Redes sociales en Venezuela: las hilachas que nos conectan – Luis Carlos Díaz

Redes sociales en Venezuela: las hilachas que nos conectan – Luis Carlos Díaz

Redes sociales en Venezuela: las hilachas que nos conectan

     Luis Carlos Díaz

La adopción de las redes sociales en Venezuela ha vivido momentos de libertad y desarrollo que luego fueron frustrados hasta llegar a la desconexión, la censura y la contracción de las telecomunicaciones. Lo que queda hoy son espacios con ciertos márgenes de autonomía y capacidad de presión social innovadores, pero que viven bajo la amenaza constante de la hegemonía y sus arbitrariedades. Las redes nos cambiaron, pero no resuelven por sí solas la ausencia de democracia en la que operarían mejor.

Venezuela en el año 2021 cruza su segundo año en pandemia global, confinada, quebrada económicamente y exprimiendo las máximas capacidades de sus conexiones a Internet. El mundo se adapta por la vía de la emergencia al teletrabajo, la teleducación y el consumo de entretenimiento en streaming, mientras en Venezuela se intenta que ocurra más o menos lo mismo, pero con un promedio de ancho de banda más bajo que el de Haití, Palestina, Ruanda o Somalia. Vivimos al mismo tiempo una crisis humanitaria compleja, nos jugamos la libertad o la vida por lo que publicamos en redes sociales, pero estamos montados en las últimas tendencias de TikTok, accedemos al mundo a través de Netflix, conversamos en Twitter y vivimos como propias las elecciones de otros países que sí tienen elecciones de verdad. Todo a partes desiguales.
Explicaremos mejor cómo la tela de la araña de las redes venezolanas, las redes ciudadanas, han llegado hasta acá y cómo seguimos resistiendo. Primero: el mundo. Venezuela ha vivido un proceso de digitalización y adopción tecnológica muy similar al de América Latina, incluso en algunos momentos estuvo a la vanguardia regional en conectividad. Hasta la primera década del siglo XXI hubo innovaciones en el área, competitividad, grandes inversiones y hasta algunas empresas globales tuvieron oficinas en Venezuela o presentaban productos acá para la región. Luego con el boom de los precios del petróleo y los dólares subsidiados por el control de cambio entre los años 2006 y 2012, se vivió un momento de facilidades para las inversiones en el sector telecom. Eran años en los que en paralelo a la compra masiva de teléfonos (¿alguien recuerda los ostentosos Blackberry?), los venezolanos también aumentaron su presencia en redes sociales, desde ellas se organizaron protestas, coberturas electorales, reuniones de graduados y nuevas oleadas de mercadeo digital. Hoy aún parte de esa red resiste.

La oscuridad venezolana
Todo fue muy similar al resto de los fenómenos sociales asociados al poder ciudadano en redes que se vivió en otros países. Las tecnologías se masificaron y el uso de redes sociales se hizo cotidiano para millones de personas porque las empresas dueñas de esas plataformas simplificaron la forma en la que los usuarios podían colonizar su trozo de Internet para generar contenidos, construir comunidades, surfear una oleada de interacciones y quedar fascinados por las propuestas de cada vecindario digital.
Las particularidades venezolanas mientras esto ocurría marcaron la siguiente década:
1. En 2010 el parlamento reformó la Ley Orgánica de Telecomunicaciones para darle a Internet un carácter “de interés público”, lo que luego significó la intromisión del Estado en las tarifas de conectividad, las inversiones en el sector, las dificultades a importación de equipos. Allí los controles ocasionaron lo mismo que en el resto de la economía nacional: escasez, rezago y contracción. Buena parte de las fallas de las compañías privadas de Internet se explican con esta decisión política: controlar sus tarifas las hizo operar a pérdida y deteriorarse. Ahora la recuperación es más costosa y no hay financiamiento para las empresas ni los usuarios.
2. Ese mismo parlamento reformó la Ley Resorte (responsabilidad social en radio y televisión) para incluir a los “medios digitales” entre sus competencias para la vigilancia de contenidos. Eso es un despropósito porque esa ley se hizo para administrar un bien escaso, el espectro radioeléctrico del que se adjudican frecuencias a emisoras de radio y canales de televisión. El Internet ni es escaso ni obedece a esos criterios, pero los legisladores con mala intención e ignorancia por elección lo metieron en ese corral. De hecho en 2021 quieren repetir la fórmula para penalizar contenidos en redes sociales.
3. Desde 2009 el decreto 6.649 firmado por Chávez estableció que Internet era un gasto suntuario que debía recortarse. Con eso fueron menoscabando la conectividad y la actualización tecnológica de las principales universidades del país.
4. La estatización de la empresa Cantv, destrozada luego por la corrupción y la ineficacia de su gerencia, acumuló millones de fallas y desconexiones en comunidades del país que ya estaban conectadas. Esas nuevas exclusiones son monstruosas y tienen a buena parte del país sumido en la oscurana informativa después de haber conocido la modernidad.
5. Venezuela se convirtió entre 2010 y 2020 en el país de América con más páginas web bloqueadas. Empezaron con páginas que hablaban de la corrupción eléctrica de Derwick, encuestas electorales y el precio del dólar paralelo y luego Conatel (el órgano censor) hizo metástasis para bloquear redes sociales como Twitter, Instagram y Facebook, plataformas como YouTube y hasta páginas pornográficas de forma absolutamente discrecional. Incluso durante minutos, cuando la Asamblea Nacional electa en 2015 tiene una emisión en streaming en redes, que son el canal que les queda.
6. A este combo de represión se le suma la parte más horrorosa del chavismo, que es la criminalización de decenas de ciudadanos por contenidos publicados en redes sociales. Tenemos todos los récords continentales en esa materia y no se trata solo de juicios abiertos contra ciudadanos, activistas y periodistas, sino también desapariciones, golpes, ejecuciones, torturas, falsas incriminaciones, despidos, exilios y otras prácticas de terrorismo de Estado que conforman delitos de lesa humanidad. Algunas de ellas han sido recogidas en el informe de la Misión independiente de determinación de los hechos sobre Venezuela, como el caso de Pedro Jaimes y una decena de tuiteros que fueron encarcelados.
Todos estos elementos son los que sostienen la aseveración del informe sobre libertad de internet de Freedom House que le da a Venezuela la categoría de país “no libre”, con un puntaje de 28 puntos sobre 100. Allí estamos por debajo de dictaduras como las de Sudán, Irán, Egipto y hasta Congo. Los datos son impresionantes cuando los revisamos bajo estándares internacionales, porque el relajo Caribe y el haber vivido tantos años en crisis, perdiendo paulatinamente libertades y espacios públicos, nos hace creer que las cosas están mejor de lo que realmente están. Se repite la falsedad de que “en Venezuela todavía se puede decir lo que uno quiere”. Al revisar que por decir nada o decir lo evidente, hay gente torturada, con costillas rotas, desaparecida, amenazada de muerte y perseguida, el panorama cambia. Da lo mismo si fue un tweet, un tiktok en el que se habla de la hija de un enchufado, un estado de WhatsApp con una crítica o un texto en Facebook. El poder es arbitrario y trata de construir silencio e impunidad. Pese a eso, la red resiste.


La contracción desconecta

Otro elemento preocupante en las redes venezolanas es la capacidad de acceso. Estamos escasos de estadísticas recientes porque el mercado está tan deprimido que no hay ni incentivos ni presupuesto para hacer estudios profundos que vean los cambios. Lo que se maneja por datos de la misma Conatel, publicados 2020, el país tiene menos gente conectada a Internet de la que había hace pocos años. La cifra más atroz es la pérdida de teléfonos celulares activos. Venezuela pasó de tener más de 30 millones de teléfonos a menos de 14 millones de teléfonos activos en unos 4 años. La empresa que más usuarios perdió fue Movilnet, otra estatizada junto a Cantv. No todo es efecto de los 5 millones de migrantes sino en realidad de la pobreza en la que se sumió a la mayoría de la población. La depauperación de los salarios hizo que el costo de reponer tecnologías, comprar aparatos y mantenerse al día fuese impagable para la mayoría de las familias. Por eso el parque tecnológico envejeció, era impagable reponer un teléfono robado o dañado y disminuyeron la cantidad de equipos en casas de clase media y baja, que son 9 de cada 10 en el país.
Por eso se calcula en términos gruesos que entre 14 y 15 millones de personas tienen Internet así que los usuarios de redes sociales podrían rondar los 10 a 12 millones de personas dentro del país. A esos habría que sumarles la diáspora, que se mantiene conectada y activa.
La contracción económica generó nuevas desconexiones y hoy algunas empresas intentan poner a la sociedad venezolana al día, pero la épica solo es un fenómeno de burbujas: el Internet bodegón. Desde 2019 se consiguen en Venezuela conexiones de fibra óptica, internet inalámbrico y algunos proveedores de servicios satelitales (en estados fronterizos hay varios de Colombia y Brasil), pero su capacidad de instalación depende de quienes puedan pagar sus costos, que van de 400 a 1500 dólares por instalar y de 40 a 250 dólares la mensualidad. Nuevamente, solo pocos pueden.
Un elemento positivo dentro del caos es que desde 2019 se abrieron las aduanas y hay importaciones sin cargos impositivos así que se volvió a nutrir el mercado de teléfonos celulares. Eso ha permitido que aumente la oferta y disponibilidad de equipos, sobre todo los de gama media baja (entre 90 y 200 dólares) que permiten conectarse a Internet y usar diversas aplicaciones. El envío lo han podido aprovechar mejor quienes reciben remesas suficientes o tienen ingresos en dólares que les permitan ahorrar y comprar equipos. El hecho de que no haya compras a crédito dificulta que más familias puedan acceder a estos servicios. Sin embargo, con esos elefantes, la red resiste.

Infociudadanía es poderLa tela de araña que constituyen nuestras relaciones tejidas en redes han vivido la modernidad y el cierre de espacios democráticos adaptándose a nuestro entorno. Por un lado nos han acompañado en el proceso de caer en el foso (e iluminarnos en él) pero por el otro ya están incorporadas a nuestras lógicas, por eso no somos Corea del Norte ni Cuba, que apenas descubre Internet y sus posibilidades. Para los venezolanos las redes se usan con el mismo fin de entretenimiento, educación e información que aplica en muchos países, pero con dos componentes particulares: sirven como fe de vida, en un entorno que es peligroso, agónico y en el que es importante mantener al tanto a los contactos. También sirven para cubrir las necesidades informativas de los hiperinformados e hiperpolitizados que saben que no obtendrán mucho material de la anulada televisión nacional, la desaparecida prensa y la radio limitada. En ese sentido Internet no es un elemento más en el ecosistema de medios que consume la ciudadanía, sino que en realidad es el único espacio con márgenes de libertad, independencia y flexibilidad que tiene la gente a la mano, por eso es terrible que la mitad del país esté desconectada.
Redes como Twitter, Instagram y los archipiélagos privados pero virales de los grupos WhatsApp permiten motorizar opiniones, interpretaciones y campañas que desmienten directamente a la dictadura y su aparato de propaganda. Su despliegue le ha permitido a los infociudadanos poner a pruebas sus dos superpoderes: cambiar el clima de opinión pública y generar movilizaciones, incluso sin otros medios que se hagan eco.
Ese fenómeno es el que se sigue persiguiendo y penalizando, pero encuentra maneras más creativas de burlar al poder. En esencia las redes dependen de los niveles de confianza que construyan sus participantes y de la atención que se presten unos a otros. Confianza y atención son las monedas de cambio en Internet y por eso la gente trabaja para fortalecer sus comunidades, generar contenidos y alimentar interacciones que le den espíritu de cuerpo a quienes comparten. Cuando eso ocurre y además hay ausencia de otros espacios públicos, el resultado son relaciones vitales y causas poderosas.
Sea para comunicar arte, causas sociales, denuncias, indignación o esperanza, las redes son vehículos para las manifestaciones ciudadanas modernas. Es absolutamente comprensible que en paralelo haya un corpus crítico sobre “la adicción de las redes”, el “capitalismo de vigilancia” y la maquinaria de control que puede ocultarse detrás de cada red en manos de grandes emporios o gobiernos. También sobre los riesgos de seguridad digital, delincuencia organizada y otros fenómenos. Pero en un entorno de medios tradicionales donde abunda el silencio de la censura y el ruido del aparato de propaganda gubernamental, las redes aparecen como no-lugares que convocan, construyen y fortalecen lazos ciudadanos. Es lo que le queda a la gente que vive en sociedades no democráticas y sin abundancia de oferta informativas y culturales.
No podemos pensar una ciudadanía moderna sin incorporar esta segunda capa de piel que significa la hiperconectividad. Internet les permite a los sujetos estar deslocalizados, por lo que son parte de colectivos reunidos sobre la base de intereses, así que sus procesos de deliberación y toma de decisiones se aceleran y mejoran. También Internet, en su etapa 2.0 que ya tiene más de 15 años de existencia, les permite a millones de personas crear contenidos y publicarlos sin saber de informática ni cubrir los costos de infraestructura o diseño que implica tener páginas web propias. Es más, una nueva ventaja es que los infociudadanos que alimentan sus perfiles en línea en realidad construyen versiones de sí mismos en los que sus contenidos permanecen en público generando interacciones, posicionamiento en buscadores y todo eso alimenta una conversación asincrónica, entre individuos. Es fascinante y al mismo tiempo evolutivo: la humanidad incorpora estos cambios y rediseña el desarrollo de la sociedad del conocimiento.
Todos esos fenómenos abren un nuevo compás para derechos humanos como la libertad de expresión, la asociación, la privacidad y el acceso a la información, porque los amplía. Incluso en países sin estado de derecho y que tienden al totalitarismo, la existencia misma de Internet sirve de contención para algunos abusos de poder porque los visibiliza, los denuncia, los interpela y genera facturas a los represores. Por eso los países “no libres” aplican distintas recetas contra las redes, no solo la censura brutal. En ocasiones se valen de propaganda, de la industria de noticias falsas y confusión, el astroturfing (fingir movimientos ciudadanos espontáneos que en realidad están programados y coordinados para imponer temas en agenda), los bloqueos selectivos o los castigos ejemplares contra ciberactivistas para inhibir al resto. De hecho, donde afectan más estos regímenes que hacen ataques sofisticados contra Internet es justamente cuando pervierten la confianza en el entorno digital, cuando infiltran conversaciones ciudadanas para radicalizarlas o cuando hacen sentir culpable a la gente porque la criminalizan de “delitos de odio” manipulando lo que eso en realidad significa.
Visto ese panorama, trabajar por la conectividad en Venezuela y un Internet seguro y libre para la gente, exige en realidad atender problemas tan básicos como sustituir los viejos pares de cobre por fibra óptica y también aumentar la calidad de la información disponible y los nexos entre individuos fiables, algo que sencillamente amenaza a un gobierno que miente cotidianamente.
Pese a eso las estrategias de resistencia se mantienen. Cada dificultad se consigue a miles o millones de personas buscando respuestas más creativas y desafiantes para mantenerse en contacto con otros, cubrir sus necesidades informativas y seguir adelante. Los bloqueos de páginas web terminan siendo inútiles cuando la gente aprende a cambiar sus DNS o usar un VPN para navegar. Las redes han servido para llevar temas importantes a la agenda de discusión pública. También para sacar a inocentes de la cárcel ante la arbitrariedad estatal. Sin embargo, uno de los principales retos en Venezuela para seguir resistiendo y fortalecer a la sociedad conectada tiene que ver con recuperar la capacidad de impactar masivamente a la ciudadanía, algo que la hegemonía comunicacional ha mutilado de muchas formas, y al mismo tiempo de actuar como un enjambre coordinado, en el que cada quien respete sus especificidades, talentos y competencias, pero que pueda trabajar con un mismo fin. Las redes por sí solas no pueden hacer eso. Son simplemente plataformas privadas que sostienen la publicación de contenidos y viven de insertar publicidad. El valor real reside en los usuarios, sus interacciones y la manera en la que cultivan sus relaciones. Lo que demuestra la maduración de las audiencias, pese a todos los golpes que reciben de parte del poder, es que los aprendizajes pueden ser colectivos, acelerados, descentralizados y generan un capital cognitivo que solo avanza. Esto significa que la gente que sabe compartir un archivo o crear un grupo o publicar contenidos, lo hará en WhatsApp o Signal, si se entera que es más seguro. Lo hará en redes o listas de correos, si necesita más privacidad. Se activará en Twitter o en TikTok una vez aprenda que se trata las novedades del formato. Ese capital de aprendizaje que reside en la gente y cada día aprende más, es el verdadero valor de las redes, porque la gente es amiga y seguirá haciendo amigos, contactos, cómplices y aliados en cualquier red novedosa, pública o clandestina que surja mañana. Allí es donde están los verdaderos poderes de la gente porque conectan de verdad y hacen de la red algo tan resistente que aún en un apagón eléctrico, o democrático, se mantiene y sigue trabajando. Lo demás es divertirse.

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