otro, que se extinguiera, de una vez y para siempre, el canibalismo político (lo de “una vez y para siempre” queda a juicio del lector, tomando en cuenta las prácticas canibalísticas con las cuales hemos vuelto a topar, de manera inimaginable, en estos tiempos). En tal sentido, el ensayo pos-23 de enero será ejemplo de un alto grado de ingeniería política porque, aparte del denominador común que habría de existir entre los partidos, tal denominador común se haría extensivo a otras fuerzas actuantes dentro de la sociedad a la hora en que se verificaran los acuerdos de gobernabilidad. Todo esto tendrá, además, un saludable efecto socializador sobre el sector militar frente a lo que fuera su abusiva influencia durante el pasado reciente.
En tal sentido, los acuerdos serán puntuales y, si se quisiera utilizar semejante palabra sin revestirla de ninguna carga deprecativa, también pragmáticos. Por otro lado, pero tan importante como ello, sería que el debate se viera apartado de toda virulencia ideológica. Los partidos comprenderán, de cara a su propia actuación pasada, que una cosa era disentir y competir, y otra muy distinta, depredarse y anularse sobre la base de acometidas excluyentes. Se tratará, por tanto, de un sistema “agonístico” pero no antagónico, regulado por una serie de normas (formales unas, informales otras), las cuales habrían de verse aceptadas como marco de referencia común para la conducta de todos.
El mejor ejemplo de desviación ante semejante conducta sería cuando el PCV dejara de ejercer una oposición “leal” dentro del sistema democrático para lanzarse, con armas y bagaje, por el camino de la oposición violenta durante buena parte de la década de 1960. Pero también resulta muy revelador que, al cabo, ese mismo partido renunciara a continuar transitando tal camino y regresara con el objeto de actuar de nuevo como un jugador capaz de asumir con sinceridad las reglas convenidas. Además, en este caso, no sólo hablamos del PCV sino de la criatura más violenta de cuantos desprendimientos sufriera AD, como lo fuera el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) a la hora de tomar la ruta armada, o incluso de la que sería la principal disidencia gestada en las propias entrañas del PCV: el Movimiento al Socialismo, MAS.
También conviene decir otra cosa para no agarrar desprevenido a nadie. No fue sólo en Venezuela donde se hizo preciso adoptar una plataforma técnicamente elaborada que permitiese dejar atrás una reciente y traumática experiencia política. En otras palabras: lo actuado a partir de 1958 no fue una ocurrencia nacida de la más absoluta originalidad venezolana. En tal sentido podría citarse lo que significó esa misma necesidad de carácter instrumental en el caso de la vecina Colombia donde la experiencia del llamado “Frente Nacional” –justamente en 1958– también marcó el fin de la anterior violencia bipartidista. Pero podrían citarse experiencias acaso más sensibles y que antedataban por más de una década a los acuerdos de gobernabilidad alcanzados por Venezuela o Colombia hacia finales de 1950.
Tal es el caso de Alemania, donde, a partir de 1945, la moderación se convirtió en una nueva virtud y donde se entendió, sobre la base de debates de tipo práctico e instrumental, que sólo de esta forma era posible no recaer de nuevo en la depredación y el extremismo ideológico que caracterizara la dinámica planteada entre los partidos durante las décadas de 1920 y 1930, y que tanto debilitaron al régimen parlamentario al punto de pavimentarle el camino al nazismo. Además, la propia dinámica de la Guerra Fría, así como la proximidad geográfica a la Unión Soviética, se harían cargo del resto a la hora de explicar la moderación que se impuso en el caso de Alemania.
Esto último que acabo de señalar lo dejé apuntado en un ensayo que escribí para la Academia Nacional de la Historia a propósito del 23 de enero de 1958. Y, con igual grado de licencia, concluyo diciendo algo tomado –palabras más, palabras menos– de ese mismo texto: que los propulsores del ensayo de recuperación democrática harían mucho más que celebrar el hecho, ya de por sí relevante, de que se regresara a la política por la vía del voto. En este sentido, lo actuado habría de significar también un acto de voluntad política negociadora. Lo más importante a subrayar, si se atiende a lo alcanzado a partir de 1958, es que hablamos de acuerdos pactados entre fuerzas políticas heterogéneas, las cuales, por si fuera poco, y como ya lo mencioné, traían a sus espaldas un largo historial cargado de animosidades, desconfianza, recelos y pugnacidad. Quizá en tiempos de orfandad como los que vivimos actualmente haya algo qué rescatar, cuando menos, de esta última lección en particular.
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